Necesitamos
algo conocido que nos ubique y nos haga sentir que realmente somos
conscientes de lo que pasa a nuestro alrededor, aunque sea mentira, aunque
estemos más desamparados que Marco y su mono Amedio juntos, en un mundo cuya
barbaridad no alcanzamos a comprender ni por el canto.
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NOVIEMBRE 2004
CUATRO SEGUNDOS
POR CAROLINA FERNANDEZ
L as personas solemos tener problemas
para entender la dimensión de las cosas, cuando éstas nos sobrepasan. La
verdad, viendo lo minúsculos que somos en la inmensidad del cosmos, parece
normal que intentemos orientarnos, encontrar alguna referencia conocida a la
que poder agarrarnos. Sin referencias nos perdemos. Todo va demasiado rápido
como para pararnos a reflexionar la gravedad de un dato en sí mismo, una
cifra, una información. El mundo nos queda grande, la vida misma va a más
velocidad de la que podemos asimilar. Por eso hacemos comparaciones con lo
cotidiano, lo pequeñito, lo conocido.
Esto lo saben los expertos en comunicación. Todos los días tienen que dar
noticias al espectador que desayuna en su casa viendo el noticiario, que se
dirige al trabajo con la radio del coche puesta, que ojea con desgana el
periódico en la oficina, inmerso en su mundo, o directamente en Babia. Es
necesario captar su atención con algo suficientemente llamativo, aunque no
se comprenda del todo su alcance. Por eso, para evitar el dato frío y
solitario que se pierde entre un sorbo y otro sorbo del café de la mañana,
se compara. Es un artificio. Vacío, pero efectivo no obstante. Si una
persona lee, por poner un ejemplo, que por los agujeros de las cañerías de
España -que deben ser de la época del Generalísimo-, se pierde una cantidad
escandalosa de agua, digamos -por decir algo- mil setecientos hectómetros
cúbicos todos los días, la persona en cuestión ni pestañea, porque no tiene
ni idea de cuánto es eso. Pero si la noticia dice que los litros perdidos
serían suficientes para llenar tantas docenas de piscinas olímpicas, la
noticia merece un ahhh! de asombro. Y eso aunque no tengamos ni idea de
cuántos litros caben en semejante recipiente y a lo mejor no hayamos visto
una piscina olímpica en nuestra vida. Mejor lo hubieran medido en bañeras,
más cotidianas. Tiene esto de la comparación otro aspecto a favor, y es que
uno se puede inventar lo que quiera para llamar la atención, porque es
evidente que nadie lo va a comprobar jamás.
A mí la que más me gusta, por surrealista, es cuando, para explicarnos cuán
lejos está el último planeta descubierto en una esquina del universo (¿el
universo tienes esquinas? ¿cómo demonios lo saben?) nos dicen que está a una
distancia equivalente a cinco mil quinientas veces, por decir algo, la que
separa la tierra del sol. Y uno suelta su aaah! Como si supiera de qué le
están hablando. Como si yo le digo a mi perro que la distancia hasta Cuenca,
es como recorrer cinco millones de veces la distancia entre el sofá y la
tele, para que se haga una idea, el can.
Necesitamos algo conocido que nos ubique y nos haga sentir que realmente
somos conscientes de lo que pasa a nuestro alrededor, aunque sea mentira,
aunque nos quedemos tranquilos con nuestro oooh!, aunque en realidad estemos
más desamparados que Marco y su mono Amedio juntos, en un mundo cuya
barbaridad no alcanzamos a comprender ni por el canto.
Por eso, cuando nos dicen las cifras del hambre en el mundo, nos dan, cómo
no, una referencia para apuntalar nuestro reducido sentido de la proporción.
Las organizaciones humanitarias intentan así que nuestra mente no navegue a
la deriva en medio de un mar de números sin sentido. En este caso no nos dan
una referencia en el espacio, porque no entenderíamos nada (imagínense que
nos dicen que con la gente que muere de hambre en un solo día se llenarían
tantas piscinas olímpicas. De qué nos serviría). Nos dan una referencia en
el tiempo, porque todos llevamos un reloj de pulsera y podemos contar los
segundos, y darnos cuenta de que cuando llevemos cuatro segundos habrá una
persona muerta de hambre (¿dónde habrá tocado esta vez?). Y si somos lentos
leyendo y dejamos pasar otros cuatro segundos, otro más habrá caído
(¿Guatemala, Sudán, Somalia?). Y si mientras leemos nos rascamos la barbilla
y nos entretenemos con el vuelo de una mosca, otro cadáver más sobre nuestra
conciencia (¿Etiopía, Liberia?). Y aunque dejemos de leer la noticia, los
segundos cuentan, y siguen acumulando muertos. Claro, a la mayoría le entra
un agobio súbito y cambia rápido de actividad, para no acumular más
cadáveres en la salita de casa. Pero la cuenta sigue, el segundero no
perdona, los muertos de hambre suman a lo largo del día, y de la semana, y
del mes, una cantidad que ya escapa a nuestro entendimiento, porque de tan
desorbitada no cabe en nuestra capacidad craneal. Si nos dijeran los muertos
totales, sería como intentar codificar distancia de la tierra a esa supuesta
esquina del universo. Por eso nos sugieren que los contemos de uno en uno. Y
mientras contamos, nos dicen que no es porque no haya suficiente comida para
todos. La hay. Es porque nadie se ocupa de repartir con criterio y con
justicia. Lo que sobra en mi plato podría estar alimentando a otro, pienso,
mientras miro con ojos hipnotizados el segundero, que no deja de contar.
¿Cuántos caen en el tiempo en que se lee esta página? Hay un plan para
reducir el hambre en el mundo de cara al 2015. ¿Cuántos segundos hay de aquí
al 2015? Tantos como la distancia de la tierra al sol multiplicada por mil.
O más. ¿Cuánto sería si lo midiéramos en piscinas olímpicas? Muchísimo,
igualmente. Es fascinante la flexibilidad de los plazos cuando se trata de
muertos lejanos.
Mientras, seguimos aquí, en la parte buena del mundo. Supongo que algún día
los muertos vendrán a pasarnos su factura. Y serán tantas como para
empapelar enteritas Europa y América. Varias veces. ∆ |