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 CAPITULO XXVII - ESPERANDO A DON PIERINO

Nosotros solicitábamos audiencia de forma respetuosa y por escrito porque aquel hombre era nuestro único valedor, pero siempre el subalterno de guardia nos pedía que nos marchásemos, que allí no querían gentuza maloliente ni mendigos haraposos, que no molestásemos más, que el señor Espinosa estaba muy ocupado.

MAYO 2004

EL FOLLETON DE LA QUIJANA
 CAPITULO XXVII - ESPERANDO A DON PIERINO
POR JOSE MANUEL VILABELLA // ILUSTRACIONES: NESTOR

La memoria me traiciona a veces, me juega malas pasadas y por eso no recuerdo muy bien si don Pierino nos recogió en La Habana o en Buenos Aires. Aunque ahora que lo pienso tanto da una cosa como la otra. Don Pierino, que tardó en llegar pero que llegó al fin, era una buena persona, fino como un coral, ceremonioso y educado como un portugués. Un santo, oiga. ¿Cuántos años estuvimos deambulando de un sitio para otro hasta encontrar a nuestro benefactor? Ni lo sé, ni aporta demasiado al hilo conductor del discurso; por eso le ruego que haga caso omiso, disimule y concentre su atención en el otro personaje de la historia, o sea, en el gobernador de Cuba, en don Serafín. Don Serafín Espinosa y Bocanegra era amable, incluso es posible que fuese bondadoso, pero le tocó hacer con nosotros el papel de malvado y lo hizo con rigor, a conciencia, a plena satisfacción. Don Serafín fue un malo atípico, un perverso sutil, un villano impecable. Jamás nos maltrató personalmente de palabra u obra y en las horas que pasamos juntos fue sumamente educado y gentil. Lo considero el responsable de nuestras desdichas, el autor intelectual de nuestro peregrinaje por las Américas porque al negarnos nuestra identidad y arrebatarnos nuestros nombres y apellidos nos echo al hambre, al anonimato y al olvido. Don Serafín nos abandonó una noche en el centro de La Habana y nunca quiso saber nada de nosotros. Fue una mezquindad por su parte, algo impropio de un caballero. ¿Y nosotros, querida amiga, qué podíamos hacer si no teníamos a dónde ir? Nos acercábamos alguna vez hasta su residencia para tratar de sacarle una vaga promesa y algo de dinero para sobrevivir, pero jamás conseguimos verle aunque presentíamos su presencia al otro lado de los visillos. Al gobernador, a pesar de saber con certeza quiénes éramos y sentirse fascinado por la aventura que habíamos vivido, le dio miedo la verdad y decidió no creer nuestra historia; nosotros solicitábamos audiencia de forma respetuosa y por escrito porque aquel hombre era nuestro único valedor, pero siempre el subalterno de guardia nos pedía que nos marchásemos, que allí no querían gentuza maloliente ni mendigos haraposos, que no molestásemos más, que el señor Espinosa estaba muy ocupado. Nuestra insistencia pertinaz llegó a ser insufrible y tal vez por eso la última vez que pedimos verle, de malos modos, levantando la voz y armando un escándalo, -recuerdo que mi desdichado padre gritaba enfurecido: ¡Soy don Felipe IV el rey de España y quiero ser tratado con respeto!- salió del despacho de don Serafín un criado de aspecto recio que vestía un uniforme con entorchados dorados; se trataba de un individuo cejijunto, de ojos diminutos y amarillos que vino hacia nosotros hecho una furia y agredió al Rey de forma brutal con un garrote de fresno y lo hizo, para más inri,. delante de los soldados de la guardia, unos cuarterones que le animaban a seguir zurrando con risotadas y palabras soeces. El criado, que pegaba por cuenta ajena y le gustaba su oficio, le dio una tunda sin misericordia y mientras le golpeaba le decía con tono mesurado: "Advierto a su majestad que su presencia no es grata en este humilde palacio y mi señor le ruega que no vuelta a visitarnos; le invita a reflexionar y le aconseja que no sea necio y siga su camino". El verdugo aquel arrastró a mi padre hasta la puerta principal y a mí me miró con desprecio y me dijo una sola palabra:¡lárgate!; el miserable terminó su actuación, firmó y rubricó su crimen de forma teatral y eficaz: levantó al guiñapo maltratado hasta la altura de su cara, sonrió por primera vez, nos mostró su dentadura mellada llena de sarro, y susurró con maneras exquisitas: "Con los atentos saludos de don Serafín Espinosa y Bocanegra, marqués de Navas, bachiller por Salamanca y gobernador general de la Isla de Cuba" y le propinó un puntapié brutal en salva sea la parte con una fuerza tal que convirtió a Felipe IV en objeto volador, en proyectil que contradice las leyes de la física y planea de forma airosa como las golondrinas.
El rey tardó varias semanas en recuperarse y en volver a andar y cuando lo hizo caminaba de medio lado y como renco y desde entonces empezó a utilizar un cayado, un bastoncito que le servía de apoyo y de arma de defensa, una muleta que hizo más llevadera su invalidez, invalidez que él nunca reconoció y que disimuló con gracia pero sin éxito: "Esto que parece un bastón es un cetro, lo único que me queda de mi oficio de rey, pues un servidor, aunque parezca un mendigo, pida limosna, viva de la caridad pública, esté cubierto de roña y no tenga donde caerse muerto es, ha sido y siempre lo será, don Felipe IV, el rey de España".
Desde aquel momento todo cambió a nuestro alrededor y, qué quiere que le diga, cambió para mejor y el camino que seguimos a continuación fue doloroso y lleno de dificultades pero muy entretenido y repleto de aventuras. A partir de la paliza el rey se hizo más humilde y yo más bueno, él menos soberbio y yo más discreto y menos ambicioso; ambos clausuramos una época y aprendimos a caminar juntos como buenos camaradas y si don Felipe encontró en mí un hijo bien dispuesto yo conseguí, al fin y después de tantos sinsabores, un padre amantísimo. Hasta que encontramos a don Pierino ejercimos cada día un oficio y si no llegamos nunca a la opulencia, casi todos los días pudimos alimentarnos, pocas veces nos faltó un mendrugo de pan que llevarnos a la boca y si más de una vez dormimos al raso y tiritando de frío, casi siempre encontramos quién nos acomodase en una casa humilde pero limpia. Mi padre escribía cartas y memorandos, hacía condes a gentes humildes, hizo grandes de España a varios miles de estupefactos individuos que recibían el nombramiento con recogimiento y orgullo. "¿Y puedo exigirle a mi cuñado Leandro que me llame señor conde con respeto, reverencia y bese mi mano con unción?", preguntaba ilusionado el liberto lleno de harapos que acababa de entrar con paso firme en la rancia nobleza española. "Puede -contestaba Felipe IV- y si no lo hace que Dios se lo tenga en cuenta y España se lo demande".
En los años siguientes recorrimos islas, cruzamos ríos, surcamos mares y conocimos caminos de todas las naciones de América y antes de toparnos con don Pierino nos encontramos con su nombre y sus noticias. Las crónicas de las gentes ¿sabe usted? llegan antes que las personas, por eso los heraldos son tan necesarios en las historias con fundamento. Antes de saber que don Pierino nos buscaba tuvimos noticias de su existencia y fue, creo recordar, en tierras de la Patagonia Argentina. Parece que lo estoy viendo. El ventero, un hombre gordo como un tonel, de rostro redondo y aire afable, nos sirvió un tinto peleón y unas carnes fritas y, como la clientela era escasa, se sentó con nosotros mientras nos analizaba con la mirada. "Bueno, hombre, bueno", creo que musitó antes de la revelación; después se rascó las partes pudendas con la obscenidad a la que le obligaba su condición plebeya, escupió por el simple placer de hacerlo y formuló la pregunta histórica, la que introdujo al ilustre personaje en nuestras vidas.
-¿Y no conocen ustedes a don Pierino?
-¿Don Pierino? -preguntó mi padre.
-¿Qué don Pierino? -dije yo
Y el ventero nos habló del que más tarde sería nuestro benefactor y paño de lágrimas. Antes de describir al prohombre el ventero se tomó su tiempo: carraspeó, bebió un trago breve directamente de la jarra, hizo un gesto con la mano como el que dibuja una figura en el aire y comenzó su parlamento.
-Es un tipo especial el bueno de don Pierino. ¿Qué sería de nosotros sin la alegría de su llegada y sin la tristeza que deja su ausencia, sin esa melancolía que produce su partida? Don Pierino no tiene enemigos. Y eso en tierras americanas es hazaña harto difícil. Todo el mundo le quiere, el pueblo le venera, las autoridades le respetan y los canallas lo temen. Llega como los años bisiestos, te saluda por tu nombre de pila, te abraza y continúa la conversación interrumpida cuatro años antes como si el tiempo, que siempre es fugaz, fuese solamente un parpadeo. Es, créanme ustedes, señores míos, la autoridad moral de las Américas y el que señala, como el papa de Roma, las fronteras éticas, la raya roja que separa el bien del mal. "Le contaré a don Pierino que me pegas", dice la mujer maltratada al marido borracho. "Si no te tomas la sopa nunca más volverá don Pierino", amenaza la madre al niño desganado. "Don Pierino, don Pierino ¿dónde estás, don Pierino?", susurran los desesperados cuando los arrasan los tifones, los diezman los terremotos y la ventolera, la balasera o la desgracia se lo lleva todo por delante.
El ventero, que tal vez era un sentimental, dejó que su mirada soñadora saliese por la ventana como un pájaro libre y se perdiese en el horizonte patagónico, los músculos de su rostro se distendieron, su boca se convirtió en una amplia sonrisa, hizo con su mano otro garabato en el aire y nos preguntó asombrado:
-¡Qué extraño! ¿Cómo es posible que ustedes, que por su aspecto y por la roña que llevan encima son gentes sencillas que, posiblemente, van de un sitio a otro haciendo de la mendicidad un arte, ignoren quién es el gran hombre, el ilustre prócer, padre y protector de los desdichados de América?
Nos miramos asombrados y ni mi padre supo qué contestarle ni yo quise hacerlo y el buen hombre, cuando abandonábamos la venta, nos gritó desde la puerta al vernos tan desamparados:
-¡Si tienen algún grave problema busquen a don Pierino! ¡Don Pierino es el padre de todos los huérfanos del Continente!
A partir de aquella conversación los datos empezaron a fluir como un río y al poco tiempo sabíamos tanto de él y sus discípulos que tuvimos que ordenar nuestra memoria para que los conocimientos no se atropellasen. Don Felipe IV, mandón y exigente como antaño, me ordenó que tuviese siempre listo el recado de escribir y que al dorso de los folios del manuscrito del Quijote fuese anotando las noticias que recibíamos del misterioso personaje. Yo lo hice puntualmente, pero con cierto desorden y a mi aire y tal vez por eso se mezclaron en el manuscrito las aventuras de don Alonso Quijano, las filosofías de Sancho, los principios morales del bachiller Carrasco, las buenas razones del caballero del verde gabán, las idas y venidas de don Pierino y las amarguras del difunto don Miguel de Cervantes Saavedra que en paz descanse. ∆

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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