Descubrí que tenía una idea muy equivocada de
la gente de la calle. Pensaba que todos eran borrachos, vividores,
drogadictos, pero no, empecé a encontrar a personas con preparación,
personas que habían sido destruidas por una sociedad injusta |
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MAYO 2004
EL SEÑOR DEL MALETIN
POR ELENA G. GOMEZ
A cababa de llegar a estudiar a Madrid.
Tenía mucha ilusión y ganas de empezar una nueva vida pero, a pesar de mi
juventud, no me atraían ni discotecas, ni botellones, y mucho menos pasarme
las tardes sentada en un banco pegada al móvil. Yo quería vivir
experiencias, conocer personas y sobre todo sentirme útil.
Fue a través de mi prima, que ya llevaba muchos años en Madrid, por la que
me enteré de que había un grupo de jóvenes que todas las noches salían a los
barrios para atender a personas que vivían en la calle. La idea me pareció
muy interesante, así que me apunté al grupo, aunque nunca pude imaginar que
aquello que parecía un servicio que yo hacía a los demás, pronto se
convertiría en todo lo contrario, porque me permitió conocer personas muy
interesantes, y entre ellas hubo un personaje especial, el Señor del
Maletín, un hombre silencioso, con una mirada serena e inteligente, con
trato educado y muy reservado.
Me costó mucho tiempo poder entrar en su mundo, puesto que él lo defendía
como lo más valioso que poseía, sobre todo si tenemos en cuenta que no tenía
otra cosa. Lo primero que me llamó la atención es que cuando le daba el
bocadillo siempre lo partía a la mitad. Un día le pregunté que por qué lo
hacía y me dijo que si él sólo necesitaba medio bocadillo para qué tenía que
comer uno entero. El era así, sencillo y lógico. Pasaron unos cuantos meses
y apenas sí conocía nada de él, y mi curiosidad crecía, así que un día,
cuando estaba de vacaciones, decidí acercarme al barrio para ver qué hacía
el hombre del maletín durante el día. Di varias vueltas y no le encontré,
así que pregunté a otro vagabundo y me dijo que lo podía encontrar en las
viejas escuelas. Me dirigí hacia ellas y vi a un grupo de personas sentadas
en las escaleras, les volví a preguntar por el mendigo y me dijeron que
estaba dentro, al fondo del pasillo. Caminé sorprendida de la actividad que
allí había, llegué a la habitación que me habían indicado y me quedé atónita
al ver aparecer ante mí una pequeña y limpia consulta médica, y allí, entre
cajas con medicinas y una vieja camilla en la que estaba tumbado un mendigo,
estaba el Señor del Maletín.
Esperé toda la mañana sentada en un rincón sin decir nada, vi cómo se
desenvolvía y sobre todo el cariño con que trataba a aquella gente. Cuando
se marchó el último de sus pacientes el Señor del Maletín recogió despacio
todas sus cosas, limpió los pocos útiles que tenía y lo guardó todo con
mucho cuidado.
Después se sentó y me invitó a acercarme a su lado. Luego empezó a hablar...
"Ya has descubierto lo que soy. Y me imagino que te preguntarás qué hago
aquí. La respuesta es muy sencilla. La vida algunas veces nos lleva a los
lugares más insospechados. Yo era un médico más, tenía mi trabajo en la
Seguridad Social, acataba las normas y vivía aparentemente bien,
insatisfecho, pero bien. A medida que pasaban los años yo me sentía más
vacío, así que me apunté junto con otros compañeros médicos a una ONG, y
todos los años en mi mes de vacaciones me marchaba a Africa para ayudar.
Aquello servía para acallar un poco el vacío pero no era suficiente.
Sucedió que una noche cuando salí del cine decidí volver a casa dando un
paseo, en el camino me encontré con un hombre que estaba tirado en el suelo.
Lo primero que pensé fue que era un borracho, pero cuando me acerqué a él vi
que no, que sólo era un vagabundo y que estaba en mal estado. Le atendí allí
mismo, luego lo envié al hospital y se salvó. Yo me olvidé de él, pero un
día, cuando regresaba a mi casa, me estaba esperando en el portal. Lo
primero que hizo fue darme las gracias por haberle salvado la vida, luego me
pidió que le acompañara para ver a una mujer que había llegado a su calle,
que estaba muy mal y no tenía dinero para ir al médico. Subí a mi casa, cogí
el maletín y me fui con él. Atendí a aquella mujer, una mujer joven que
había recibido una paliza de su marido y que se había escapado de casa.
Cuando terminé con ella tenía ya una fila de gente esperando para que los
viera. Así empecé a ir todos los días a la calle, les atendía física y
mentalmente, porque muchos no tenían ninguna enfermedad física pero sí
estaban muy dolidos del trato que habían recibido. Descubrí que tenía una
idea muy equivocada de la gente de la calle. Pensaba que todos eran
borrachos, vividores, drogadictos, pero no, empecé a encontrar a personas
con preparación, personas que habían sido destruidas por una sociedad
injusta. Mujeres que habían sido engañadas, utilizadas y luego tiradas a la
calle. Hombres que habían sido saqueados por los bancos que, tras perder su
empleo, se habían quedado con todo. En fin, hombres y mujeres producto de
una sociedad egoísta, una sociedad de la que yo formaba parte. Así, poco a
poco empecé a pasar más tiempo entre ellos, no tanto porque me necesitaran
sino porque era yo el que los necesitaba a ellos, eran ellos con los que
podía dialogar, hablar realmente de mis pensamientos, de mis sentimientos.
Entre ellos volví a descubrir la solidaridad, el compañerismo, y una forma
de vida en la que el hombre no es el enemigo del hombre, donde los
compañeros no te hacen la vida imposible, donde todos forman una sola
familia. Tanto era el tiempo que pasaba con ellos que sin darme cuenta
empecé a ir en contra de mi otra vida, hasta que un día me llegó una carta
del banco donde me daban un plazo para pagar la hipoteca o me dejarían en la
calle. Cuando la leí empecé a reírme, ya era uno de ellos. Lo dejé todo, y
me fui a la calle, a mi nuevo hogar, y cuando cerré la puerta de mi antigua
casa quedó en ella aquel vacío que tenía dentro de mí, en lo que yo llamo mi
otra vida. Ahora vivo lleno, lleno de vida, de aprendizaje, de compañeros,
de historias y de luchas.
Afortunadamente, de mi otra vida me quedan algunos buenos amigos, ellos me
facilitan medicinas y material sanitario e incluso algunos de ellos vienen
de vez en cuando a ayudar y también a ponerme al día de nuevos
descubrimientos. Así, sin querer, me convertí en un médico sin fronteras,
sin falta de irme muy lejos de mi propio hogar".
Cuando terminó de hablar me di cuenta que muchas veces estamos buscando
hacer cosas fuera, en otro país, a otras personas, cuando en nuestra ciudad,
en nuestro barrio, e incluso en nuestra propia casa hay muchas personas que
nos necesitan. Tal vez sea más difícil comprometerse realmente con los que
están cerca y no con unas personas que sólo vemos de vez en cuando. Tal vez
deberíamos empezar por mirar lo cotidiano, lo sencillo, en lugar de buscar
las grandes gestas con las que saciar esa sed de heroicidad que llevamos
dentro, así, quién sabe, a lo mejor encontramos al auténtico héroe que todos
llevamos dentro. ∆ |