Eran ñus que se afanaban en
estudiar, en leer, en aprender; que pensaban y expresaban sus
pensamientos; que se atrevían a discrepar de las decisiones que
formulaban los jefes de la manada. |
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MARZO 2004
EL ÑU DE COLA BLANCA
POR JOSE ROMERO SEGUIN
F ui en tiempos oscuros para mi raza,
un ñu más entre los miles de ñus que componían la manada. Con ella iba y
venía en busca del pasto o de hembras, según fuese el caso. Aquella actitud
de sumisión me disgustaba, o no me llenaba al menos lo suficiente como para
sentirme feliz y reconfortado. Era, por tanto, un ñu triste, que caminaba
por la sabana cabizbajo y contrariado. Sentía la necesidad de ser algo más,
pues observaba que muchos otros ñus, pese a vivir como yo en medio de la
manada, tenían los ojos cuajados de un brillo que les distinguía
mostrándolos dignos y capaces por sí mismos de hacer cosas. Eran ñus que se
afanaban en estudiar, en leer, en aprender; que pensaban y expresaban sus
pensamientos; que se atrevían a discrepar de las decisiones que formulaban
los jefes de la manada. Realizaban actividades artísticas y militaban en
organizaciones de los derechos del ñu. Eran férreos defensores de la
naturaleza. Sus propuestas resultaban invariablemente escandalosas, pero con
el tiempo se revelaban necesarias. Gustaban de debatir entre ellos sobre lo
divino y lo ñu, formular teorías y contrastar opiniones. Rehuían todo afán
de poder, no imponían sus ideas, odiaban el fanatismo y abominaban de
nuestros dioses, arguyendo que el problema del ñu no es dios sino el ñu, y
que el dogma asfixia como el peor de los tiranos la capacidad de pensar.
Eran descreídos e íntimamente libertarios, los odiaban por ello unos y los
admiran otros. Respetar lo que se dice respetar, la verdad es que no lo
hacíamos nadie, porque a la hora de la verdad preferíamos correr ciegos
detrás de los que mandaban antes que abrir los ojos y correr en conciencia y
con responsabilidad.
Yo quería ser como ellos, pero me aburría leer, me molestaba estudiar y no
sentía necesidad de aprender oficio o practicar disciplina artística alguna.
Tampoco deseaba pensar, pues entendía que por hacerlo mínimamente me
encontraba en esa situación de continua y constante insatisfacción que me
impedía disfrutar de la vida llenándome de rabia, tanto que a menudo sentía
deseos de hacer algo que me permitiese ser como ellos sin esfuerzo y sin
discusión.
Hubo un momento en que fue tanto el desencanto que no me acercaba a oír ni a
los que pensaban ni a los que embestían, pero un día, presté oído a uno de
los jefes de la manada, en el momento en que se dirigía a la multitud
diciendo: "Nosotros no somos unos ñus cualquiera, nosotros somos ñus, sí,
pero de cola blanca, ése es nuestro hecho diferencial, lo que nos confiere
la singularidad que nos roba el grupo. Y estos territorios de pasto son y
han sido desde siempre nuestra patria, nos pertenecen por herencia de
nuestros padres, los que a su vez los heredaron de los suyos. Y hoy vemos
que otras manadas de ñus, casi en su mayoría taurinos, se han adueñado de
ellos, pastan con toda impunidad robándonos no sólo el pan nuestro y el de
nuestros hijos, sino el futuro. Se mezclan con nosotros, deciden como
nosotros sobre cuestiones que a ellos no les atañen, algunos que llegaron
hasta aquí como sirvientes se han convertido en amos. Desnaturalizan con su
lengua nuestra lengua, con sus costumbres las nuestras, y diluyen en su
cobarde sangre nuestra generosa y poderosa sangre. Y esto que os digo no es
algo que yo haya inventado, sino que es algo que todos vosotros conocéis.
Debemos hermanos reclamar la oficialidad de nuestra lengua, debemos exigir
nuestro irrenunciable derecho a gobernarnos conforme a nuestras costumbres y
creencias, rechazando las que no hacen sino desnaturalizar la nuestra,
cercar nuestros territorios de pasto impidiendo a quienes no demuestren que
son hermanos de sangre el pastar y vivir sobre ellos".
Lo oía como ya dije, sin demasiado interés, pero a medida que iba hablando,
sentía que en mi interior algo comenzaba a saciar esa íntima necesidad de
ser distinto, y es que era cierto, yo, no había duda, era un ñu como
cualquiera de los otros, pero tenía una hermosa cola blanca, lo que me hacía
distinto, sabía hablar en una lengua que nada tenía que ver con la de los
demás, aunque la que utilizábamos habitualmente era común a todos. Y no sólo
eso, la llanura donde había nacido era la misma donde habían nacido mis
padres y los padres de sus padres, y era, por tanto, mía, y yo su dueño y
señor. Me sentí necio, tenía lo que buscaba tan cerca de mí y no había sido
capaz de verlo, pese a que infinidad de ocasiones grité en mi lengua,
espanté las moscas con mi blanca cola y alargué la mirada sobre la inmensa
pradera. Pero ahora que lo sabía no iba a permitir que nadie me humillara
con su sapiencia, con su aire de ciudadano del mundo, con su ideario de
igualdad entre las razas, con su manía de hablar siempre en plural, con su
desfachatez de saciar el hambre con la hierba y el agua de esta pradera que
era mía y de los míos. No, no estaba dispuesto a seguir viviendo humillado y
resignado a la masa entre la masa, ahora me reconocía distinto y pleno, me
sentí tan feliz que grité, muerte al extranjero. Mi grito se multiplicó en
la boca de los miles de ñus de cola blanca que escuchaban atentos al orador,
y fue así como dio comienzo la era de las razas y la fe de las patrias. ∆ |