Con la representación teatral doña
Inocencia rejuvenecía y adquiría un nuevo aire, su sonrisa se hacía luminosa
y se convertía en una criatura que desbordaba simpatía y candor |
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DICIEMBRE 2004
CAPITULO XXXIV
- JUICIO Y EJECUCION DE LA QUIJANA
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
D oña Inocencia, la mujer más gorda del
mundo, se superaba a sí misma al hacer el papel del dominico Fructuoso
Carrasco Bustamante, el odioso muñidor de la trama y el acusador en el
tribunal de la Inquisición de la Quijana y sus secuaces. Doña Inocencia era
una mujer absolutamente estática hasta que se ponía en marcha el gran
espectáculo del Día de la Expiación. Con la representación teatral doña
Inocencia rejuvenecía y adquiría un nuevo aire, su sonrisa se hacía luminosa
y se convertía en una criatura que desbordaba simpatía y candor; como la
pobre había rebasado el umbral de la obesidad imaginable -el cartel
anunciador aseguraba que excedía de los trescientos kilos pero en realidad
sólo pesaba unos doscientos ochenta- se pasaba el día sentada en su butaca
reforzada, oteando el infinito y aguantando estoicamente las miradas
insultantes del público y sus palabras a veces poco delicadas y casi siempre
extremadamente groseras: ¡Qué barbaridad! ¡Mira qué gorda! ¡Qué monstruo!
¡Es una bola de sebo! Doña Inocencia brillaba el día de la gran
representación y lo hacía por sus dotes de actriz y por su voz firme e
impostada. Salía a escena cubierta por una capa de raso y se tocaba con un
gorro estrafalario que ella misma se había confeccionado y que en nada se
parecía al que llevaba el día del proceso el verdadero don Fructuoso. La
celebrada actriz se daba un paseíto por el escenario, saludaba a sus
admiradores, sonreía y señalaba a doña Alonsita y a las treinta y siete
mujerucas que a su lado temblaban de pavor:
-Señoras y señores: estos perversos seres humanos que ven aquí son la hez de
la sociedad madrileña, lo peor de la villa y corte. Son mujeres livianas,
pervertidas, tentadoras e inmorales y, sobre todo, son diabólicas porque
todas han yacido con el perverso Belcebú y volado con él hasta su guarida
fétida donde tienen lugar los aquelarres más impíos y donde se atenta contra
la inocencia de los ángeles custodios y de otras criaturas celestiales.
Después del discursito salía yo y acusaba, señalaba, testificaba y mentía.
Hablaba de las visitas de Satanás, de las misas negras, de los asesinatos de
niños inocentes y de la sangre derramada. Desde la grada notaba las miradas
de estupor de mis amigos los poetas y también el temor y la repulsión que en
aquellos momentos les inspiraba mi persona. Me había convertido en un arma
mortal, en una daga manejada por el viento que hería a la buena de Dios, en
una navaja que podía matar a cualquiera que se pusiese por delante. Sentía,
al pronunciar mi discurso, el vértigo de los testigos falsos y el poder de
los perjuros sin dignidad. Me invadía la fría imparcialidad de la bala de
mosquete, la indiferencia del puñal. Podía, con tan sólo señalar la jeta de
un inocente, involucrarlo en el proceso y que los inquisidores lo enviasen
al más allá. Don Miguel, no obstante, no disimulaba su desprecio y me miraba
con altanería y un poco de tristeza al comprobar en qué me había convertido
el destino.
El proceso fue corto y la sentencia la esperada. Las treinta y ocho mujeres
se declararon culpables y pidieron al tribunal morir en la hoguera. Lo
pidieron a gritos, dando alaridos, rogando una sentencia rápida y una
ejecución inmediata. Su aspecto era pavoroso y, para reconocerlas, era
preciso haber convivido con ellas durante años y saber de sus gestos, de sus
ademanes cotidianos. La tortura las había convertido en pingajos con los
miembros quebrados, caras y espaldas laceradas, el vello arrancado, sin
uñas, desdentadas, cubiertas por hábitos de estameña y tocadas ya con unos
cucuruchos infamantes. El tribunal les concedió lo que solicitaban y las
condenó a morir en la hoguera. Doña Mariflor, que hacía de Inquisidor Real,
leía la sentencia y el numeroso público de las aldeas venezolanas,
argentinas o peruanas exclamaba. ¡Qué vergüenza! ¡Muera el rey de España!
¡Abajo la Inquisición! Pero en Madrid, el día de autos, todos guardamos un
temeroso silencio cuando don Faustino Gutiérrez, con voz mesurada, detalló
la condena y el lugar y la fecha de la ejecución. Observé la reacción de mi
señor don Francisco de Quevedo y vi como se crispaba su puño cuando se
pronunció el nombre de Bibianita; Cervantes, desolado, se echó las manos a
la cabeza y Lope, Góngora y Velázquez se miraron con semblante serio y
preocupado. Habían pasado dos meses desde la detención de la Quijana y el
desaliño se había adueñado de la indumentaria de mis padres adoptivos y aún
se notaba en sus figuras los estragos de la brutal paliza, la miseria
comenzaba a invadirles de forma irremediable en capas, sombreros, calzones y
golas, el hambre les cercaba y les enseñaba su perfil más ingrato; pude
darme cuenta de que las botas de Lope y los zapatos de todos los demás
estaban sucios y medio rotos y desde lejos, si no fuera por la dignidad y
nobleza de sus figuras, la distinción que mostraban al ponerse el sombrero y
la finura al atusarse el bigote, no se distinguirían de los miserables de la
salmodia pedigüeña que mendigaban un mendrugo de pan a la puerta de las
iglesias.
Las hogueras se formaron en la Plaza Mayor y toda la ciudad de Madrid acudió
a ver el espectáculo con una alegría bulliciosa; cerraron tiendas y tabernas
y la actividad comercial y burocrática se quedó en suspenso; nunca se había
visto en la ciudad una concentración de gente tan numerosa; la muchedumbre
iba al lugar de la ejecución entonando canciones, satisfecha; acudía a la
plaza como si en lugar del asesinato de unas desdichadas mujeres se fuese a
decapitar a un tirano, matar a un ministro o cortarle la cabeza a un rey. En
aquel momento, sor Margarita, yo, que era sólo un aprendiz de pervertido, me
dije a mí mismo que nunca formaría parte de las muchedumbres y las odié por
su alegría insensata, por su falta de carácter y de objetivos. "Estoy solo",
me dije y si hubiese estado en mi mano los habría pasado a todos a cuchillo
por miserables.
Doña Alonsita y sus pupilas llegaron en carros desvencijados y la multitud
las insultó con improperios nuevos, inventados entonces para ellas y que se
siguen diciendo ahora para ofender al prójimo, que se emplean cuando se ha
llegado al límite del lenguaje y no se sabe qué decir para herir, ni qué
crueldades emplear para agredirse. Desde balcones y ventanas les arrojaban
inmundicias y escupitajos y se ensayaron con éxito humillaciones inéditas y
vejaciones desconocidas hasta entonces. Los verdugos las llevaron a rastras
hasta las piras y las ataron a los troncos cubiertos de pez. Don Faustino
Gutiérrez, al pie de las hogueras, leía las sentencias y le decía al pueblo
de Madrid el porqué de las ejecuciones. Era sólo un murmullo pero la gente
pasaba las razones del inquisidor de unos a otros como una ola: "Dicen que
las matan por putas". "Les dan matarile por brujas". "¡Las apiolan porque lo
manda el de Olivares!". "¡Felipe se ha vuelto santo y despide a su querida!"
Cuando los verdugos aplicaron las hachas a la leña seca la multitud
enmudeció y todos fijamos los ojos en las víctimas. Fue doña Alonsita la que
comenzó a decir las razones que había callado hasta entonces, pero pronto el
resto de las mujeres comenzó la ristra de nombres, la letanía de
responsables. En diez minutos las treinta y ocho mujeres repasaron la
Historia de España y detallaron a la ciudadanía madrileña los vicios de
alcoba de obispos, magistrados, nobles, ministros, inquisidores y miembros
de la realeza que habían pasado por la casa de la Quijana y habían holgado
con sus pupilas durante los últimos cuarenta años. Fue una crónica oral que
puso al descubierto la intimidad de lo más granado de la sociedad de la
época. Allí nadie se fue de rositas y las coimas antes de marcharse al otro
mundo vaciaron en público, dando voces y alaridos, la bolsa de sus secretos.
Los madrileños se enteraron de que don Faustino tenía una pirola diminuta y
que era rarito en la cama, que don Fructuoso prefería yacer con jorobadas e
impedidas que con hembras de tronío, que Felipe IV defecaba encima de la
cama en la que había hecho el amor, que el Conde Duque de Olivares era
impotente y otras lindezas semejantes. En diez minutos se desvelaron los
secretos de alcoba mejor guardados del Imperio y el pueblo llano se enteró
de los entresijos de la crónica galante y de las miserias de las gentes
principales. Yo escuchaba atentamente y no reconocí la voz que, entre todas
las voces, sonó como desmayada y un tanto lánguida, pero que el público
repitió como un eco y que circuló, como el resto de los mensajes, por las
calles y plazas de Madrid: "Manolito, desdichado bufón, ¿por qué lo has
hecho?" Me quedé estupefacto e, incluso, creo que me ruboricé. La ambigüedad
de la frase implicaba curiosidad en lugar de odio y al describirme como "un
bufón desdichado", me exoneraba en cierto modo de un crimen nefando por mi
cualidad de irresponsable, de menor de edad, de criatura frívola más cercana
al juguete o al perrillo faldero que al ser humano; me dolió entonces y me
duele todavía aquel perdón que se me concedió por la manquedad de mi esencia
bufonesca; la frase, me dije a mí mismo el resto de mi vida, no implica
deseo de herir; no me llamaron: "miserable enano" para vengarse de un
traidor, no; renunciaron al insulto y al rencor y me hicieron el obsequio de
su caridad, no se ensuciaron con mi odio ni se degradaron con el suyo. ¿Me
perdonaron mis amigas antes de morir abrasadas y comprendieron que los
bufones no somos dueños de nuestro destino porque los hombres a los que
hacemos reír nos hurtan el libre albedrío?
La representación del Día de la Expiación duraba cuatro horas y todos los
actores terminábamos exhaustos y sudorosos. Aunque la realidad había sido
más cruda, don Pierino, que para eso era el director de escena, introdujo
pequeñas modificaciones para aligerar el texto y hacer más dinámica la
representación. Eliminó, para no soliviantar a las masas y por consejo de
las autoridades municipales, las acusaciones de las ejecutadas y las
sustituyó por frases teatrales y algo más neutras y de un claro contenido
moral: "¡Adiós mundo cruel! ¡Perdono a mis enemigos y me reconcilio con el
Altísimo! ¡Vuelvo al seno de la santa madre iglesia! ¡Reniego de mi
condición de bruja y renuncio a Satanás y a sus pompas y vanidades!
Cada vez que hacíamos aquella función yo me acercaba a mi padre y le
preguntaba: ¿Te acuerdas? Él movía la cabeza y respondía siempre lo mismo:
¡Fue una locura vender a Jesusita! ∆ |