El resto del año ya no seré Velázquez a secas, sino
Velázquez el de la venezolana. Hasta el verano que viene. Quizá no me creen.
Tampoco se atreven a ponerlo en duda. ¿Acaso yo desconfío de su juerga en
Torremolinos? ¿Acaso les digo que el mismo jolgorio lo hay en las fiestas de
mi pueblo? |
|
AGOSTO 2004
AGOSTO ES AGOSTO
POR CAROLINA FERNANDEZ
D ejé mi maleta en el suelo y pulsé el
botón del ascensor, esperando en cualquier momento escuchar una voz rasposa
aparecida de la nada que me susurraría cerca del cogote...
-Buenas tardes, señor Velázquez, ¿ya está de vuelta?
Resulta evidente que estoy de vuelta, imbécil.
Es lo que pienso, pero evidentemente no se lo digo. Normalmente le contesto
con un monosílabo. Sólo a veces me vuelvo a mirar, y me sorprendo al
comprobar que realmente no me está echando el aliento en la nuca, sino que
sólo asoma medio cuerpo desde su garita de portero.
-Sí, ya ve, lo bueno se acaba pronto -respondí con una media sonrisa que
procuraba resultar algo misteriosa, pero que reflejada en el espejo del
portal me pareció más bien boba. El ascensor tardaba una eternidad. Me vi
obligado a continuar.
-El Caribe es un paraíso, en todos los sentidos, ya me entiende...
Llega el ascensor, gracias al cielo. Me sumergí rápido en la reconfortante
intimidad de ese metro cuadrado. Apoyé la cabeza mientras miraba
distraídamente cómo se iluminaban, uno a uno, los pisos. Primero...
Segundo... Tercero... La rutina tiene cierto efecto analgésico. Octavo... y
noveno. La casa estaba oscura. Mi madre siempre baja las persianas. Yo
siempre le pido que no lo haga, por lo de los ladrones. Pero ella se empeña
en que las casas hay que conservarlas frescas. Dios santo, qué pesada.
También ha regado las plantas, y eso que le he dicho mil veces que no quiero
que se ocupe de eso. Reconozco que siento cierto placer cuando, al regreso
de unas vacaciones aciagas, me encuentro a los ficus moribundos, la palmera
agonizante y los geranios abrasados, como si hubiese caído en el balcón una
bomba nuclear. Es más, me fastidia que los cactus permanezcan inmutables: no
ceden ni un milímetro ni pierden sus redondeces. Qué falta de consideración.
El contestador automático recoge retales de la vida que no he vivido durante
este mes. Mi madre pretende contarme todo lo que ha hecho en casa en mi
ausencia y todo lo que le ha quedado por hacer. Cuando empieza a relatarme
una por una todas las cosas que voy a encontrar dentro de la nevera, el
contestador pita oportunamente e indica el final de tiempo reglamentario. Me
entero no obstante de que hoy ceno "jamón serra..." a medio pronunciar. Mi
ex mujer: que recuerde que en septiembre hay que comprar los libros de las
niñas y los uniformes del colegio; que si no hablamos de la ortodoncia
mañana mismo la cría va a acabar abriendo las puertas con los dientes; que
en cuanto aterrice me pasa los gastos de los campamentos de verano, tal y
como quedamos. "Y por cierto ¿qué tal las vacaciones? Aburridas, supongo.
Siempre has sido un muermo, cielo". Gracias, cariño, yo también te quiero.
Un par de colegas me dejan un mensaje a dúo, desde Torremolinos y con
evidentes muestras de exceso etílico. Quieren dejar constancia en mi
contestador de lo bien que se lo están montando con unas italianas que, se
supone, son las que arman el jolgorio que se oye de fondo, entre la música y
el jaleo de bar. Me dicen que soy un gilipollas y un amargado por no estar
allí, pasándomelo lo bien que tengo que suponer que se lo están pasando
ellos. Apago el contestador, no sea que algún perturbado más se haya querido
comunicar conmigo en estos días.
Me tumbo en el sofá, con el salón ya en penumbra, y repaso la historia que
voy a contar mañana, al llegar a la oficina. Diré que la conocí en un
chiringuito de la playa. Venezolana y deslumbrante. Piel morena. Entrada en
carnes pero proporcionada, tetas descomunales, unas piernas como dos
avenidas que acababan en un trasero-rotonda de angelote caribeño, y una
gracia natural para moverse a ritmo de salsa. Me detengo un poco en la
descripción física. Quiero grabar la imagen. Es fundamental. Me pedirán
detalles. Un desliz y mi credibilidad se iría a la mierda en un segundo. No
quiero ni pensarlo.
Continúo. El mes se resume rápido. Me lo pasé entre días de arena blanca y
cocoteros de anuncio publicitario y noches de salsa y sudor. Siempre lo
mismo. Unos cuantos aspavientos, algún guiño, unos silencios en el momento
oportuno, y el interlocutor reconstruye el resto de la historia. No hace
falta contar más. Los detalles quedan a cargo de su imaginación. Uno tiene
que guardarse en el bolsillo ciertas cosas. La intimidad es la intimidad.
Es necesario hacerlo así. De esta forma, el resto del año ya no seré
Velázquez a secas, sino Velázquez el de la venezolana. Hasta el verano que
viene. Quizá no me creen. Tampoco se atreven a ponerlo en duda. ¿Acaso yo
desconfío de su juerga en Torremolinos? ¿Acaso les digo que el mismo
jolgorio lo hay en las fiestas de mi pueblo? Nunca he contado que en
realidad he estado todo el mes a treinta kilómetros de mi lugar de trabajo;
que hay un pueblo donde una viuda, que resulta ser una mujer encantadora, me
alquila una habitación por cuatro duros; que me he pasado el mes pescando y
dando paseos por el campo, para sacarme de encima once meses de sobredosis
urbana; que los tomates del hiper no son tomates, sino engendros de la
civilización; que no hay como tomarse un vino fresco al caer la tarde con
unos viejos que saben más que dios y el diablo juntos.
Mañana, 1 de septiembre, en cuanto ponga un pie en la moqueta del recinto
laboral, a las ocho en punto, ¡plaf!, sentiré la primera palmada en la
espalda: "¡Coño, Velázquez, dichosos los ojos!" Y al oído, con aire
confidencial: "Creo que te lo has pasado de infarto, joputa, ya me
contarás..."
Pues, sí, mira, a lo mejor le cuento... ∆ |