Creemos que debes tener más participación en
esta casa. A partir de ahora todas las semanas votarás por quien quieras, y
esa semana el votado tomará las decisiones. Puedes votarme a mí o a mi
amigo. Sería conveniente que nos tocase una vez a uno y otra vez a otro. La
alternancia es positiva, sanea el sistema. |
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ABRIL 2004
PARASITOS
POR CAROLINA FERNANDEZ
H allábame yo tranquilamente sentado en
el sofá de mi casa, viendo la peli del sábado por la noche, cuando, oh
sorpresa, entraron en mi casa dos individuos de traje, corbata y gafas
oscuras, y tomaron asiento uno a la diestra y otro a la siniestra. No puedo
decir que se sentaran a mi lado, porque no hubo un solo gesto que me
indicase que hubiesen advertido mi presencia. Los observé con el rabillo del
ojo, esperando algún movimiento, cualquier cosa que me hiciese comprender
las intenciones de tan inesperada visita. Pasados pocos minutos, hundido ya
en el sofá y con la respiración contenida, me decidí a toser levemente para
que se percatasen de mí, pero el carraspeo no les arrancó un solo movimiento
facial. Del fondo de mi garganta salió un forzadísimo "¿qué quieren?",
cargado de dudas. Miraron alrededor, como quien está súbitamente incomodado
por el vuelo de una mosca. "¿Has oído algo?", preguntó uno. "¿Quieres
palomitas?", respondió el otro. La tele ya había perdido todo el interés
para mí, pero se ve que no para ellos, pues llegada la pausa de la
publicidad me arrancaron el mando a distancia de la mano y se pusieron a
hacer un zapping despreocupado. Me enfadé cuando uno de ellos puso los pies
encima de la mesa, qué coño, es una mesa de madera maciza, recién comprada.
Les pedí por favor un poco de educación en casa ajena. A uno de ellos le
arranqué una mirada, aunque fuese de desprecio. De un manotazo les eché los
pies abajo y me respondieron con un revés en la cara que me lanzó fuera del
sofá. "¿Has visto? -dijeron-, un indígena". Un indígena viendo la tele en el
salón de su casa.
A partir de ese momento se sucedieron los acontecimientos. Asaltaron la
nevera. Trajeron a sus amigos a ver partidos, se bebieron mis cervezas y se
comieron mis cacahuetes. Además, vendieron algunos muebles y pequeños
objetos de valor material y sentimental. Por supuesto, ni rastro de esos
dineros. Les molestaba mi perro, que desde el principio estaba incómodo con
extraños en casa, así que lo "desaparecieron". Se acostaron en mi cama y
tomaron por asalto el cuarto de baño, al que yo ya jamás tendría acceso.
Empecé a alimentarme de las sobras que quedaban en el salón, después de una
tarde de fútbol, porque a la nevera no podía acercarme más que en la
oscuridad, cuando todos dormían, a ratonear un poco de comida. Me cogieron.
"¿Te lo puedes creer?", dijo uno. "¿Cómo se atreve?", dijo el otro. Y entre
los dos me sacaron fuera de casa, y me dijeron que ése era a partir de
entonces territorio privado, y la entrada estaba prohibida para los ladrones
como yo. Si quería volver a tener un techo sobre mi cabeza, debería aceptar
sus nuevas normas de vida, asumir mi condición de ser de segunda categoría,
con menos necesidad de alimento, menos necesidad de medicamentos, menos
necesidad de ropa para protegerme de la intemperie. Y trabajar para ganarme
el sustento, por supuesto, además de tratar bien a los invitados y
básicamente no incordiar ni crear problemas. No me pregunten cómo ha
sucedido, pero la realidad es que ahora les debo dinero. Para poder comer
algo más que los restos, tuve que entregar a cambio todo lo que tenía en
propiedad, que no era mucho, dado que todo se lo habían quedado al entrar en
la casa. Mis escasas pertenencias se reducían a lo que llevaba encima: un
reloj corriente, un par de zapatos, una camisa, que en los últimos tiempos
tuve que hipotecar. Como no estaba dispuesto a quedarme en paños menores a
cambio de un bocadillo de mortadela, tuve que pedirles que me adelantaran
algo a cambio de mi trabajo en casa. Eso me tiene aquí retenido y a su
disposición, trabajando para comer mañana y endeudado para pagar lo ya
comido.
Con el paso de los días fui estudiando la situación y descubriendo sus
debilidades. Cuando más confiados estaban quemaba unos neumáticos en el
pasillo, para impedirles la entrada al salón, pero enseguida llamaban a
otros, que entraban con paso marcial y me encerraban unos días en la leñera,
hasta que se me calmaran los ánimos. Pero no se me calmaban, es más, la
hartura alcanzó niveles que yo hasta entonces ni contemplaba. Decidí que hay
vidas que no son vivir, y que no me importaba jugarme la piel en el intento
de volver a poner las cosas en su sitio. Me dispuse pues, y me entregué en
cuerpo y alma a la noble tarea de hacerles la vida imposible en todo cuanto
estuviera en mi mano, sin importar los riesgos. Cualquier cosa antes que
esta esclavitud.
Creo que adivinaron que las cosas se iban a poner algo más difíciles, porque
el otro día me llamaron para establecer unas conversaciones bilaterales:
"Creemos que debes tener más participación en esta casa. A partir de ahora
todas las semanas votarás por quien quieras, y esa semana el votado tomará
las decisiones. Puedes votarme a mí o a mi amigo. Sería conveniente que nos
tocase una vez a uno y otra vez a otro. La alternancia es positiva, sanea el
sistema", dijo. Y dándome una palmada en la espalda, extrañamente amable, me
dijo con tono holliwoodiense: "Bienvenido a la democracia, amigo".
Reflexioné sobre ello, y esperé con bastante escepticismo a ver los
resultados. Pero en seguida surgió un problema. Como siempre el votado
obtenía la mayoría absoluta (lógicamente porque yo era el 100% del
electorado), hacía lo que le daba la gana sin cortapisas, alegando encima
que sólo cumplía con mi voluntad, dado que le había votado. Viendo que mi
capacidad de decisión no mejoraba en absoluto, pedí más participación. Se
llevaron las manos a la cabeza y me echaron en cara que cuestionase el
sistema, que era perfecto en sí mismo porque era democrático. No entiendo,
dije. No hay nada que entender, me dijeron. Así es y así está bien.
Finalmente he comprobado que no como mejor, que me sigo curando los catarros
con manzanillas, y que paso frío por las noches porque la manta no me llega
a los pies. Como no veo el fin de este embrollo, me he visto obligado a
retomar mi particular resistencia para no volverme loco, de modo que he
comenzado a tirarles piedras cuando pasan por el hueco de la escalera, y les
pongo la zancadilla cuando puedo, a ver si en una de esas hay suerte, se
rompen la crisma y me dejan vivir. Últimamente me dicen que soy intratable,
que no tengo capacidad de diálogo, que me he vuelto demasiado radical.
¿Radical? Todas las mañanas me levanto con un único pensamiento, que me
alimenta, que me sostiene, que me da esperanza:
Que se vayan. Como sea. Ya.
¿Qué hay tan difícil de entender? ∆ |