La familia no la conforma
el sexo ni la sexualidad de sus miembros, sino el compromiso de amor y
solidaria atención que adquiera y desarrolle en su seno. |
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ABRIL 2004
ADOPTAMOS LA HIPOCRESIA
POR JOSE ROMERO SEGUIN
P one alguien en duda la capacidad de
un individuo homosexual para dar cariño, para ser responsable y capaz de
afrontar los retos que la vida le impone, entiendo que salvo terribles
excepciones de declarada homofobia nadie cuestiona esa capacidad, luego por
qué preguntarse si pueden o no pueden adoptar niños. Es de sentido común que
no deberían hallar otras trabas o condicionantes que aquellas que en
prevención y protección de los derechos del menor se adopten respecto a una
pareja heterosexual.
Los niños se mueren de hambre, de abandono y desafecto, esa es la auténtica
lacra, y, sin embargo, todos lo entendemos como inevitable. Y cualquiera de
esos niños hambrientos y abandonados que en algunos casos son cazados como
animales, o prostituidos física, psíquica y espiritualmente, estarían
encantados de contar con unos padres proveedores del cariño y la atención
que demandan, unos padres que, independientemente de su orientación sexual,
le ofreciesen eso que se les niega sin derecho alguno y que supone la mayor
y más terrible de las injusticias que hoy por hoy se comenten en el mundo.
Niños de la guerra, niños de la calle, niños de la prostitución, niños de la
delincuencia, niños abandonados, niños explotados, niños de la desnutrición,
niños del SIDA, niños esclavizados por la droga, niños repudiados por
razones de género, niños víctimas de todos los desmanes que asolan el mundo.
Y ante esa terrible y cotidiana noticia, paradójica e hipócritamente la
discusión se plantea en el sano, progresista y solidario territorio
occidental, en torno a la disyuntiva moral de si pueden o no pueden ser
adoptados por aquellas personas que al margen de su sexualidad no tienen
otro afán que el de brindarles la oportunidad de vivir en unas condiciones
dignas.
La problemática reside hoy descarnada y brutal en las necesidades no
atendidas de unos frente a los otros. Hoy por hoy lo que hace falta son
personas dispuestas a comprometerse en tan difícil tarea, por lo tanto,
¿cuál es el problema?, ¿Qué moral o ética se ofende permitiendo al mayor
número de personas en disposición de ayudar a que lo hagan?, ¿a qué viene
esta inexplicable contradicción, esta absurda y retrógrada prevención? Yo no
la entiendo, la entendería si lo que estuviese en discusión fuese el derecho
del menor a no ser tratado como un complemento o suplemento de nuestras
vidas, es decir, a ser concebido o adoptado con el único fin de resolver las
necesidades afectivas de una pareja del signo que sea.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que, perdida en el hombre la
instintiva necesidad biológica de perpetuar sus genes a través de la
satisfacción de esta necesidad por otras vías, se debe atender a la cuestión
ética y moral de la mera corresponsabilidad social en el mantenimiento de la
especie, es decir, que hay tener hijos para perpetuarla. Pero lo cierto, es
que como ya he dicho, la cuestión a día de hoy no va tan lejos sino que se
orienta dentro del estricto ámbito de la más acuciante necesidad. Secuela
lógica de un mundo donde las desigualdades son tan brutales que mientras
unos discuten sobre el sexo de los ángeles, otros se mueren literalmente de
hambre, y tienen que elegir entre ellos y sus hijos, unos hijos que sin
ellos no son por otro lado nada, y a los han de dar o simplemente dejar
morir. Nada de esto tenía que ocurrir, pero ocurre, y como ocurre tenemos la
obligación moral de sentar las bases para la construcción de un mundo más
justo, en el que nadie tenga que dejar a su hijo abandonado a su suerte, en
el que todos tengamos la posibilidad de elegir entre tenerlos o no, y que
una vez se tienen podamos atenderlos tal como se merecen. Pero mientras
tanto, dejemos de discutir si son galgos o podencos, porque son niños, niños
que se mueren a millares todos los días, niños que como nosotros reclaman
una caricia y un trozo de pan de la mano de alguien que busque en ellos algo
más que la terrible coartada de un negocio.
La familia no la conforma el sexo ni la sexualidad de sus miembros, sino el
compromiso de amor y solidaria atención que adquiera y desarrolle en su
seno. Nadie de nosotros recuerda de sus padres su actividad sexual, algo que
lógicamente quedaba en el ámbito de su intimidad personal, y sí, el cariño y
los cuidados recibidos, sí su ejemplo. Lo demás, y muy especialmente el rol
sociolaboral es indiferente, ya que por lo general es ajeno a la propia
voluntad de esos padres que en muchos casos no tuvieron la oportunidad de
elegir, influidos por una educación sexista y en orden a atender unas
necesidades determinadas.
Hoy, que caminamos hacia una sana y necesaria aceptación y legalización de
las parejas homosexuales, y que esta situación va camino de normalizarse
definitivamente, la cuestión en debate se ha de reducir a lo que realmente
importa, la relación humana que con cada uno de ellos y con ambos a la vez
tenga ese hijo. ∆ |