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CONTRAPUNTO

 

Quien pierde el control en un tramo de circulación lenta bien lo puede perder ante un plato de sopa fría, una disputa de aparcamiento, un rifirrafe con un compañero de trabajo, una bronca con los niños...

SEPTIEMBRE  2003

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EL PRECIO DE LA CARRETERA
POR CAROLINA FERNANDEZ

Terminado el verano, tenemos que hacer caja y enfrentarnos con el saldo de todos los años: el de los muertos en la carretera, los que se quedaron clavados en una curva por un despiste propio o ajeno, los que no volvieron de las vacaciones, los que se quedaron a pocos kilómetros de su lugar de destino.
Ya sabemos que la carretera no perdona errores. Hay una oportunidad para hacerlo bien, para tomar la curva a la velocidad adecuada, para calcular correctamente el adelantamiento. A veces, la generosidad del destino salva situaciones insalvables y hace que no terminen en tragedia, pero ¿quién quiere ponerse en manos del destino?
En la carretera todos somos potenciales homicidas. Todos llevamos una máquina entre las manos con la que podemos causar un daño irreparable. En un segundo se puede cambiar o cortar la vida de muchas personas. Y nunca hay vuelta atrás. Es algo sobre lo que no se hace mucho hincapié en las autoescuelas.
Ponerse al volante de un coche implica entrar en un juego de precisión y aceptar sus normas. Todo tiene que funcionar perfectamente, como el mecanismo de un reloj. Cientos, miles de personas con sus respectivas máquinas, combinando sus movimientos, bailando armónicamente en el asfalto, estableciendo un frágil equilibrio para evitar que ninguna pieza se cruce en el camino de la otra. Cada vez que nos ponemos en ruta cruzamos nuestro destino con el de cientos de personas desconocidas. Cada una de ellas tiene su propio mundo, sus pensamientos, sus problemas, y conduce pendiente de otras cosas: una conversación, una canción en la radio, una discusión reciente... Son universos distintos que tienen que moverse rápido y sin rozarse. Nuestra vida depende en muchos momentos de la concentración, de los reflejos, de la capacidad de reacción, de que el otro pare cuando nosotros arrancamos, de que nada falle en el vehículo que viene enfrente ni en el nuestro propio. A veces parece milagroso que no ocurra nada, y que finalmente lleguemos a casa enteros y con todo en su sitio.
Ya hay riesgo suficiente, para que, encima, de vez en cuando tengamos que cruzarnos con algún especimen que no quiere bailar con los demás, sino marcar su propio ritmo a costa de lo que sea, incluyendo su propia vida y la de los de enfrente si se tercia. No son conductores temerarios, sino asesinos en potencia, que con un volante entre las manos ven pintada la ocasión de dejar libres todos los demonios y dejarse dominar por lo más bajo. Me refiero a ese imbécil, por ejemplo, que se impacienta en un tramo de circulación lenta, y que invade el carril contrario para saltarse una línea continua y cinco coches de un plumazo, en una curva con visibilidad nula. Ese imbécil, digo, no es un conductor imprudente, ni temerario, sino sencillamente un tarado al que no le molesta contemplar la posibilidad de matar. Los que lo observamos, por fin dejamos escapar el aire después de haber estado conteniendo la respiración unos segundos eternos. A veces no puedo evitar preguntarme ¿cómo será ese individuo en su casa? ¿Habrá alguien que se le ponga delante y le pare los pies cuando se salte las líneas continuas en su vida cotidiana? ¿Cómo tratará a su gente? ¿Qué valores podrá inculcar a sus hijos? ¿Será el germen de nuevas generaciones de imbéciles que nos van a seguir jodiendo los viajes a los que preferimos llegar un poco más tarde antes que no llegar? ¿Lo veremos en las noticias, algún día, protagonizando un crimen pasional, una reyerta de vecinos, será uno de esos energúmenos que le saltan los dientes a su señora de un guantazo si le pone la cena a deshora? Quien pierde el control en un tramo de circulación lenta bien lo puede perder ante un plato de sopa fría, una disputa de aparcamiento, un rifirrafe con un compañero de trabajo, una bronca con los niños... Para estos casos surge la tentación de instalar una guillotina en la plaza del pueblo, pero como ya nos vamos civilizando, al menos queda endurecer el castigo. Una retirada de carné no es suficiente. Una buena temporada a la sombra empieza a parecer algo más razonable. Si la justicia es capaz de encerrar a un pobre diablo durante tres años por robar un décimo de lotería, ¿qué debería hacer con estos ejemplares?
Como poco desear que, si se han de matar, que se maten solos.
A los demás que nos dejen circular en paz. ∆

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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