Hoy, para nuestro dolor y
frustración, la esperanza es una cifra, un dato, un objetivo resuelto de
antemano, una gran mentira al servicio de la injusticia y la desigualdad
que rige el mundo. |
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SEPTIEMBRE 2003
HOMBRE Y ESPERANZA
POR JOSE ROMERO SEGUIN
E l hombre es la esperanza de los demás
hombres. Nadie lo reconoce abiertamente, pero todos lo sabemos, ése es el
gran secreto que se pregona a voces en todos los actos de nuestra vida.
Todos lo sabemos, es cierto, pero todos lo silenciamos, quizá, porque nos da
miedo aceptar esa responsabilidad que nos obliga a dejar de anunciar y
comenzar a renunciar a tantos privilegios y prebendas. O quizá, porque nos
interesa ignorarlo, para poder así tratarnos como nos tratamos, con toda
esta indiferencia y desprecio con que ahora lo hacemos, so pretexto de
fronteras, naciones, razas, lenguas, costumbres, o cualquier otra
circunstancia, qué más da, si lo que se busca es ignorar que el otro es
además de un hermano de sangre tu única esperanza aquí en este planeta,
donde no hay más dioses ni más diablos que nosotros mismos.
Las razones pueden ser muchas pero la esencia es una, no hay al margen del
hombre otra esperanza para nosotros, puede haber eso sí, producto del
oportunismo y la despiadada depredación, vanas y fatuas esperanzas que
colmen nuestros más bajos instintos y criminales aspiraciones, pero en
absoluto esperanza. Porque la esperanza no es un bien material sino
espiritual, ya que tenemos esperanza, porque tenemos deseo de evolucionar.
La esperanza no es, ni el valor medio de una variable, ni una especulación,
ni un afán colmado, ni tan siquiera una virtud por su contenido virtual, la
esperanza es el motor de la vida, lo que nos mueve a bendecir el milagro de
existir con los dones de la existencia, y en ese camino no hay otro destino
que no sea otro corazón, otras manos, otro existir y también otra
existencia. Y es por ello que no podemos renegar del hombre, no podemos
infravalorarlo sin hacerlo también con nuestra esperanza.
Hoy, sin embargo, para nuestro dolor y frustración, y eso también lo sabemos
todos, la esperanza es una cifra, un dato, un objetivo resuelto de antemano,
una gran mentira al servicio de la injusticia y la desigualdad que rige el
mundo. Hoy la esperanza se ha tornado en un subproducto que nada tiene que
ver con su natural esencia y que nos conduce inexorablemente a la más
absoluta desesperanza. Vivimos por ello en un mundo sin treguas, sin
reflexión, un mundo que no conoce sino la voracidad por la voracidad, la
misma que lo va quebrando, acercando al colapso, a la burda apocalipsis de
la mediocridad, de la podredumbre, de la corrupción, de la soledad. No somos
generosos ni hermosos ni a la hora de inmolarnos. Somos eso sí, previsibles,
cicateros y deshonestos hasta la saciedad. Y todo ello por la sencilla razón
de que nos hemos perdido en las formas, en la mecánica de una lógica social
que debería estar en nuestras manos y no nosotros en las suyas, como hoy
ocurre, pues somos nosotros quienes la hemos creado, para un fin, para un
solo fin, el de la convivencia. La pregunta, llegados a este punto se me
antoja sencilla, si la razón de las normas es convivir, por qué este
continuo desentendimiento, por qué esta agresividad, por qué esta crueldad y
esa cruel indiferencia.
El problema radica a mi juicio en no querer aceptar de una vez por todas que
la esperanza y el objeto de culto y el receptor último de todo acto de amor,
no es otro que el hombre. Luego viene la naturaleza, luego el cosmos, luego,
quizá dios y quizá también la eternidad que adorna el infinito. Debemos ser
del tamaño de lo que aquí existe, para ser de verdad, porque no somos más, y
porque en ello no habita otra limitación o minusvalía que la de respetar y
querer a los demás como a uno mismo.
La convivencia impone límites que no han de ser culpados de liberticidio,
porque es mentira que ataquen o defrauden nuestra libertad individual.
Siempre que se tenga claro donde radica esta respecto a la mera aceptación
de las normas sociales. Nuestra libertad es un acto íntimo e intransferible
que se comunica directamente con la esencia del universo, y que nos da un
valor esencial y universal por encima de lo que aquí podamos ser. Un valor
que a todos atañe por igual, pues todos estamos hechos de la misma materia y
participamos de la misma idea, y nuestro equilibrio es en todos un mero y
temporal accidente, que no busca sino dar sentido aquí y ahora a esta
realidad en que vivimos.
Por lo tanto, que sentido tiene rehuir la indiscutible certeza de sabernos
además de hermanos, depositarios de la auténtica esperanza. Y una vez
aceptada esa realidad responsabilizarnos y actuar en función de ella y en
consideración a ella. Lo que sin duda daría coherencia y sentido a nuestros
actos, tanto íntimos como sociales.
Mientras esto no ocurra, llenaremos miles de pliegos de normas y las calles
de señales y las señales de rigurosas advertencias, y todo seguirá siendo
igual de terrible y desolador, porque la mentira por extensa que sea no
llega jamás a tocar la verdad, ni va a ser nunca otra cosa que una gran
mentira. ∆ |