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CAPITULO XXI - UN PAPA ENTRE DOS PAPAS

 

El Papa y el cocinero se lo habían dicho todo en medio siglo de convivencia y ambos se conocían hasta tal extremo que un solo gesto tenía el valor de un discurso sin palabras, discurso que ambos repetían a veces hasta la saciedad.

NOVIEMBRE  2003

EL FOLLETON DE LA QUIJANA
 CAPITULO XXI - UN PAPA ENTRE DOS PAPAS
POR JOSE MANUEL VILABELLA // ILUSTRACIONES: NESTOR

Por qué don Demetrio Montenegro y Carpio aceptó la tiara de Pedro y se convirtió en Benedicto XVI, si, como él decía a sus íntimos, navegó, desde su más temprana juventud, entre la fe y el ateísmo? Su cocinero J. de Candelucus nunca llegó a saber todas las razones teológicas que atormentaban a su jefe, intuyó algunas, ignoró para siempre unas pocas y su pontífice y amigo le explicó con todo lujo de detalles las más significativas.
-Acepté, querido don Jota, porque la duda es un mal que me corroe e imaginé que al estar en la cúspide de la cristiandad vería a Dios desde mas cerca. Mi ateísmo no es total, es sólo entreverado. O sea, unas veces creo con fervor y otras no creo en absoluto. No soy tibio, no, qué va, soy apasionado y si puedo a veces rozar el misticismo de tanto como creo, en ocasiones en cambio mi indiferencia es absoluta y Dios y toda la corte celestial me importan un ardite.
Candelucus le observó una vez más y pensó: "¡Qué hombre más extraño!" Siguió cortando la pieza de buey en diminutos trozos, hizo un sofrito, lo mezcló con la carne, le añadió una pizca de pimentón de la Vera y un chorretón de vino blanco e interrogó a don Demetrio con la mirada.
-Sí, sí; cenaré en la cocina -dijo el papa Benedicto y añadió- y sírvete tú también, ya sabes que no me gusta comer solo.
El cocinero lucense J. de Candelucus llevaba sirviendo a don Demetrio Montenegro y Carpio más de cincuenta años y lo conocía muy bien. Había navegado con él cuando el pontevedrés fue un implacable perseguidor de corsarios, estaba a su lado cuando el apuesto capitán conoció a doña Ana Andrade, era uno de los doscientos testigos que asistieron a su boda y uno de los trece contritos familiares que estaban en el funeral de la joven que había fallecido al dar a luz a la pareja de gemelos sordomudos don Isidro y don Brito. El Papa y el cocinero se lo habían dicho todo en medio siglo de convivencia y ambos se conocían hasta tal extremo que un solo gesto tenía el valor de un discurso sin palabras, discurso que ambos repetían a veces hasta la saciedad.
En dos años de pontificado los dos gallegos habían llegado a asentarse en aquella ciudad extranjera y a construir una vida apacible, rutinaria y casi feliz. A la caída de la tarde Benedicto XVI se quitaba las ropas talares y se embutía en un blusón de campesino gallego, despedía a sus secretarios, decía adiós a sus hijos con una sonrisa melancólica, dejaba sus aposentos y se dirigía a las cocinas vaticanas para charlar con don Jota y su viejo camarada de aventuras le escuchaba mientras preparaba la cena. El criado apenas hablaba, movía la cabeza, decía sí o no y, a veces, musitaba un "depende" o un "según se mire". Candelucus trabajaba en una minúscula dependencia separada de los obradores donde un incansable batallón de pinches, marmitones, reposteros y maestros de cocina preparaban la cena de los cardenales de la curia y de la numerosa familia vaticana. Las conversaciones de los dos amigos duraban años y la de la fe oscilante de Benedicto era una de las más frecuentes. El más allá era, con el tema de la existencia de Dios, la patria de los ángeles, la inconstancia de las mujeres y la brevedad del amor, uno de sus discusiones-monólogos preferidos.
-Aunque, tal vez y para ser coherente con mi estado de ánimo, lo que tengo que hacer es procurar ser un buen papa cuando creo y un feligrés disciplinado cuando me asaltan las dudas y me asomo por mi mala cabeza a las puertas del Infierno- dijo Benedicto, una vez más, para zanjar la conversación. Candelucus asintió, musitó un "amén" que apenas oyó el cuello de su camisa, una mosca emprendió el vuelo y salió por la venta y los dos se quedaron ensimismados y a solas con sus respectivas soledades.
Pero ¿cómo era don Demetrio?, se puede preguntar el lector interesado en la vida de este enigmático pontífice. Aprovechemos la ocasión y ahora que tenemos a nuestro personaje inmóvil, en reposo, sin mover un músculo, observémosle de cerca y hagamos una breve descripción de su anatomía, un retrato al minuto de gruesos trazos que sirva para que los investigadores del futuro lo conozcan un poco mejor. El aspecto de don Demetrio Montenegro y Carpio era magnífico, apabullante, grandioso; el que lo veía una vez jamás podría olvidarlo y la experiencia sería tan viva e impactante que, sin duda, la incorporaría a sus recuerdos imperecederos para compartirlos, de viejo y al calor de la lumbre, con sus hijos y nietos en las noches de invierno. Don Demetrio medía cerca de dos metros, una barba entrecana y rizada le cubría el rostro y le llegaba hasta la mitad del pecho y la abundante cabellera descansaba con galanura sobre sus hombros dándole la apariencia de un profeta bíblico y terrible permanentemente enojado; tuerto de un ojo, el postizo era de un vidrio amarillento y despedía unos destellos luciferinos que aterrorizaban a los visitantes ocasionales; el caballero tenía las manos grandes como palas, la nariz aguileña, los labios finos y acaso algo crueles, los hombros eran tan poderosos, tan anchos, que parecía que no se terminaban nunca y sobre ellos descansaban un cuello ancho, de toro, y una cabeza enorme y bien formada. ¿Era feroz su aspecto? Rotundamente sí pero sólo cuando Benedicto XVI permanecía en silencio y su ojo solitario oteaba el infinito o cuando se enfurecía y levantaba la voz; cuando eso ocurría blandía como una espada su báculo papal y lo dejaba caer sobre la silla más cercana y todos los presentes temblaban de pavor y nadie se atrevía a llevarle la contraria. A don Demetrio le gustaba aterrorizar a los bribones que trataban de engañarlo, a los embajadores de las grandes potencias, a los enemigos de la cristiandad, a los pelotilleros, chismosos y correveidiles. No obstante, todo hay que decirlo, su violencia era fingida y se consumía como fuegos de artificio cuando el Papa sonreía, miraba a sus hijos don Isidro y don Brito, acariciaba a uno de sus podencos o se acordaba de su difunta esposa, la niña de veinte años que le dejó para siempre con sus soledades y sus dudas. A sus setenta años era todavía un hombre apuesto que habría podido enamorar a cualquier mujer de la más rancia aristocracia de Roma y más de una jovencita bebía los vientos por él y soñaba, en secreto, con ser su amante para alcanzar de un solo golpe la felicidad terrenal y la salvación eterna. Vana ilusión porque el Papa, que en su juventud había amado mucho, era casto desde la muerte de Ana Andrade y con su desaparición se esfumaron los deseos sexuales, se apagaron los sueños y las ilusiones se quedaron marchitas. El papa que eligieron los cardenales en un cónclave que sorprendió al mundo era un Patriarca de Venecia desencantado, escéptico, un hombre que venía de regreso y esperaba poco de la vida; atrás quedaban sus años de soldado pendenciero que había matado con exceso, de rompecorazones que se había reído del amor, de hombre violento que había cometido, a veces, injusticias y actos horrendos. Fue su amigo y cocinero J. de Candelucus el que le dio la buena nueva: "Señor, un mensajero de Roma anuncia que en el último conclave os han elegido Papa". Don Demetrio sintió un dolor agudo en el pecho y pensó: "El destino no puede hacerme eso; yo ya soy un difunto". Se repuso y le dijo a su amigo: "El Espíritu Santo no puede fijarse en un clérigo sin fe y de vocación tardía". Y Candelucus, que nunca había creído en Dios pero amaba a su señor, esbozó una sonrisa cínica y le contestó: "El Espíritu nunca se equivoca; ese es, dicen, el único privilegio de las palomas". Después se cuadró con respeto ante su viejo amigo y le dijo sin poder disimular la emoción que le conmovía: "Santidad..."
En los dos años que llevaba al frente de la Iglesia había sido un papa sin el menor relieve, un pontífice ni bueno ni malo, tal vez algo abúlico y con poca iniciativa; no entendía demasiado bien las conspiraciones de la curia y las demandas de la feligresía de todo el universo y sólo para no aburrirse demasiado simulaba ataques de furia en los que destrozaba alguna silla con su báculo justiciero. Ya que no lo querían que por lo menos le temiesen, se decía a sí mismo para justificar su ira. Quiso pasar a los anales con el nombre de Benedicto XVI porque pensó que sería un pontífice continuista y sin historia, un papa entre dos papas, un hombre gris que no podría superar el prestigio del santo varón que le habría precedido en el cargo, el anciano que había dejado este mundo con 96 años cumplidos y que, según constaba en los escritos, cuando ascendió a los cielos su alma era blanca, inocente e inmaculada como la de un niño.
Cuando lo que empezó como un rumor llegó a las puertas vaticanas y se convirtió en la comidilla de todo el orbe, en el escándalo que provocaba risotadas, recelos, motines y levantamientos, los componentes del Sacro Colegio se miraron estupefactos y decidieron que había que comunicárselo al pontífice de manera diplomática para que don Demetrio, con aquel carácter suyo, no tuviese la tentación de matar al mensajero. Don Fulgencio Benedetti, que pasaba de los cien años pero que conspiraba como si tuviese setenta, se lo comunicó por señas y por escrito a don Isidro y a don Brito; los hijos del Papa, aquellas almas cándidas que no levantaban los ojos del suelo, se miraron estupefactos y dedujeron que el purpurado había perdido la razón, que el pobre chocheaba por los estragos que el tiempo había hecho en su buen juicio y, como única respuesta al rumor horrendo, sonrieron con la dulzura habitual y por señas le dijeron que sí, que ya lo sabían, que la vida era así y que ellos ya estaban acostumbrados a un hecho tan singular de que su padre el Papa de Roma fuese, en realidad, su madre, la difunta doña Ana Andrade muerta en la flor de la vida. Benedetti, refunfuñando y mascullando improperios contra los sordomudos, se dirigió con paso ligero a la cocina de Candelucus y encontró a don J. dándole los últimos toques a un guiso humeante. El cocinero le invitó a sentarse en una banqueta y le sirvió un par de huevos con una generosa ración de pisto manchego. El cardenal, después de dar buena cuenta del condumio con un apetito envidiable, bisbiseó en la oreja del cocinero una historia larga y enrevesada que, al final, había desembocado en el rumor y en el escándalo y que podía suponer el desprestigio de la Iglesia y la pérdida de la autoridad de la Ciudad Eterna. "Si no atajamos el rumor supondrá el triunfo de nuestros enemigos y, tal vez, la desaparición física del Vaticano". Candelucus asintió, lo acompañó hasta la puerta y le dijo al despedirse: "Eminencia, déjelo en mis manos". El cocinero puso orden en su diminuta cocina, recogió las perolas, las sartenes y los platos y se lavó las manos con parsimonia. El asunto es grave, pensó cuando se dirigía a las dependencias de Benedicto XVI y aunque estaba solo y nadie circulaba por los estrechos pasillos dijo en voz alta: "Don Demetrio tendrá que recuperar la fuerza de antaño y luchar contra sus enemigos. Me temo que no podrá permitirse el lujo ser un papa de transición, un papa entre dos papas". Candelucus se preguntó cómo reaccionaría su señor cuando le dijese que la feligresía pensaba que era una papisa y que sus largas barbas camuflaban a una inquietante mujer que respondía al nombre de doña Leonor.∆

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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