No acabo de entender el
encanto que pueden tener la mayoría de esas cosas raras que se encuentran
en los museos de arte contemporáneo, ahora que cada ciudad parece estar
obligada a tener uno en nómina. |
|
MARZO 2003
ARTE
POR ELENA F. VISPO
E n este tema he de confesar mi
incultura: a mí el arte contemporáneo me la trae floja. No acabo de entender
el encanto que puede tener una morcilla cruda colgada del techo por un cable
de la luz, o una caja llena de condones usados, o unas perchas de todo a
cien clavadas en la pared o, en fin, la mayoría de esas cosas raras que se
encuentran en los museos de arte contemporáneo, ahora que cada ciudad parece
estar obligada a tener uno en nómina.
Por eso los tipos que colgaron un cuadro del Guggenheim y lo hicieron pasar
por una gran obra de un artista africano, cuando lo había pintado uno de
ellos unas horas antes, cuentan con toda mi simpatía, qué quieren que les
diga. Chapeau. Cachondearse así del sacrosanto mundo del arte contemporáneo
es la mejor forma de demostrar que no hay criterio. Y esa cinta de vídeo con
todos los visitantes deteniéndose y admirando la obra es la prueba
definitiva, porque yo también lo hubiera hecho.
Días después de lo del Guggenheim tuve la ocasión de visitar uno de estos
nuevos museos, y les juro que me pasé dos horas buscando la cámara oculta, a
ver dónde estaba la broma. Pero, a no ser que mañana salga en el telediario
con cara de pasmo mientras uno de esos subversivos culturales explica la
hazaña, me temo que de broma nada. Aunque lo parecía, ¿eh? En general, una
broma pesada, porque no sé a santo de qué la mayoría de estas obras modernas
tienen que ser desagradables por decreto ley. Y estos videomontajes extraños
con imágenes oscuras y chirridos de fondo, en unas salas negras cual boca de
metro, que una no se atrevía a entrar no por lo inquietante de la
proyección, que también, sino por si acaso salía de una esquina el violador
del Ensanche.
Pues aquí me tienen: inculta total. Lo único que me quedó claro es cuando
una de las guías del museo, que estaba llevando de visita a un grupo de
niños, les plantó delante de un cartón pintado y explicó que el arrebato
artístico es incontrolable y que si viene, viene. Y concretamente este
señor, que un día tenía muchas, muchas, muchísimas ganas de pintar, y como
no tenía lienzo en casa se tuvo que apañar con una caja de cartón. Así ya se
entiende, y desde luego no era la peor obra del museo.
Aún tendré que dar gracias porque no me pilló una muestra sobre el nuevo
arte chino, porque si me encuentro a un oriental comiéndose el cadáver de un
bebé vomito allí mismo y le añado un nuevo elemento al museo, así, de
gratis. El caso es que a mí todas estas chorradas no me sugieren más que un
cero choricero, y más que flipar con la experiencia artística alucino con la
cantidad de pasta que se han tenido que gastar para montar esta muestra,
cuando hay zonas de la ciudad que todavía no tienen alcantarillado. Y no
digo el sitio porque no me da la gana y porque me imagino que esta regla de
tres se podría aplicar en otras ciudades: hay muchos ayuntamientos plagados
de nuevos ricos que quieren aparentar nivel y se quedan en el intento.
No es que me parezcan mal los museos de arte contemporáneo; cualquier museo
me parece bien. Lo que me fastidia es que me tomen el pelo. Pero hay que
reconocer que, con los tiempos que corren, andamos muy necesitados de arte.
Porque, hagamos una encuesta a pie de calle: ¿ustedes creen que Bush lee? Ya
no digo que sepa leer, seamos optimistas, pregunto si usa esa cualidad para
algo más que para descifrar los discursos que le escriben. Cualquiera sabe.
Mismo el presidente de nuestro flamante Gobierno confesó un día ser un
enamorado de la obra de Alberti. Y eso me devuelve la esperanza en el género
humano, porque un tipo que lee no puede ser mal tipo. Quizá detrás de esa
imagen de prepotente se esconda un ser sensible, un vanguardista
incomprendido, que no tiene más remedio que guardarse esas increíbles
cualidades para los momentos de intimidad. Quizá dejó que ocurriera lo del
Prestige porque quería sentirse marinero en tierra. Quizá las estadísticas
del paro sean una gran oportunidad para que millones de españoles descubran
el encanto de la vida bohemia y lo creativo que se vuelve uno cuando no
tiene un euro en el bolsillo. Quizá apoya la guerra porque nos veía un poco
aborregados y quería ayudarnos a despertar, por eso está tan contento de que
haya manifestaciones convocadas un día sí y el otro también. Quizá lo que
pasa es eso, lo que le confesó el otro día a Buruaga en una entrevista: que
no le comprendemos y se siente solo.
Por eso este gobierno potencia tanto la cultura, como bien se ve. Porque nos
hace falta arte que invite a la reflexión y a la acción. Museos vivos que
nos hagan salir con el ánimo en alto. Cine libre y con contenido. Buen
teatro a precios asequibles. Literatura comprometida para que respire el
alma. Creatividad sonriente y rebosante.
Eso. Más arte y menos guerra. Por favor. ∆ |