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CONTRAPUNTO

 

Me encanta que Aznar no se atreva a aparecer por las playas porque, como han advertido, puede haber muertos. Disfruto enormemente viendo cómo un pueblo adormecido se levanta y pone en su sitio a los gobernantes.

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ARDE GALICIA
POR CAROLINA FERNANDEZ

Me alegro, me alegro, me alegro muchísimo de ver por fin al pueblo gallego encendido. Y no sólo presa de un soberano y justificadísimo cabreo, sino con rabia fría y dispuestos a llevar su indignación más allá de las manifestaciones con pancarta delante de la Xunta de Galicia y la lectura de manifiestos, que visten mucho pero valen para bien poco.
Una lectora de Murcia, limpiadora voluntaria de playas petroleadas, nos escribe y nos cuenta lo que se respira en primera línea: "De verdad que a los gallegos los tienen abandonados. Si hubiese sido en otra parte esto sería de otra forma. Pero a Galicia la han dejado de la mano de Dios porque el pueblo gallego siempre se ha callado todo". Cierto. Es el gallego un pueblo acostumbrado a sufrir durante siglos, con las espaldas tan habituadas a los golpes que a veces parece que tarda en sentir y en reaccionar en consecuencia.
Galicia entera ha sido durante siglos el fin de la tierra, y hoy sigue siendo el culo del mundo. La sensación de desamparo que hoy se vive en sus costas no es nueva: está instalada en el subconsciente de un pueblo acostumbrado a los desplantes y a guardar cola. Galicia es el pueblo emigrante por excelencia. No los únicos, es cierto, pero quizás los más numerosos y el lugar donde la tragedia de la emigración dejó durante generaciones, y aún hoy, una huella de pueblo huérfano, abandonado, dividido y con el corazón roto. Por eso hoy vuelve a la memoria de los gallegos la figura del emigrante, como una sombra, como salida ante un futuro que se presagia negro, más negro que nunca, negro fuel, y la genética responde evocando imágenes de pañuelos de despedida ondeando en el puerto de Vigo.
Galicia ha vivido durante mucho tiempo avergonzada de ser como es. Franco, quizás por ferrolano, se cebó con especial saña en su pueblo y se empeñó en pisotear el carácter de esta tierra, por otra parte cogido con pinzas. Hasta ayer mismo el que hablaba en gallego era un paleto pueblerino e inculto. Desde Madrid entraron en Galicia como Atila por el salón de su casa, componiendo y descomponiendo a placer, borrando cualquier seña de identidad. Me contaban que un pueblo con nombre de pájaro, Lavandeira, fue traducido con urgencia a golpe de oreja por zafios funcionarios del régimen, y se quedó en La Bandera. Perdió en musicalidad y ganó en patriotismo. En fin.
Desde la distancia se ve que el gallego arrastra cierto sentido de culpabilidad. Galicia tiene el síndrome de la mujer maltratada, que sufre y que calla; que aguanta y que incluso, incomprensiblemente, llega a defender a su verdugo. Es la filosofía del "más vale malo conocido" llevada hasta sus últimas consecuencias, la resignación ante la fatalidad. Sólo así se explican las sucesivas reelecciones de un presidente de la Xunta prácticamente fósil, que adormece a su pueblo con queimadas multitudinarias y concentraciones de gaiteiros.
El carácter gallego es igual que sus montañas, de lomas redondeadas y formas suaves, sin aristas escarpadas ni grandes desniveles, dulce y amable, pero dócil y sumiso también.
Es una gente generosa, dotada de un agudo sentido del humor, una peculiar ironía plagada de segundas intenciones que ellos llaman "retranca". Por eso los gallegos de todo hacen copla con una facilidad pasmosa, incluidas las desgracias, que cantadas parecen entrañables males menores.
Los gallegos tienen asumida, como si fuese una cosa natural, la condición de pueblo "asoballado", que viene a significar una mezcla entre doblegado, dominado y puteado. La última vez que los gallegos protagonizaron una revuelta popular que haya pasado a la historia fue hace cinco siglos. Dicen los expertos en estas cosas que fue la única vez en la historia de Galicia que la gente de a pie protagonizó un levantamiento popular de ese calibre. Fue la revuelta de los Irmandiños y supuso el fin de la época medieval. Galicia entera se levantó: los vasallos contra los señores feudales parapetados detrás de las mismas murallas que aún hoy continúan en pie. Se decía que los gorriones corrían tras los halcones. Han pasado quinientos años desde entonces y no hemos avanzado tanto. Galicia sigue siendo un reino feudal. La figura del cacique sigue estando asumida como parte del orden social natural. Antes había un cacique en todos los pueblos, igual que había un médico, un maestro y un cura. Hoy siguen al pie del cañón en los ayuntamientos, las diputaciones y las consellerías. Son como una fatalidad que se acepta porque cualquier batalla se considera perdida de antemano.
Por eso y por más razones disfruto horrores viendo cómo hierve la sangre de los gallegos. Y salto de alegría cuando veo -en Tele 5, por cierto, la única posible- a los pescadores encolerizados, a las mujeres organizadas y defendiendo el pan de su familia. Me encanta que Aznar no se atreva a aparecer por las playas porque, como han advertido, puede haber muertos. Disfruto enormemente viendo cómo un pueblo adormecido se levanta y pone en su sitio a los gobernantes. Y de corazón espero ver mucho más de lo que se ha visto hasta ahora.
Pero la sombra sigue presente. Hablando con gentes no de la costa, sino del interior, comentaban, con el tono de resignación que conozco tan bien, que todo este jaleo no iba a durar mucho, que se iba a terminar cuando empezasen a llegar las subvenciones, que no había nada que hacer, que el dinero, por poco que sea, todo lo tapa.
Espero que no. Espero que la dignidad gallega aflore por encima del fuel y presente batalla hasta las últimas consecuencias, porque si un desastre de la dimensión de lo que ha sucedido, no es suficiente para que Galicia entera se ponga en pie y exija de los gobernantes el respeto que le deben, entonces es que realmente tiene lo que merece. De momento, y mientras no se demuestre lo contrario, confiamos en el coraje que estamos viendo, en la fuerza de la gente unida, en la rabia bien dirigida, en el valor que están demostrando, hasta ahora, los hombres y mujeres del mar, y los miles de voluntarios que los apoyan con su presencia.
Que no se apague el fuego. Que arda Galicia. ∆

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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