El hombre negro oye ladrar
lejos los perros, pero, aún así, no deja de correr, se sabe ilegal y
perdido en este sueño que para él sigue siendo pesadilla. |
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DICIEMBRE 2003
CAMINOS DE ESCLAVITUD
POR JOSE ROMERO SEGUIN
E l estridente sonido del despertador
sobresalta al hombre blanco, se le eriza el vello y se contraen furiosos los
nervios y músculos del cuerpo. El golpe brutal de la enloquecida campanilla
le dobla como una marioneta sobre la parda extensión de la cama. La
orientación es aún imprecisa, la sensación de peligro cierta, para acallarla
atrapa el frío aparato y lo bloquea, pero, aún así, no se siente tranquilo,
por ello comprueba una y otra vez la hora, sabiendo que en ese acto va a
hallar la fuerza que parece faltarle para dar el salto definitivo y situarse
en ese punto intermedio que habita entre la cama y la calle. Con los ojos
arrasados de arenillas y resecas secreciones busca el interruptor de la luz,
en el chasquido se le rompen los ojos arrasados por un golpe de artificial
claridad, que mezclada ya con las primeras lágrimas del día lo inunda todo a
su alrededor. El suceso de la luz es excesivamente fugaz como para
razonarlo, y vuelve a sentir de nuevo al margen de la razón, y eso le
molesta, porque le despierta, y lo sabe, a una realidad mecánica y primaria.
Por ello, mientras se busca entre bostezos y extrañas contorsiones, va
elaborando razones para no rendirse, para despertar de verdad y de una vez a
la realidad que como todas las mañanas se le viene encima.
En otro lugar y en otro tiempo, que es a su vez éste, un hombre de raza
negra duerme inquieto y temeroso sobre un lecho de salvaje hojarasca, cuando
el lejano ladrar de perros lo despierta, los poros de su piel se contraen,
el vello se eriza, los nervios y músculos de su cuerpo se tensan bruscos, el
golpe lo obliga a incorporarse, una vez deja de vibrar indaga en el silencio
buscando la aciaga constatación, efectivamente, son perros, decenas de
perros que a lo lejos van tallando un horizonte de terror que sólo a él
concierne. El miedo le hace levantarse, quisiera apagar aquellos ladridos
pero están tan lejos y son tan reales que no puede hacer nada, salen de
bocas al servicio de otros amos. Ya en pie y temblando de miedo, busca a su
alrededor una decisión que sabe habita en sus veloces pies, y atado a ella
se dispone a la extenuante tarea de la huida.
El hombre blanco entra en el lavabo, abre el grifo de la ducha, se enjabona
y lava concienzudamente, se seca luego con mecánica y neurótica parsimonia,
para después afeitarse y peinarse con esmero. Una vez vestido y encoloniado
se mira ahora en el espejo y no se reconoce, el milagro se ha obrado de
nuevo, se siente definitivamente un hombre nuevo e intacto para el ritual
que le espera.
Minutos después, mientras desayuna, repasa los quehaceres que le esperan, el
trillado itinerario a seguir, a la vez que ensaya disculpas y discursos que
tal vez tenga que pronunciar en defensa de sus intereses.
Mientras, el hombre negro, una vez abandona la cabaña donde dormía, toma el
sendero que conduce al río, una vez allí y sin dudarlo comienza a caminar
corriente arriba, el agua está clara y fría como el hielo, pero él sabe que
es el único sendero incapaz de delatar sus pasos, no es que no se fíe de la
tierra de los caminos, ocurre que el agua que le acaricia mientras pasa no
va a estar allí para dar testimonio de su presencia cuando lleguen los
perros con su infalible olfato. Busca en las orillas barro con el que cubrir
su cuerpo y hojas con las que disimular el brillo de su piel desnuda. De ese
modo se renueva, se convierte en otro, en la esperanza de que ello le salve
de la amenaza que se cierne sobre él.
Corre como un loco, y mientras corre, piensa cómo administrar sus fuerzas y
dónde dirigir sus pasos cuando el río ya no sea su cómplice.
El hombre blanco se observa por última vez en el espejo, busca fijar en su
mente la imagen que le ha de acompañar durante todo el día y de la que hacía
apenas una hora aún no tenía conciencia. Baja a la calle, por una y otra
acera cientos de personas le cruzan el ánimo, se une a ello y camina en
dirección a la boca del metro. El ritual se repite, y lo sabe, compra el
periódico, en la esperanza de poder hojearlo y tratar así de situarse en un
mundo como él cambiante, un mundo que se renueva todos los días para
conseguir mantener sobre sí una atención que de otro modo sería imposible. A
trompicones acierta a ver en la portada frágiles pateras hundidas y negros
cuerpos flotando sobre las aguas. La historia se repite, en la horrible
paradoja de su voluntad violentada.
Ya en el andén se ve atrapado por una masa de hombres y mujeres que
conforman un cuerpo sólido que desprecia sin despegarse. Por la vía ruge el
primer tren de la mañana, podría perderlo, pero renuncia de inmediato, por
ello se apresura a empujar para embutir a los demás y con ellos él, en el
vagón.
El hombre negro oye ladrar lejos los perros, pero, aún así, no deja de
correr, se sabe ilegal y perdido en este sueño que para él sigue siendo
pesadilla.
En el último tramo del camino se cruzan ambos, y pese a mirarse
desconfiados, no pueden sino sentirse íntimamente hermanados por la marca
del maldito hierro de la voluntaria esclavitud. ∆ |