Don Francisco de Quevedo y Villegas
era un gran hombre y el último sobreviviente de una generación de poetas
singulares que nunca olvidaremos. Fue amigo de Lope, discípulo de Cervantes,
íntimo enemigo del señor Góngora, compañero de Vilian Siesper el Inglés.
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ABRIL 2003
CAPITULO XIV
- LA MUERTE DE QUEVEDO
POR JOSE MANUEL VILABELLA //
ILUSTRACIONES: NESTOR
D on Francisco de Quevedo, que como era
joven e iba para sabio era petulante y soberbio, me hablaba cada día de la
ciencia matemática que sólo él conocía y que yo, años después, dicté a mi
secretario y pendolista y titulé "Matemáticas para poetas, inspirada en las
charlas del eximio escritor don Francisco de Quevedo y Villegas, gloria de
las letras españolas y caballero de la Orden de Santiago Apóstol"; don
Francisco, por los tristes sucesos que después acontecieron y en los que
tuve un papel desairado y poco lucido, y que más adelante describiré con
todo detalle, me trató siempre con desprecio y el cariño que me profesaba
cuando era mi maestro lo trocó en inquina cuando por los vaivenes de la vida
me vi obligado a denunciar a mis amigos; ochenta años después, cuando don
Lope era considerado como el fénix de los ingenios, el nombre de Cervantes
se pronunciaba con veneración en todos los lugares del Imperio, la fama de
don Vilian Siesper había llegado a ser universal y los poemas del señor de
Góngora se ponían de ejemplo en la universidad de Salamanca como los más
perfectos y equilibrados que había producido el ingenio humano, uno de mis
súbditos me informó que don Francisco, pobre y casi centenario, se moría
malamente en una celda del Monasterio de las Huelgas Reales. Sentí, cuando
oí hablar después de tantos años de mi antiguo preceptor y maestro, una
mezcla de pavor y desasosiego que me satisfizo en el fondo, porque aquel
sentimiento encontrado me devolvió momentáneamente la conciencia. Ordené a
mis secretarios que se buscasen en los legajos los apuntes matemáticos, dije
que se imprimiesen en papel de hilo doscientos ejemplares y a uña de
caballo, con el nombramiento de Caballero de la Orden de Santiago en mi
cartapacio, me trasladé a la ciudad de Burgos con el tiempo justo de ver
morir a mi amigo y maestro. Llegué sudoroso cuando un clérigo casposo y
malencarado le administraba con desgana los santos óleos. Miré al cura con
tal severidad que el desdichado empezó otra vez la ceremonia desde el
principio y el bribón tuvo buen cuidado de no trabucarse con los latines ni
comerse jaculatorias sobrantes: las recitó todas y con voz campanuda,
además. Mientras el clérigo cumplía con su oficio examiné a mi maestro y
amigo al que no había vuelto a ver desde hacía setenta años. Estaba viejo,
decrépito, apergaminado, consumido; permanecía con los ojos cerrados y de su
pecho salía un sonido ronco y desigual que se parecía al de las olas que
golpean las rocas; don Francisco tenía dentro de sí un océano que estaba a
punto de llevárselo por delante para siempre.
-Maestro... -susurré casi sin esperanza.
El mar interior se quedó en calma y el moribundo abrió los ojos.
-¿Me reconocéis, maestro? -le pregunté.
-Manolito... -acertó a decir y sonrió con dulzura.
-Quiero vuestro perdón, maestro; me vi obligado a hacerlo porque soy un
cobarde. No se es bufón y enano impunemente.
-Sí... -susurró él.
Le enseñé un ejemplar de "Matemáticas para poetas" y el moribundo sonrió al
recordar las lecciones.
-La división y sus misterios... -dijo con una voz que era sólo un murmullo.
Y después me preguntó con cierta socarronería teñida de nostalgia:
- ¿Te acuerdas de mis enseñanzas? El número pi, el infinito, los quebrados,
el millón. Eran tiempos felices aquellos días en la casa de La Quijana.¡Qué
guapa era Bibianita y cuánto la quería!
-Sí, eran tiempos felices y vos erais un magnífico profesor de matemáticas.
-Bibianita fue mi gran amor. Te odié cuando traicionaste a todas aquellas
excelentes mujeres, a aquellas víctimas de la estulticia del poder y nunca
pude olvidar sus ojos de espanto cuando las llamas las devoraron. ¡Bibianita
era sólo una niña! Y tú, Manolito, dime, ¿has sido feliz con una carga tan
pesada en la conciencia?
-Los monstruos, maestro, no somos felices ni desgraciados. Las malas
personas con los años aprendemos a conocernos y a soportarnos; los canallas
como yo sólo somos el instrumento del poder y nuestro destino es pudrirnos
en los infiernos.
-Los infiernos... -susurró el poeta.
-Sí, esos infiernos que vos no conoceréis porque vuestro destino es la
gloria eterna, la admiración de las gentes venideras, el laurel y la rosa.
Vuestros versos los recitarán en el futuro los enamorados y los frutos de su
inspiración servirán de bálsamo a los que sufren. Sois una gloria de las
letras, vuestra talla es enorme, de gigante.
Don Francisco de Quevedo y Villegas murió al amanecer y lo enterramos en el
claustro de las Huelgas Reales con esa dignidad sobria con que enterramos en
España a los grandes hombres. Las diez personas que asistían a sus exequias
y que ponían cara de condolencia lo admiraban sinceramente aunque ninguno
había leído sus libros.
-Era un gran hombre -dijo el clérigo casposo mirándome de reojo y con temor-
y el último sobreviviente de una generación de poetas singulares que nunca
olvidaremos. Fue amigo de Lope, discípulo de Cervantes, íntimo enemigo del
señor Góngora, compañero de Vilian Siesper el Inglés.
Regresé a Madrid y don Felipe IV ordenó que me presentase ante él, lo que
hice de inmediato.
-Ya eres un hombre libre -me dijo
-¿Libre, señor? -acerté a preguntar
-Sí. Nadie conoce tu pasado espurio ni tus actos deshonrosos. Los testigos
han ido desapareciendo uno a uno. Ahora puedes inventarte un futuro porque
careces de pasado. ¿Quieres, hijo mío, que te haga príncipe? ¿Quieres ser,
cuando yo falte, el rey de España?
Los Quebrados
por don Francisco de Quevedo y Villegas
Los quebrados, querido Manolito, son los
baldadiños de las matemáticas, los impedidos de las ciencias exactas, los
lisiados de las estadísticas. Cuando veas unos números cojos, unos números
que les falta una pierna, unos guarismos con muletas que salmodian la
canción de los infelices, esos son, precisamente, los quebrados. El número
entero nace, pero el quebrado se hace a fuerza de golpes y de sufrimientos.
Cuando llega Hacienda y te quita el 25%, el Banco te cobra intereses de
usura y tu amigo del alma, el señor Góngora sin ir más lejos, te pide que le
avales un crédito que no piensa pagar, la vida, la gente, te está vapuleado
y aunque sigues siendo un número como antes, empiezas a ser un número con
cicatrices, un hombre con decimales, un insolvente, un desdichado, o sea, un
quebrado.
Hace años la formación científica del hijodalgo consistía en dominar "las
cuatro reglas y algo de quebrados". Los quebrados eran la abstracción, el
límite de los conocimientos de los ignorantes; más allá de los quebrados
estaba el álgebra y sus célebres incógnitas la x y la y. El que se iba al
álgebra y abandonaba los quebrados dejaba de ser un niño de letras para
empezar a ser un mocito de ciencias; irse al álgebra era como irse a
América, como emigrar. Lo más impresionante de los quebrados era su
colocación, cómo se subían unos dígitos encima de otros a toda velocidad;
eran guarismos circenses que en un periquete hacían el numerito. Con los
años incluso los de letras comprendimos que en realidad los quebrados son
los números con decimales y que un 1/4 cuando te haces mayor y pierdes la
inocencia es sólo un 0,25. Los quebrados en el año del hambre servían para
comprar miseria y pedir en la tienda de ultramarinos al señor Atilano lo
justo para sobrevivir, para ir tirando: "Déme un cuarto y mitad de
mortadela", decíamos entonces disimulando la necesidad con la desmesura del
lenguaje. Los quebrados son los pobres, los angustiados, los que lo han
perdido todo, los infelices a los que la vida les birló una pierna, los
desgraciados a los que la justicia les cortó una mano, los simples a los que
el poder les saltó un ojo. Pero hay quebrados y quebrados: hay el 1/3 y el
8/2, o sea existen también en matemáticas los infelices de verdad y los que
se disfrazan de pobres. Y sobre todo, y eso es lo que más rabia me da, están
los falsos quebrados: el 1/1 o sea el uno, que es un dígito que se hace el
baldado, que finge una manquedad que no tiene, que se pone una falsa
escayola en el brazo para hacerse el accidentado. España siempre fue así,
Manolito, un puro disimulo, donde las clases se maquillan de otras clases:
los pobres quieren ser ricos y los ricos se disfrazan de menestrales, los
jóvenes se dejan bigote para parecerse a sus abuelos y los ancianos se
colocan el peluquín para simular que son jóvenes y solteros. Aquí nadie se
resigna con su condición. Los quebrados de verdad sueñan con que la Virgen
de Covadonga haga el milagro y les devuelva los decimales que les faltan y
los números enteros se elevan a sí mismos para parecer más altos, para
tender al infinito. Qué bien lo pasamos de niños sumando, restando,
multiplicando y dividiendo quebrados. El maestro, que era de letras y no
había llegado al álgebra, que era un enseñante que no conocía América, nos
explicaba a su manera lo de los quebrados: "Es muy fácil conocerlos, los
quebrados son los números manquitos, los que les falta una pierna y van con
el ojo colgando, los que llevan las muletas en el alma; los quebrados son
los excombatientes derrotados, los números que han perdido todas las
batallas y que alguien fusiló mal cuando la guerra civil de las matemáticas.
Los quebrados, como los pacíficos, algún día poblarán la tierra". ∆ |