Quejarse constantemente acaba proporcionando
cierto placer, estoy convencida, por eso hay quien elige no deshacerse de
los incordios, para así tener siempre de qué quejarse y no pasar necesidad.
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MI DESPERTADOR
POR CAROLINA FERNANDEZ
M i despertador atrasa siempre siete
minutos. No importa que lo ponga en hora, ni que con abnegación e
insistencia coloque sus agujas en la posición correcta, porque aunque lo
haga, él se empeña en moverse hasta atrasar sus siete minutos de rigor.
Sorprendentemente no es un atraso progresivo, o al menos yo no le he
descubierto aún robándome sigilosamente segundos de sueño, poco a poco, hoy
un par de ellos, mañana otro par. No. Es una estocada inesperada y brutal.
El día menos pensado me golpea con siete minutos de diferencia, ni uno más
ni uno menos, y lo hace en momentos clave, cuando cualquier milisegundo más
entre el calor de las sábanas sabe a gloria. Es su forma de torturarme,
mañana tras mañana, día tras día, preferiblemente al amanecer, ya digo, que
es cuando los mordiscos temporales duelen más.
Mi despertador es un cabronazo. Alguna vez he pensado que lo odio. Los
despertadores son repelentes en general, debido a su misma naturaleza y a la
función que cumplen. Cuánto más será si te hace putaditas. Lo odio porque me
engaña, porque me promete una hora y luego me sorprende con otra, porque me
interrumpe los sueños, que por alguna morbosa razón siempre se cortan en la
mejor parte, porque repite su tortura metódicamente, socavando mi paciencia
pero sin llegar nunca a agotarla del todo.
Y sí, respondo a la pregunta que flota en el aire: si tantos trastornos me
causa, si tanto me incomoda su compañía, si cumple con puntual imprecisión
la labor para la que lo puse en mi mesilla de noche, si me molesta y me
causa malos despertares, entonces... ¿por qué, por qué, por qué no me compro
otro y lo mando a hacer puñetas? He ahí la pregunta. Mirándolo fijamente a
las manecillas, y con ánimo de ser fiel a la verdad, tengo que reconocer que
en el fondo me gusta. Somos viejos conocidos. Cuando lo programo por la
noche ya cuento con sus manías, y giro la aguja hasta situarla, no a la hora
a la que me quiero despertar en realidad, sino siete minutos más tarde. El
sabe que yo sé que me la va a jugar. Y yo sé que él sabe que juega con
fuego. De modo que nos engañamos mutuamente y vivimos felices.
La verdad es que ambos sabemos que no estamos en igualdad de condiciones. A
la hora del despertar, él cree que tiene la sartén por el mango, que dependo
de él para llegar a la hora convenida a mi trabajo. Pero sólo es así en una
medida. Yo sé que tengo en mi mano el poder: yo lo alimento. Yo cuido de sus
pilas para que no desfallezca. Yo le doy instrucciones. Yo lo programo. Yo
lo mantengo en hora. Yo lo coloco en el lugar apropiado, de preferencia
sobre el resto de objetos con los que comparte espacio. Yo soy, en fin, su
sustento. Lo sé, sin embargo ¿por qué aguanto sin resoplar su prepotencia,
sus estridencias, sus cambios de humor? ¿Por qué tolero que me engañe, que
me putee, que me torture, que se crea el amo? Sé que tengo plenos poderes
sobre él, que en cualquier momento le doy una patada y lo lanzo al cubo de
la basura con carambola y golpe de efecto, que podría sustituirlo cuando me
diera la gana por otro más moderno, digital, con botoncitos de colores y con
un despertar electrónico. Y lo haría con pleno conocimiento, porque es mío,
porque yo lo puse ahí y porque come todos los días de mi bolsillo. Pero creo
que no lo hago por vagancia, por costumbre, porque hemos establecido entre
nosotros cierto tipo de relación de tinte sadomasoquista que no puedo decir
que me disguste. Yo mando, pero disfruto dejándole creer que domina él, mi
querido reloj atrasado, inútil y prepotente.
Quizás a estas alturas alguien ya esté pensando que padezco algún tipo de
perversión. Es posible, pero dejen que me defienda: no es nada distinto al
resto del mundo. ¿Quién no tiene incordios en su vida, que aguanta con
cristiana resignación, santa paciencia y gilipollez vaticana? Levante la
mano y que yo lo vea. Quejarse constantemente acaba proporcionando cierto
placer, estoy convencida, por eso hay quien elige no deshacerse de los
susodichos incordios para así tener siempre de qué quejarse y no pasar
necesidad. Es la única explicación. La mayoría de esas cosas son ridiculeces
que se esfumarían con una decisión, unas palabras claras, o un manotazo
sobre la mesa si hace falta, o una orden judicial si hay que llegar más
lejos, y lo mismo con un reloj, con un marido, con una muela picada o con un
presidente de gobierno que, ya que lo he nombrado, diré también que atrasa
unos treinta años como mínimo y ahí sigue, flamante, orgulloso y crecido en
su pequeñez, ocupando su lugar de honor en la mesilla de noche de los
españoles, tomando decisiones en nuestro nombre, despertándonos en lo mejor
del sueño y comiendo todos los días de nuestro bolsillo, como mi
despertador.
Podríamos lanzarlo de una patada en el trasero al cubo de la basura, donde
van los relojes que atrasan, las lavadoras que no lavan, las neveras que no
enfrían y los presidentes que se pierden en el cargo, podríamos hacerlo,
porque tenemos el poder en la mano, podríamos dejarlo morir y no cambiarle
las pilas la próxima vez que se le acaben... pero eso nos dejaría con una
enorme responsabilidad entre las manos, porque, digo yo, si despacho a mi
marido ¿sobre quién mando?; si me quito la muela, ¿de qué me quejo?; si
defenestro al presidente, ¿a quién culpo de todas las desgracias actuales y
venideras que me puedan pasar?
Lo dicho, que sufrir es un placer.
Por cierto, que todo esto venía a cuento porque de verdad, de una vez,
quiero renovar mi despertador. Creo que han inventado un reloj iónico que
atrasa sólo un minuto cada 10.000 años. A ver si a alguien se le ve un
detalle. ∆ |