Nosotros que no somos ni
dios ni otoño, tenemos la imperiosa necesidad de nombrarlo todo para
encontrarnos, para no perdernos, para conformarnos y creer que somos el
todo y no la parte. |
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EL OTOÑO DEL PENSADOR
POR JOSE ROMERO SEGUIN
V uelve el Otoño, los parques y
jardines se llenan de hojas marrones, entre las que cascabelea el viento, y
el sol tiñe las solanas de un amarillo desgastado que te llena de una cálida
melancolía. Y si le miras a los ojos no puedes sino sentir ternura, sus ojos
mansos, aún hoy más glaucos que marrones, respiran una sinfonía de
misteriosos silencios que se dejan oír pero no tocar, y no sólo eso, está
también bendito halo de enigmática belleza, ese ensimismamiento que arrastra
consigo, y que te lleva a recordar a alguien que piensa, a alguien que va de
un lado a otro pensativo y ausente, tejiendo quizá versos para su postrero
poema o reflexiones para su primer pensamiento.
El otoño es el pensador de las estaciones, de ahí su vocación por
desnudarse, por llevarse lo viejo, lo que para bien o para mal ya cumplió
con su cometido, y ha de correr esa mágica suerte que imprime el saber
ausentarse sin aspavientos ni desvaríos, para que fluya lo nuevo, lo que ha
de ser para bien o para mal, pero que ha de ser necesariamente para ser de
verdad, y de verdad ser distinto.
El otoño se ha ganado el respeto de todos, por eso lo miran sin asombro pero
sí con reverencial unción, los árboles que anclados a su universo de raíces
sueñan que vuelan y vuelan en él, y los ríos que arrastran ahora como
barquitos de solitario, sus marrones hojas y como siempre, sus invertidas
sombras, que el cielo refleja ahora desnudas y despiertas como dagas; y los
montes y montañas desde su majestuosa altura, y los pájaros que pían por los
rincones, y los que vuelan por el cielo y los que se inician en el arte de
saber acurrucarse entre sus plumas, y los peces que ya sin alma saben que
van a volver al mar, su alma, perdidos entre las escamas de sus hijos; y los
hombres, también los hombres le miran con respeto, porque el otoño es todo
un presagio de caducidad y como tal de efimeridad.
El otoño es una hermosa hoguera de colores que va devorando la orgullosa
fronda para llamar a cada cosa por su verdadero nombre, un nombre que no
tiene nombre, porque él sabe que todos y cada uno de los seres vivos e
inertes que habitan el universo, contiene y nombra a todos los demás. Un
nombre que es ciertamente, en esencia y presencia, plural y mayestático allí
donde se encuentra. Un nombre que ni dios se atreve a pronunciar porque sabe
que sustenta todo lo creado, y es, por tanto, impronunciable. Arriba y abajo
sólo existen dos nombres que lo pronuncian todo, el impronunciable nombre de
la Creación, llamado Génesis, y el de su impronunciable opuesto, el de la
destrucción, llamado Apocalipsis.
Pero nosotros que no somos ni dios ni otoño, tenemos la imperiosa necesidad
de nombrarlo todo para encontrarnos, para no perdernos, para conformarnos y
creer que somos el todo y no la parte. Y es por ello que no dudamos en
nombrarlo todo, y tampoco en escondernos bajo vestidos y palabras de toda
índole y catadura, para seguir apurando lo viejo, lo gastado, todo aquello
que sabe rancio, pero que nos es conocido y cómodo a nuestra existencia.
El hombre es a los ojos de todo los demás, como todo los demás, un mero
testimonio de vida, por cierto de discutible utilidad, aunque nos rebelemos
y juguemos a ser dioses creando universos paralelos donde las estaciones
siguen el ritmo de nuestras apetencias, y pronuncian nuestros falsos nombres
con toda la naturalidad y utilidad que necesitamos para vivir en esa oscura
creencia que sostiene el hecho civilizador que tanto nos enorgullece.
Hoy que ya es Otoño, escribo estas líneas con el único objeto de contradecir
el instinto que me lleva a desear nombrar más cosas aún, a nombrar hasta el
agotamiento, a sabiendas que ello me dispersa y desorienta.
He querido llamar vascos a todos los españoles, he querido ser el terrorista
y el amenazado, el tirano y el oprimido, el rico y el pobre, el fanático y
el tolerante, el solidario y el ambicioso. He querido ser en todos para que
todos fuesen en mí y yo en ellos, sin querer entender que el hecho de que al
final todo sea uno, no quiere decir que cada uno tenga que ser
necesariamente nadie y como tal ninguno. Pues cada uno de nosotros somos una
forma de naturaleza singular e irrepetible, que ha de definirse por ella
misma y atendiendo sólo a su libre voluntad, y como es así, por mucho que
nos nombren nadie va a poder llamarnos por nuestro verdadero nombre,
primero, porque todos nuestros nombres son tan falsos como el primero, que
es innombrable, y segundo, porque frente al otoño del pensamiento, somos una
verdad sin nombre.
He querido quejarme de este mundo de guerras y desigualdades y he pretendido
hacerlo desde la desafortunada postura de ser, a través del nombre, en los
demás, para que los demás dejasen de ser lo que son y fuesen lo que yo soy.
Y como eso me parece un crimen, he hablado del Otoño, que conoce nuestro
verdadero nombre y con el nuestra verdadera esencia.
Lo demás, ya lo he dicho, es pura contingencia que admite miles de nombres.
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