Frente a esos sufrimientos sin par que relataban
aquellas mercenarias de las consultas médicas, mi humilde dolorcillo de
garganta quedaría ridículo. |
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SARNA CON GUSTO...
POR CAROLINA FERNANDEZ
L a escena se desarrolla en la sala de
espera de un centro de salud cualquiera. Dos señoras se abanican con garbo y
se quejan simultáneamente de lo que tardan los pacientes en salir de la
consulta. Seguidamente se quejan de lo rápido que las despacha el médico
cuando son ellas las que están dentro. Después de los ayes y las
lamentaciones a coro, se miran como si se hubieran visto por primera
vez."Yo, es que estoy fatal de la diabetes", dice la señora A. "Pues anda
que yo -la señora B también padece diabetes. Acaban de encontrar un punto en
común para romper el hielo-. Llevo dos años ¡dos años! comiendo de régimen,
que eso ni es comer ni es nada, eso es comer mierda, lo que te digo
¡mierda!". Pienso yo cuánta gente agradecería tener en el plato a mediodía
su pescadito a la plancha con una ensalada de lechuga y sus dos tostadas
integrales. La señora B, viendo que suscita la compasión de las demás, se
embala. "Pero el que de verdad lo lleva fatal es mi marido, que se pone malo
cada vez que me ve comer esas porquerías. ¡Enfermo se pone! Y me monta el
numerito todos los días". Pausa dramática. La señora B en cuestión, que por
cierto está bastante redonda, mira al auditorio satisfecha porque ha
conseguido captar la atención de la sala de espera. La señora A se da cuenta
y no se arredra. Contraataca: "Pues a mí ahora me están saliendo los
espolones", dice muy resuelta señalándose los pies. Ahí queda eso. Se oye un
"ooooh" por la sala. Alguien rompe el hielo: "Pues eso dueleeeee, eso
dueleeee...", moviendo la mano muerta arriba y abajo para dar más énfasis.
"Si es que casi no puedo ni bajar las escaleras -continúa- y más el otro
día, que encima tenía la tensión por los suelos". "¿Y eso?", pregunta otra
con curiosidad. "Ay hija, a estas edades -yo calculo 55 ó 60 años- no se
sabe, esas cosas vienen y se van..." El interés decrece. Aprovecha el
momento y sale al contraataque la señora C, que estaba esperando su
oportunidad. "Es que a estas edades le entra a una el demonio y ya no se le
quita más". Toma ya. Lo afirma rotundamente, sin titubear. Yo, en mi
esquina, me preparo para lo peor. "A mí me pasó a los 48. Hasta ahí, como
una rosa, pero a partir de los 48 mal, mal, mal, mal, mal, mal... y así
estoy", remata con un suspiro lastimero. En mi modesta opinión, a la señora
se la ve como una lechuga, remango no le falta, desde luego. "A mí me pasó a
los 55...", una señora D intenta meter baza, pero la C es una deslenguada y
no se deja. Ataca por donde más duele. "Es que pasé una menopausia...". La
sala ya está definitivamente enganchada. Ha salido el tema estrella. "Porque
es que encima, justo en la menopausia me salieron unos bultos que me dijeron
que me los tenía que operar, y que al final no eran nada, pero que había que
sacarlos. Y ya de paso me quitaron los ovarios, y del vaciado quedé
estupenda, oyes, eso no fue nada, pero desde la anestesia ya no soy la
misma". Hace una pausa para respirar, momento que aprovecha un caballero
para pasar discretamente por el medio de la tertulia ginecológica y entrar
en la enfermería, con su tarrito envuelto en papel albal en la mano. Todas
miran el tarrito de papel albal con comprensión de madre. Y sigue la señora
D, manteniendo el suspense: "Nunca jamás me recuperé del todo de la
anestesia". Las otras asienten. "Es que lo de la anestesia es muy jodido,
pero que muy jodido". "Pues la verdad que sí, y ahora gracias a eso, padezco
del riñón, y eso sí, eso sí que no se lo deseo yo a nadie", termina con tono
triunfante y sonriente, justo cuando le toca el turno para la consulta. La
señora A vuelve a la carga, ahora que se ha marchado el foco de atención:
"Pues yo sí que padezco del hígado, y no sé yo si será peor eso que lo del
riñón". Pero no se le presta la atención que esperaba porque en ese momento
hay aspavientos y saludos efusivos hacia una recién llegada, que tiene
consulta dos horas más tarde, pero que como vio pasar el autobús, lo cogió y
se vino hasta la sala de espera, a ver si había alguien conocido. La señora
E no pierde el tiempo, y en un segundo está enseñando sus venas varicosas y
relatando sus padecimientos. Pero esta vez no viene por eso, sino a ponerse
unas inyecciones. Enseña su caja, que tiene letras verdes. Un hombre que
hasta ahora no había abierto la boca le dice que esas inyecciones de las
letras verdes no valen para nada, que él se las puso, y como si fuera agua.
En cambio esas otras que le han recetado, que se saca del bolsillo y que
tienen letras azules, esas sí son buenas, qué digo buenas, son milagrosas.
Entonces se organiza una acalorada discusión sobre la conveniencia o no de
ponerse las verdes o las azules. En ningún momento se nombró la dolencia en
cuestión, así que no puedo aportar ese dato, pero la contienda quedó en un
apabullante 5-1 a favor de las inyecciones con letras verdes. El caballero
quedó claramente arrinconado por la turba femenina, que hizo una piña para
demostrarle que de inyecciones, más que ellas no entiende nadie. Ellas se
dieron cuenta de mi presencia, en una esquina, y me miraban sonrientes,
asintiendo, pidiendo mi complicidad. Yo no podía menos que mirar divertida
la escena, jurándome a mí misma que la próxima vez que tuviese que ir al
médico, dentro de mucho tiempo espero, me llevo la grabadora en el bolso.
Claro, yo no podía intervenir, porque frente a esos sufrimientos sin par que
relataban aquellas mercenarias de las consultas médicas, mi humilde
dolorcillo de garganta quedaría ridículo. Tentada estuve de contarles que
los alaridos de dolor al tragar despiertan al vecindario y que estoy
aterrorizada porque me veo venir una laringectomía... pero me parecía muy
fuerte. La verdad es que salí de allí con un jarabe, la firme intención
poner toda mi positividad para estar como una rosa en dos días, y el
convencimiento de que las consultas están llenas de personas enfermas, sí,
pero no del cuerpo, sino de la mente. El resto viene por añadidura. ∆ |