Discrepar del pensamiento
único puede ser considerado apología del terrorismo, según quién oiga y
según quién interprete. Ya se aprecian síntomas de una nueva caza de brujas,
para quien los quiera ver. |
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NEGRA NAVIDAD
POR CAROLINA FERNANDEZ
P ensaba escribir un bonito cuento de
Navidad, con moraleja al final, pero la verdad es que este año no consigo
entrar en contacto con ese espíritu navideño que, inevitablemente, inunda
todo llegadas las fechas. Será que aún no he visto lucecitas de colores ni
escaparates ni espumillones, que es lo que hace el ambiente. Será porque aún
es pronto para el cuento ese del avaro que es visitado por tres espíritus,
síntoma inequívoco de que ha llegado la Navidad a la televisión estatal.
Será que han sido doce meses extraños, desquiciados, surrealistas, doce
meses durante los cuales he visto cómo crece el integrismo a nuestro
alrededor, y no sólo lejos, sino a la puerta de casa, y cómo el fascismo
disfrazado engaña cada vez a más personas, que lo ven pasar por delante de
sus narices y ya no lo reconocen.
Son tiempos extraños.
¿Cómo voy a tener espíritu navideño?
Será que cada vez me siento más fuera de lugar en un mundo en el que
discrepar del pensamiento único puede ser considerado apología del
terrorismo, según quién oiga y según quién interprete. Ya se aprecian
síntomas de una nueva caza de brujas, para quien los quiera ver. Quien
cuestione las versiones oficiales, quien discrepe, quien se separe de la
línea marcada, será tachado de radical. Y según lo lejos que se atreva a
llevar sus discrepancias, así de peligroso lo considerará el sistema. Hace
un par de semanitas leía en la prensa algo sobre un profesor de instituto
denunciado por sus alumnos por "cuestionar el holocausto de los judíos". Eso
rezaba el titular, redactado para que nos llevásemos las manos a la cabeza.
La noticia ampliaba más, y decía que además proponía otras teorías sobre Bin
Laden, los palestinos o los chechenos. El señor en cuestión, en una
declaración escueta, argumentaba que sólo trataba de proponer a sus alumnos
teorías distintas a las habituales para enseñarles a pensar fuera de lo
convencional. Yo no sé lo que dijo ese señor en su clase, pero no sonaba mal
su propuesta y desde luego no creo que mereciese el tono de acusación
implícita que rezumaba la noticia. Hasta donde yo sé, existe la presunción
de inocencia. O existía, al menos.
Yo confieso, con la mano en el corazón, que a mí me inspiran más simpatía
los peligrosos terroristas chechenos, que Putin, que es capaz de gasear a su
propia gente sin que se le mueva un pelo del tupé. Y es que yo entiendo que
los chechenos estén hasta ahí donde todos estamos pensando, de que Rusia les
pise la cabeza. Y entiendo que quieran volar un patio de butacas lleno de
rusos para hacerse escuchar y para detener la locura de su país. No entiendo
que ellos sean unos terroristas sanguinarios mientras el vampiro de Putin es
un líder político respetado por la comunidad internacional, al que Aznar,
por cierto, besa la mano. Mis tripas, que son buenísimas consejeras
últimamente, se revuelven con escenas de esa calaña. Sin embargo los
chechenos muertos, por seguir con el ejemplo, emanan una dignidad a la que
muy pocos políticos pueden siquiera aspirar, y su valor me merece respeto.
Como me merecen respeto los palestinos que defienden a su pueblo hasta las
últimas consecuencias. Y alguien me recordará que matar no está bien, es
cierto, lo sé. Pero también entiendo que desde el sofá de casa, viendo las
noticias a mediodía, las cosas se ven de una manera, y desde la piel de
quien lleva años sufriendo la injusticia, los abusos, el desprecio de un
pueblo dominante, quien ha visto morir a su gente alrededor, quien tiene que
defender los garbanzos de sus hijos, desde esa perspectiva puedo comprender
que haya otra visión de las cosas. Ni los buenos son tan buenos, ni los
malos son tan malos. En algunos casos, sólo están desesperados. A mí, qué
quieren, en un mundo tan loco como este, si tengo que elegir entre unos y
otros, el corazón se me inclina hacia el más puteado.
Tampoco me explico cómo es posible que Sadam sea un genocida con armas de
destrucción masiva debajo del colchón, y que a Bush no se le tache
exactamente de lo mismo. No me parece cabal condenar el salvajismo de los
integristas islámicos y que no se mida con el mismo rasero el salvaje
patriotismo americano y las ínfulas absolutistas de su presidente, que causa
más muerte y más miseria que todo el terrorismo del mundo junto.
Por todas estas razones y muchas más que no me caben aquí, no me encuentro
este año el espíritu navideño por ninguna parte.
También reconozco que me pillan estas fechas con el ánimo teñido de fuel,
ese mismo que pringa las costas gallegas. Abro un paréntesis: es un ejemplo
cercano de cómo los intereses económicos pueden joder la vida a todo un
pueblo sin que pase nada, porque al final no pasará nada. No entiendo que
aún no haya habido dimisiones en masa, tanto en el gobierno autonómico como
en el central, por incompetentes. Y tampoco me explico cómo los gallegos aún
no han ocupado en masa la Plaza del Obradoiro en Santiago para embadurnar
con esa porquería negruzca el despacho de ese tótem que tienen por
presidente. Cierro el paréntesis.
En fin, no sigo.
Así que si alguien se encuentra en algún bolsillo restos del espíritu
navideño de paz, villancicos, armonía y buenos propósitos que duran
exactamente hasta el día después de Reyes, que haga un paquetito con él y
que lo tire por el WC, le recomiendo, porque ni la armonía ni los buenos
propósitos son solución más que para calmar conciencias.
Sí lo sería el Amor, el de verdad, el que nos enseñaron hace dos mil años,
que aunque parezca increíble sigue latiendo detrás de tanta locura.
Hay demasiado dolor en el mundo. Por eso cada vez hay más gente que piensa
lo mismo: o jugamos todos o rompemos la baraja.
Pues por mí que se rompa la baraja. A ver qué pasa. ∆ |