La lucha contra la ambición
no admite tregua, y la reivindicación de la dignidad de todos y cada uno
de los hombres que pueblan el planeta es esencial e irrenunciable. |
|
LA ENTREGA
POR JOSE ROMERO SEGUIN
Y o, como quizás tú, tenía hasta hace
poco a modo de esperanza la paciencia, y por sano orgullo el sentir
consolidados esos logros sociales que se han ido alcanzando tras años de
encarnizada lucha, entre la crónica ambición que nos aqueja, y la constante
y necesaria reivindicación de la condición de ser humano que ostenta como
humano que es, el trabajador.
Conquistas que eran hasta hace bien poco, o al menos así se presentaban,
motor de progreso, bandera de orgullo de Occidente. En una palabra, un
pedazo de dios social que a nadie le repugnaba adorar, y que se ha
convertido de la noche a la mañana en un pesado lastre, en un objetivo
trasnochado y anacrónico, que frena el desarrollo económico, sumergiéndonos
en la noche de los tiempos.
Me pregunto yo, si hubiésemos admitido que los niños trabajasen como bestias
de carga, que las mujeres no tuvieran ni derecho ni espacio, que los obreros
fuesen meras herramientas para ser utilizadas a conveniencia del empresario,
a dónde habríamos llegado, qué Arcadia de progreso y bienestar habríamos
alcanzado.
En fin, que parece ser que hemos construido la historia de este último siglo
y cimentado con ello las relaciones sociales, políticas y económicas sobre
la base de un despropósito, de un auténtico desafuero que no ha hecho sino
atrasar el progreso, el pleno empleo, el advenimiento de la esperada Utopía.
Qué desafuero entonces, señores, qué vergüenza se cierne sobre nuestro
cacareado sistema de conquistas sociales, qué desatino, qué atrevimiento,
qué vano esfuerzo en el que se han puesto vidas y haciendas en juego y se
han perdido, por algo tan deleznable, como parecen ser los avances sociales
conquistados.
Amarga la procaz ironía, porque proclama una verdad no inamovible, pero sí
ciertamente congruente con la marcha de los tiempos, y el circuito por el
que discurren hoy por hoy las relaciones sociolaborales, y no sólo ellas,
sino el desarrollo económico de Occidente. Tenemos, o al menos así nos lo
quieren hacer ver, por futuro la resignación o la aniquilación. Y entre
ellas tenemos que elegir, o claudicar y entregarnos a los designios de las
necesidades del mercado, es decir, el progreso, o inmolarnos y renacer de
nuevo, es decir, el retroceso.
El trabajo es ahora un nuevo dios, un dios al que otro dios calificó de
maldición, y que se ha convertido en algo peor, en empleo. Y el empleador se
ha convertido en sumo sacerdote que lo administra con sabiduría y magnánima
virtud. Y ante ese dios osamos levantar la voz, ponerlo en solfa,
blasfemando sobre el divino proveedor, sobre el que gravita el bienestar
social, esa bendición en la que es verdad, de entrada, no cogemos todos,
pero que a todos nos ilusiona porque a todos sin distinción se nos figura
accesible.
La lucha contra la ambición no admite tregua, y la reivindicación de la
dignidad de todos y cada uno de los hombres que pueblan el planeta es
esencial e irrenunciable. Sostengo esto a riesgo de ser tachado de
retrógrado, de trasnochado, de subversivo, de lo que sea, y es que sigo
creyendo que quienes han luchado por tan altos valores, los que nunca
debieron estar en cuestión, no se equivocaban, es más, acertaban de pleno. Y
efectivamente su labor es y ha sido pilar básico de la convivencia y el
progreso.
El objetivo no es conseguir mantener a una élite de sátrapas que administran
los recursos económicos y medios de producción a su antojo. Una élite de
hombres que cegados por la ambición y conocedores de lo perecedero e
insustancial de su exorbitante botín, el dinero, dedican todas sus fuerzas a
sostenerlo, sin importarle que para ello tengan que desestabilizar economías
emergentes y consolidadas, corromper gobiernos de nuevo cuño y también los
ya acuñados, imponer regímenes dictatoriales, que no dudan en asesinar de
hambre y abandono a miles de seres humanos, con el solo objeto de mantener
de pie a ese ídolo de pies de hierro ensangrentado, que es el dinero. El
dinero, que está manchado de las más obscuras y abyectas de las debilidades
humanas.
En el ámbito social debemos aspirar a eliminar la singularidad a favor de la
pluralidad, pues a todos nos concierne cuanto sucede, y lo hace en igual
medida, es decir, que iguales han de ser también las obligaciones y derechos
de todos y cada uno de los hombres del planeta. Digo planeta, para que no
quede duda de que no estoy para nada de acuerdo con la división del mundo en
partes, que no hacen sino ocultar la desigualdad, la insolidaridad y el
holocausto a que estamos sometiendo a más de la otra mitad de la humanidad,
en nombre de la ambición e ignorando sin asco su condición de seres humanos.
Qué broma pesada es ésta, de hacer sospechosa a la víctima, de hacer del
empleo, que no del trabajo, que nada tiene que ver una cosa con la otra, un
dios ante el que se justifican todos los sacrificios, cuando es mentira,
pues el hombre hoy no trabaja para ese fin legítimo que es siempre el de la
convivencia, sino para y por los intereses de un grupo, de una elite. ∆ |