
Yo sabía que en
cuanto les daba la espalda, ella y Mister Mac entrelazaban sus ratones, y
así se quedaban hasta que yo regresaba al estudio. Entonces, por
discreción, volvían a su posición original y suspiraban en silencio el
uno por el otro. Yo sufría, lo reconozco. Pero lo peor aún estaba por
llegar. |
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LAS MAQUINAS DEL FUTURO
POR CAROLINA FERNANDEZ
Verán,
todo empezó hace unos meses. Yo tengo en el estudio una mesa de trabajo
con un ordenador. Ya sé que eso no tiene nada de particular. Todo el
mundo tiene un ordenador. Trabajaba en él por las noches. Me gustaba
escribir cuando el resto de la casa estaba en silencio. Al terminar le
daba unas palmaditas en el disco duro, para agradecerle el trabajo, y el
ordenador me compensaba con un guiño cariñoso al apagar la pantalla. Nos
llevábamos bien. Yo procuraba no agobiarlo con mis prisas y mis apurones
laborales. Y él me compensaba soportando con infinita paciencia mis
dedazos sobre su estilizado teclado ergonómico, mis instrucciones
equivocadas, o los vapores de mis cafés de madrugada. Los viajes por la
red hicieron más estrecha nuestra relación. Me llevaba velozmente a
cientos de lugares cada noche. De la mano recorríamos páginas llenas de
recovecos por descubrir. En los momentos en los que el sueño y la
cafeína me podían, diría yo que casi se adelantaba a mis deseos
llevándome a donde quería ir antes de que se lo pidiera. No me pregunten
por qué, pero juraría que sus maneras tenían cierta magia femenina. Y
empecé a llamarla Molly.
Todo iba viento en popa. Molly y yo cada día nos entendíamos mejor. Me
esforcé mucho para estar a la altura. Consulté manuales, pedí consejos
a los amigos, incluso practiqué sin ella saberlo con otras máquinas.
Todo lo hice para aprender a tratarla cada día mejor. Vivía ilusionado
hasta que un día, por cuestiones laborales, mi jefe me sugirió que me
comprase otro ordenador. Qué inocente fui. Naturalmente le dije que sí,
y al día siguiente me traje a casa un flamante Macintosh G4. Mister Mac,
lo llamé. Mientras lo desembalaba, notaba un silencio extraño en el
estudio, cierta tensión en el ambiente. No sabía a qué se debía, lo
achaqué a la novedad, a la expectación que inevitablemente se produce
ante un elemento extraño. Notaba en la nuca la presión de Molly,
impaciente, esperando que terminase pronto para explorar la nueva
adquisición. Hoy maldigo el día en que se me ocurrió la idea. En cuanto
lo encendí, Mister Mac se giró inmediatamente hacia Molly, y en seguida
supieron que estaban hechos el uno para el otro. Los primeros días yo
procuré actuar como si nada, continuando con el ritmo normal de trabajo,
pero no podía evitar sentir una punzada en el estómago al darme cuenta
de la realidad. Molly se comportaba servicialmente, sí, cumplía sin
rechistar en todas sus funciones, pero por sus circuitos ya no circulaba
la misma ilusión. Seguíamos viajando juntos por la red, pero eran
desplazamientos fríos, automáticos, de página a página, carentes de la
emoción de aquellas escapadas a otros mundos que ayer mismo nos dejaban
temblando. Yo procuraba reclamar su atención, la trataba con mimo
exagerado, le compré una alfombrilla nueva y hasta la rodeé de
monigotes, esos que regalan en los huevos de chocolate, para darle color.
Dejé el café, para no irritarla con mi aliento, cualquier cosa antes que
su indiferencia. Fue inútil. Yo sabía que en cuanto les daba la espalda
ella y Mister Mac entrelazaban sus ratones, y así se quedaban hasta que
yo regresaba al estudio. Entonces, por discreción, volvían a su
posición original y suspiraban en silencio el uno por el otro. Yo
sufría, lo reconozco. Pero lo peor aún estaba por llegar. Una noche ya
no pude soportarlo más. Desenchufé a Mister Mac y me lo llevé a la
habitación contigua. Tenía que hacer ante ellos una demostración de
poder, al fin y al cabo eran míos. Yo había pagado las facturas y yo
decidía cómo, cuándo y dónde. Así que pensé que aquello se tenía
que terminar si no por las buenas, por las malas. Molly no volvió a ser
la misma. La luz de su pantalla se hizo mortecina, se quedaba parada,
ensimismada en sus pensamientos, hasta que yo la reiniciaba violentamente,
obligándola a volver a su trabajo. Subía ella misma el volumen de sus
altavoces y así se comunicaban, con sonidos lánguidos, de habitación a
habitación. Se le iba la energía. Llamé a un técnico a ver si podía
hacer algo por ella, darle unas vitaminas, cualquier cosa, pero me dijo
que en estos casos él no podía hacer nada, que Molly sencillamente se
consumía de pena. Me di cuenta de la tremenda equivocación que había
cometido. Vi que las cosas son como son, no hay que darles vueltas, y
está claro que por mucho que yo me empeñe Molly y yo no estábamos
hechos el uno para el otro. Lloré como un auténtico gilipollas, me
avergüenza decirlo, cuando devolví a Mister Mac al estudio, pero no
podía hacer otra cosa. Por encima de todo no soportaba verla sufrir así,
de modo que los instalé a uno junto al otro, los dejé conectados,
apagué la luz, cerré la puerta, y me fui al salón a beberme una botella
de whisky.
Sé que tomé la decisión correcta. A partir de ese día todo ha vuelto a
la normalidad. Mister Mac trabaja bien y Molly me ha perdonado. Pero ha
sucedido algo insólito. Hace unas semanas, al entrar al estudio por la
mañana, me encontré con un pequeño ordenador portátil sobre la mesa,
entre Molly y Mister Mac. Los dos me lo enseñaron con orgullo,
haciéndose carantoñas y guiños. Me han pedido que me ocupe de él, que
le enseñe todos los programas, que lo inicie en los viajes por la red,
que lo eduque y lo prepare para el futuro. Me quedé de piedra, pero
claro, no pude decir que no.
Es pequeño, pero muy inteligente. Sabe ya unas cincuenta palabras, y va
componiendo sus propias frases. Le leo cuentos por las noches hasta que se
queda dormido, y se me cae la baba cada vez que me llama "tío
Manolo". Dicen que son la generación del futuro, y que en unos diez
años será un adulto muy preparado.
A mí de momento, me ha revolucionado la vida. Creo que a todos los que
estamos aquí nos ha pasado algo parecido, o al menos eso me ha dicho la
enfermera cuando me ha pedido que cuente en alto mi historia. ¿Quieren
saber algo más? No se preocupe, llevo mi medicación al día y no navego
más que dos días a la semana, lo permitido. Ahora, si me disculpan, es
que tengo que llevarle al parque. Le gusta merendar un plátano y un
bocadillo de mortadela... ∆
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