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CONTRAPUNTO

 

 

Los mismos esclavos que construyeron las pirámides abrasándose bajo el sol de Egipto, hoy recogen tomates y pimientos cociéndose a más de 40 grados en los invernaderos de Almería.

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ESCLAVOS
POR CAROLINA FERNANDEZ

Hay doscientos cincuenta millones de esclavos en el mundo, según la ONU, que en esto de las cifras es un fenómeno. Doscientos cincuenta millones de personas esclavizadas, que se dice pronto. ¿Se han parado a pensar cuántas personas caben dentro de esta cifra? Doscientos cincuenta millones es una cantidad surrealista.
Hace unas pocas semanas saltó a los titulares de los noticiarios de todo el mundo la historia de un barco que navegaba por el Golfo de Guinea cargado de mercancía infantil para vender al peso. Después de andar dando tumbos, finalmente el barco, como sabemos, llegó a puerto, pero no cargado de niños, ni tampoco totalmente vacío, lo cual habría hecho sospechar que los rapaces habrían acabado en el fondo del mar, sino con unas decenas de niños en perfecto estado de salud convenientemente acompañados por sus padres. Por supuesto, una servidora no se cree una palabra de la historia, conociendo el poder de las mafias que se dedican al tráfico humano, viendo el descontrol de las autoridades y la confusión con que se presentó la noticia. Lo único cierto de todo el follón que se armó es que existen doscientos cincuenta millones de esclavos, millón arriba o abajo, la mitad de los cuales son niños. Valió este vergonzoso episodio para poner sobre la mesa, una vez más, los datos, la realidad. Valió también para airear de nuevo la hipocresía de una sociedad acomodada que sabe, calla, consiente, y muy de tarde en tarde, cuando los medios de comunicación ensalzan una noticia puntual, pone el grito en el cielo, se lleva las manos a la cabeza y organiza manifestaciones para gritar en la plaza del ayuntamiento un insulso "basta ya". Pero hay que saber que una noticia así es, en una medida, un espejismo. Salta al ruedo de la opinión pública porque alguien en alguna agencia lo decide. Si hubiesen preferido dejarla en un cajón o dedicarle las seis líneas de un comentario superficial, como tantos otros comentarios superficiales que esconden tragedias descomunales, la cosa no habría dado más que hablar. La noticia son realmente los doscientos cincuenta millones de esclavos que consentimos diariamente, las víctimas cotidianas de un sistema feroz que para sostenerse necesita alimentarse de la desigualdad. La miseria de muchos millones a cambio del bienestar de muy pocos. Ese es el precio.
La esclavitud no es una palabreja anticuada, relegada a los libros de historia. Los mismos esclavos que construyeron las pirámides abrasándose bajo el sol de Egipto, hoy recogen tomates y pimientos cociéndose a más de 40 grados en los invernaderos de Almería. Y también hacen los balones con los que luego se juega la Champions League, y las zapatillas deportivas, y proyectiles para las guerras que vemos en la tele a la hora de comer, y esas alfombras tan baratas que hay en el hiper, que son una ganga made in Taiwan, y la mayoría de los artilugios que abarrotan las estanterías de esas tiendas donde todo cuesta veinte duros...
Muchas cosas de nuestra vida cotidiana pasan por manos de esclavos modernos. Es cierto que con los tiempos, las formas han cambiado. Normalmente no hay grilletes, ni látigos, ni se les vende en subasta pública. Ahora la esclavitud se disfraza de explotación laboral, explotación sexual, contratos matrimoniales, pago de deudas familiares, etc.
La globalización económica ha abaratado la mano de obra hasta mínimos indignos. Las grandes empresas buscan para instalarse aquellos países que ofrecen mejores ventajas, entre ellas, mano de obra abundante, barata y sumisa. A los gobiernos no les tiembla el pulso a la hora de ofrecer a sus trabajadores como carnaza para atraer la inversión extranjera. En muchas fábricas, las condiciones de trabajo retroceden hasta la revolución industrial: jornadas de 14 horas (reconocidas) sin pausas, con salarios de risa y en unas condiciones deplorables.
En todos los casos, las mujeres siempre salen peor paradas. Ellas viven siempre las condiciones más extremas, a lo que hay que sumar millones de casos de prostitución forzada, prostitución infantil y tráfico de mujeres. El llamado turismo sexual es conocido y consentido por muchos gobiernos. Al fin y al cabo, es una fuente de ingresos nada despreciable. El 60% del presupuesto nacional de un país como Tailandia, por ejemplo, hay que agradecérselo a la prostitución.
Y de los doscientos cincuenta millones de esclavos, decíamos, la mitad son niños. Es la parte más vergonzosa de esta tragedia humana. Son la mano de obra perfecta porque obedecen, no protestan y son fácilmente reemplazables. Trabajan en condiciones extremas, en labores demasiado duras para sus cuerpos aún sin formar. Queman sus vidas en explotaciones mineras, cargando enormes pesos, sin horario, sin seguridad; se exponen sin protección a productos químicos y a las altas temperaturas de los hornos industriales; recogen cosechas en jornadas agotadoras; resultan un reclamo de primera para el turismo sexual, exponiéndose a todas las enfermedades de transmisión sexual y soportando malos tratos constantes; sufren todo tipo de abusos en el servicio doméstico; son soldados precoces, obligados a combatir y en ocasiones a participar en matanzas a sangre fría como entrenamiento para "hacerse fuertes". Muchos son vendidos por sus familias en la miseria para saldar deudas o para obtener un poco de dinero. Y todo esto sucede, repito, todos los días con el conocimiento y el consentimiento de todos los gobiernos del mundo.
¿Y cómo se arregla esto? Esta humanidad padece un desequilibrio crónico, alimentado conscientemente para mantener el sistema de vida de unos pocos. Eso es lo que origina todos los demás problemas. Podríamos buscar complejas causas socioeconómicas sobre las que todos discuten y en las que todos se pierden. Pero para comenzar un nuevo camino no hay que complicarse tanto la vida, bastaría con deshacernos de algo que nos sobra: toneladas de egoísmo.
A partir de ahí empezaríamos a hablar de un futuro distinto.
El resto es perder el tiempo. ∆

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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