Cada átomo es una
ficha de dominó relacionada con otras y si empujas una, antes o después,
otra caerá, de eso sí podemos estar seguros. |
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ANIMALES INTELIGENTES
POR CAROLINA FERNANDEZ
Somos
listos, los humanos. Nos creemos que si tiramos piedras hacia arriba
alguien habrá que las frene antes de que nos caigan en la cabeza. Pero
ese alguien, o no existe, o ha pedido vacaciones. Convertimos a un puñado
de vacas en caníbales con toda tranquilidad, confiando en que no pasará
nada, a pesar de haber vuelto del revés una cadena alimenticia que
funciona estupendamente desde que el hombre es hombre y la vaca es vaca.
Nosotros tranquilos, a lo nuestro. Luego nos hacemos los sorprendidos, nos
llevamos la manos a la cabeza cuando nos pasan la factura. Hace un tiempo,
la OMS advertía que dentro de poco tendremos serias dificultades para
curar determinadas enfermedades que ahora mismo tienen un tratamiento
generalmente sencillo y eficaz, por ejemplo, la tuberculosis. Y eso porque
hemos mal utilizado la solución que teníamos en la mano. En los países
ricos, por inflarnos a antibióticos como si fueran gominolas. En los
países pobres, por abandonar en la mitad del proceso unos tratamientos
que resultan demasiado caros. Huelga decir que son caros porque al norte
le da la gana, no por otra razón. Y en los dos casos el resultado es el
mismo. Las bacterias, que también son listas, aprovechan la oportunidad y
buscan la forma de sobrevivir: mutar y hacerse inmunes. Las consecuencias,
ya nos lo han dicho, serán desastrosas.
Los alimentos transgénicos son otra lindeza. Sabemos que son tomates
que no se pudren y cereales vacunados contra las plagas que atacan las
cosechas. Nos dicen que está todo bajo control, y que las semillas
modificadas genéticamente nos conducirán a una revolución agrícola sin
precedentes. Dicen que es la solución para acabar con el hambre en el
mundo. Omiten que entre la semilla milagrosa y el agricultor
tercermundista, suele haber una multinacional, y las multinacionales no
son precisamente hermanitas de la caridad. Además ¿quién es el listo
que se atreve a predecir las consecuencias de alterar la estructura de una
simple semilla? Ya sabemos, o deberíamos saber, que la naturaleza es la
madre que la parió, y si tocas aquí te duele allá. Cada átomo es una
ficha de dominó relacionada con otras y si empujas una, antes o después,
otra caerá, de eso sí podemos estar seguros.
Además, no hay más que mirar el historial del ser humano, plagado de
meteduras de pata: cada vez que el hombre ha metido mano en las delicadas
cadenas de la naturaleza ha hecho más destrozos que un elefante en una
cristalería y finalmente la ha cagado -con perdón- con todo el equipo.
Hace unos días sin ir más lejos nos recordaban que nos enfrentamos a las
consecuencias de un cambio climático, que por otra parte, estaba más que
anunciado. Lo que pasa es que a aquellos ecologistas barbudos que hace
treinta años empezaron a dar la alarma los tomaron por el pito del
sereno. A las organizaciones de hace veinte años se las acusó de
extremistas y de agoreras. A los científicos de hace diez años no se les
hizo mucho caso porque eran unas ovejas descarriadas del sistema. Hoy el
calentamiento del planeta ya es un hecho irreversible, y precisamente por
eso, por irreversible, tampoco cabe plantearse nada que hacer. ¿Para
qué, si no hay vuelta atrás? Los casquetes polares se van al carajo, los
mares suben, los desiertos avanzan, nos amenazan plagas y enfermedades
infecciosas, se anuncia la desaparición de numerosas especies animales y
vegetales, vaticinan fenómenos meteorológicos extremos, grandes olas de
calor, lluvias torrenciales, corrimientos de tierra; desaparecerán islas
enteras y cambiarán los mapas actuales. ¿De qué preocuparse? Esas cosas
siempre pasan en otros países.
La ciencia ha dado recientemente una patada en los cataplines al ego
humano, al decirnos que sólo nos diferenciamos del chimpancé en un 1,3%
¿No es alucinante? Llevamos siglos luchando por establecer diferencias.
Desde las cavernas luchamos por dejar claro quién manda en este planeta,
quién lleva los pantalones, quién es el más poderoso, el más capaz, el
más listo. No contentos con distanciarnos de la naturaleza, marcar
distancias con los animales, establecer jerarquías en el reino humano, y
despreciar a nuestro vecino, finalmente nos enteramos de que estamos
hechos de la misma pasta que muchos bichejos a los que hasta ayer
mirábamos por encima del hombro. Todos somos lo mismo. Y del hermano
chimpancé nos separa un minúsculo paso, un ridículo 1,3.
Hay varios escalones que definen distintos grados de inteligencia, pero
hay uno que incluye la facultad de comprender. Es la capacidad de
relacionar conceptos, de buscar puntos en común en situaciones distintas,
de encontrar soluciones para constantemente adaptarse a un entorno que no
deja de cambiar. Antes de que se nos infle nuestro ego desinflado, hay que
decir que, efectivamente, esa capacidad la tiene el hombre. También la
tiene el chimpancé.
La diferencia entre uno y otro es que el chimpancé la usa. ∆
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