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CONTRAPUNTO

 

 

Habría allí unos cien hombres, todos fieros, todos grandes como montañas, todos marcados por batallas anteriores, todos rugiendo de impaciencia, deseando el combate. En la grada, el público tronaba...

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LEYENDAS
POR CAROLINA FERNANDEZ

Una vez más, alrededor de la hoguera, los descendientes de los antiguos guerreros recordaban las historias de sus antepasados. Esta se escuchó una noche templada, al lado del mar...
Cuenta la leyenda que hace muchos, muchísimos años, un guerrero desconocido llegó a estas tierras que ahora habitamos. Nadie sabía de dónde venía. Nadie lo había visto nunca antes. Ni siquiera los más viajeros habían oído hablar de él. Ni un rumor. Nada. No dijo siquiera su nombre cuando se presentó ante el consejo del pueblo y, por supuesto, nadie se atrevió a preguntárselo. Es más, realmente nadie emitió un solo sonido mientras aquel hombre estuvo presente. Era como si las gargantas se hubiesen quedado secas. Aún sin saber, ni uno solo de todos los presentes dudó un segundo que aquel hombre que tenían delante traía algo consigo, algo que les inquietaba aunque no lo pudiesen descifrar. Si se hubiese preguntado, nadie habría dicho que sentía temor, porque no era temor lo que inspiraba. Lo que les mantenía mudos era la certeza, la completa seguridad de que se avecinaba algún acontecimiento que cambiaría el curso de sus vidas.
Delante del consejo, reunido en semicírculo y flanqueado por todos los habitantes del pueblo y alguno más llegado de aldeas vecinas, el hombre se mantuvo de pie y en silencio durante unos minutos que parecieron horas. Lentamente, dejó resbalar la mirada por todos los presentes, de norte a sur y de este a oeste. Aquella figura solitaria no parecía peligrosa en absoluto. No llevaba armas visibles. No tenía una complexión especialmente fuerte. Vestía una capa de piel oscura desde los hombros hasta los pies, anudada en el frente; la cabeza, cubierta por una amplia capucha que no dejaba ver más que el brillo de los ojos y la expresión de la mirada, que no era feroz, como todos esperaban, sino serena y confiada. El polvo de las sandalias y las grietas del cuero indicaban que había recorrido muchos caminos antes de llegar aquí. Finalmente, habló. Su voz sonó como un trueno sobre las cabezas de todos, y hasta en el último rincón de la aldea se escuchó el desafío: "Quiero que dentro de tres días, cuando el sol esté en lo más alto, todos los guerreros de vuestro pueblo me esperen en el anfiteatro para ser vencidos". Dicho esto, se dio la vuelta y se fue.
La conmoción que produjo no se puede describir. Por supuesto, ni uno solo de los guerreros dio un paso atrás, ante lo que consideraban el reto estúpido de un demente que no tenía posibilidades de durar ni un minuto vivo. Entrenaron duramente durante los tres días de plazo, pulieron sus armas, ensayaron sus técnicas para demostrarle al intruso impertinente que la soberbia se paga, y a la hora señalada se presentaron todos en la arena, bufando como animales, con el pulso alterado por la promesa de sangre, lanzando al aire alaridos salvajes para darse ánimo, golpeándose el pecho unos a otros para reafirmar su valor. Habría allí unos cien hombres, todos fieros, todos grandes como montañas, todos marcados por batallas anteriores, todos rugiendo de impaciencia, deseando el combate. En la grada, el público tronaba.
El portón de madera se abrió y apareció aquel extraño guerrero, vestido exactamente igual que tres días antes. De nuevo, el gentío enmudeció, y los hombres hicieron un pasillo en la arena para que pudiese caminar hacia el centro. No se le veían armas, y su respiración era pausada y rítmica, en contraste con el aliento alterado del resto de los hombres. Un gesto rapidísimo bastó para quitarse la capa. Si antes el público se había quedado sin habla, en ese momento dejó de respirar. Era una mujer. Una cascada de pelo oscuro se descolgó por sus hombros. Una sola mirada alrededor bastó para renovar el desafío. Pero los guerreros se habían quedado inmóviles, congelados, incapaces de mover un solo músculo de su cuerpo. Ella mantenía la mirada firme como una roca, sin retroceder, sin conceder un segundo de respiro. Fueron unos minutos eternos. Algunos dejaron caer sus armas al suelo, incapaces de alzarlas contra aquella aparición. Poco a poco empezaron a bajar la mirada y a sentirse ridículos con aquellos ropajes macarrónicos diseñados para impresionar a un enemigo inexistente. De repente les sobraba toda la fanfarria de la batalla, la escenografía del combate. Aquello de lo que se sentían orgullosos hasta hace un momento les parecía ahora estúpido y grotesco. Se vieron como faranduleros disfrazados, actores representando el papel de perros rabiosos en un esperpento para divertir al público. Sintieron vergüenza de sus gritos altisonantes, de los golpes en el pecho para envalentonarse, de la vaharada maloliente de sudor y suciedad que los envolvía. Su fiereza se había desintegrado, porque era completamente inútil ante aquel extraño enemigo que tenían delante.
Entonces ella sonrió, y al sonreír cambió todo. La luz se hizo más intensa, el aire enrarecido se hizo fresco y se perfumó con su aliento. Observó lo que estaba ocurriendo a su alrededor, y al ver cerca la victoria empezó a reír. Jamás habían escuchado nada semejante. Su risa era una fiesta, era música, eran campanas sonando alocadamente, era un estallido de cristales de colores, eran fuegos artificiales inundando el cielo, eran cascadas de agua, ríos de hielo y de fuego, eran estrellas bailando, eran chispazos de luz... Pero por encima de todo dicen que era una risa endiabladamente contagiosa. Y ellos, al verse a sí mismos disfrazados de fantoches, peleando entre ellos, buscando enemigos donde no los había para sentirse más fuertes, se sintieron tan rematadamente ridículos que no pudieron hacer otra cosa más que dejarse arrastrar por la magia de aquella risa. Primero fue un rumor lejano, un ronroneo suave que poco a poco fue convirtiéndose en un estruendo. Cien hombretones riéndose de sí mismos como niños son realmente ensordecedores. Esa fue la estocada de la victoria.
Dicen que esa mujer siguió recorriendo los caminos enseñando las artes de la guerra, demostrando que hay muchos tipos de lucha y que no todo son batallas a muerte. Algunas se ganan sencillamente con una carcajada compartida. ∆

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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