Los buzones se llenan de
telarañas. Los personajes de los sellos bostezan en el último cajón de
los estancos, y los coleccionistas se mueren por uno de mariposas, con
matasellos de un país exótico. |
|
LAS CARTAS
POR JOSE ROMERO SEGUIN
Las
cartas de amor, las cartas de sueños, las cartas de amistad y también
las de compromiso. Las cartas de la baraja de cartas de los sentidos y
también las de los tratados de derecho, todas las cartas de esta vida a
la carta, se han muerto de pena.
Los carteros arrastran por el barrio con desgana de viento otoñal los
pesados y horteros carritos amarillos que han sustituido a las
entrañables e inconfundibles carteras de cuero. Carritos repletos de
banalidades comerciales y vanas cartas de afectuosos directores de
cualquier tinglado económico. Cartas, cortas como un saludo indiferente
de acera a acera, o extensas como un testamento, donde te cuentan que eres
por una suerte de estúpidas mentiras, un elegido, un embrión de
millonario. Cartas con sobres abiertos que nada temen, sin intimidad, pues
nada esconden, nada que no pueda ser más mentira que la mentira que
realmente son. Cartas que son para uno, sólo porque alguien escribió tu
nombre en el sobre. Cartas sin alas ni besos. Cartas que hieren los
buzones y te dejan un vacío sin fondo en lo más profundo del corazón.
Los buzones se llenan de telarañas. Los personajes de los sellos bostezan
en el último cajón de los estancos, y los coleccionistas se mueren por
uno de mariposas, con matasellos de un país exótico.
Las cartas han perdido la batalla y posiblemente también la guerra.
Esperar es hoy un crimen, en medio de esta criminal prisa que asesina la
vida, esa vida que es más dulce y calma espera, que inmediatez y prisa.
La paciencia templa el alma y equilibra los sentidos.
Con las cartas se pierde el tacto del papel, el olor de la tinta, el
íntimo susurro de la pluma y su sentido a la hora de desgranar
sentimientos. Se pierde también aquel jugar a escribir más que palabras,
el tacto vivo de las manos que acarician el papel y lo doblan con mimo,
las siluetas de labios abiertos, los aromas, las huellas de lágrimas, y
demás vestigios ciertos de existencia al otro lado del papel.
Hoy colgados del móvil y el portátil todos somos carteros, todos carta,
destino y destinatario de un decir que nos asombra más por lo versátil e
innovador del sistema, que por aquello que realmente se dice.
Son los tiempos que son, y son los mejores, pues otros no hay, pero
cabe preguntarse, ¿son acaso por ello buenos? Hemos ganado tiempo a un
tiempo que nosotros mismos nos hemos impuesto y ello nos enorgullece.
Quizás la meta de nuestra civilización sea exactamente esa, la de
derrotarnos continuamente en nombre de un progreso que nos hace sentirnos
grandes. Quizás la medicina que más nos cura de esta enfermedad sin cura
en que hemos convertido la vida, sea justamente esa, la de imaginar que
avanzamos en medio de la marea de la vida y su ritmo de acordes cósmicos.
Somos cada día más sofisticados es cierto, pero no mejores. Pero eso a
quien le importa. El gusano cruza la manzana devorando voraz la fresca
pulpa que le da energía y con ella vida, cualquier camino es su camino,
pero sólo tiene acceso a uno. Puede variar de dirección cuantas veces
quiera sin que ello le salve de ese inexorable destino.
Hoy estas cosas hay que escribirlas en cartas sin remite y mandarlas a
todos los carteros del mundo, porque los zares sobran, pero no los
correos, si la prisa y no el romanticismo del mensaje en la botella, en el
vuelo de la paloma o en la cartera de cuero de un afable cartero de
barrio.
Cartas. Quién me escribe una carta. Quiero que me escriban cartas desde
todos los pueblos del mundo, cartas en las que me cuenten lo que no me
cuentan las pantallas, ni saben pronunciar las antenas. Cartas que
respiren y se puedan oler. Que al leerlas sientas latir en ellas y
pronunciar algo más que palabras. Cartas escritas a mano, la mano que
moldea y da vida a la idea y razón de ser a los más íntimos
sentimientos.
Cartas en las que no pidamos nada, en las que no vendamos nada, ni
tratemos de ser ingeniosos, ni brillantes, cartas en las que simplemente
nos contemos cosas que nos rondan por la cabeza. Que nos escribamos por el
simple placer de escribirnos, de comunicarnos, de saber que existimos, y
que al margen de la televisión y los ordenadores, al margen de las
estadísticas y los sueños de progreso, existimos hombres y mujeres que
tenemos cosas que decir, que podemos decir cosas, que tenemos el derecho a
recobrar el valor de las palabras, el lirismo innato de la vida. Creo
honestamente que quien como yo cuenta con el privilegio de que le permitan
contar lo que piensa, debe, tiene el deber inexcusable de ponerse a
disposición de esos potenciales lectores para leer lo que ellos tienen
que decir, lo que ellos piensan de la vida y de las cosas de la vida. Y
más, si con ello ponemos a salvo algo tan hermoso como las cartas.
Prometo contestarlas todas cumpliendo con el ritual de las auténticas
cartas. Cartas que salgan de nuestras manos como las caricias y las
bofetadas, que viajen como nosotros en los mismos barcos, en los mismos
trenes y aviones, y que como nosotros tarden y cuando lleguen de alguna
manera toquen en nuestra puerta. Cartas en definitiva con las que
restablecer la magia allí donde nunca debió ser expulsada, del sentido
de lo que se dice. Tenemos que volver a decirnos, aunque tarde, porque ya
se sabe, más vale tarde que nunca. ∆ |