JOSEP A. PUJANTE
Una historia de amor
Annapurna
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Foto: M.A. Oliva |
Barcelonés. 45 años. Neurocirujano. Dedicado a la dirección y
gestión hospitalaria, ha ocupado diversos cargos directivos. Pero Josep
A. Pujante aparta un poco la corbata de lazo y muestra debajo de la
camisa un montón de colgantes, recuerdo de sus múltiples expediciones.
Ha escalado las siete cimas más altas del planeta, y le gusta retarse a
sí mismo. Lo suyo con la montaña fue un amor a primera vista.
Texto: Rami
Ramos / Fotos: J.A. Pujante
Hace
poco que volvió del Amazonas, de recorrer la Ruta de Orellana, aunque su
última gran hazaña fue la Real Expedición Annapurna'2000, rememorando la
primera ascensión a una montaña de más de 8.000 metros. Contaba con
apoyos tan variados como el rey don Juan Carlos, el rey nepalí,
Samaranch e incluso Kofi Annan les envió la bandera de la ONU: "se
trataba de que no fuera una expedición española, británica o francesa,
ni siquiera europea; sino que representara ese espíritu de concordia de
los pueblos, que ahora, después de lo de las torres gemelas, nos hace
más falta que nunca". Incluso estuvo como jefe de honor Maurice Herzog,
el primero en pisar aquella cima en los años 50. Fue la culminación de
cinco años de preparativos a los que Josep A. Pujante tuvo que añadir un
reto de última hora: una lesión, consecuencia de un antiguo accidente en
el Everest, que le dejó un brazo casi inmovilizado.
Según cuenta en su último libro Peregrinos en el Chogori, crónica
de una expedición al K2 en el 98, ya notó allí los primeros síntomas de
que algo no iba bien, pero fue el año pasado, a las puertas del
Annapurna, cuando tuvo que someterse a una dura rehabilitación. No se
recuperará del todo, pero eso no le detiene: "Mientras las piernas
resistan, seguiré corriendo maratones y yendo a expediciones grandes,
eso se puede hacer con un brazo menos. Quizá no pueda hacer escalada
acrobática, pero ésa tampoco ha sido nunca mi meta". Efectivamente, J.
A. Pujante no es un hombre que se rinda fácilmente. Su próximo destino
es el Ruwenzori, entre Uganda y Zaire.
-Ha coronado, entre
otras, las siete cimas más altas del planeta. ¿Qué tiene la montaña para
usted?
-Algo muy sencillo: no es un fin en sí mismo, no es el objetivo
primordial. El objetivo es VIVIR, con mayúsculas. Eso implica que la
montaña es un medio a través del cual tiendes a la felicidad o la
realización. Escalar no sería nada si no fuera porque ayuda a conseguir
esa paz interior.
-¿Cómo se aficionó al alpinismo?
-Me aficioné primero al excursionismo, que en Cataluña es una
palabra que se usa mucho. El excursionismo tiene un componente de
convivencia y de montaña no muy difícil pero que obliga, ya desde
pequeño, a esforzarse. Cuando uno se siente cansado, la mochila le pesa,
suda o tiene frío, hay que seguir subiendo, y eso desarrolla un cierto
espíritu de lucha, de autosuperación.
Eso, que descubrí a los once años, cuando hice mi primera cumbre de tres
mil en los Pirineos, se une a que yo de pequeño era un niño enfermizo.
De los cinco a los seis años me diagnosticaron una cardiopatía, y entre
eso y mi mala salud apenas podía hacer nada, con lo cual mi vida
transcurrió soñando con leyendas de grandes aventureros y exploradores,
que yo conocía a través de los tebeos y libros. Así que me convertí en
un soñador, pero no podía llevar esas fantasías a la práctica.
Everest |
-¿Y
cómo llega un niño enfermo a subir montañas?
-Cuando empecé a superar esa etapa de enfermedad, hubo una excursión
de la escuela al Pirineo. Y allí empezó esa historia de amor entre el
niño y la montaña, al llegar a una cumbre en la que vi un mar de nubes y
una cruz oxidada de metal. Allí me di cuenta de que aquello no era una
aventura casual del colegio, sino el inicio de una historia preciosa.
-¿Se puede amar una montaña?
-Yo creo que sí. Más que la montaña en sí, se ama lo que representa.
Uno acaba amando la montaña como trono de los dioses, como dicen los
lamas, ya que según su mitología las divinidades están en esas moles de
piedra y nieve. La montaña es un reino donde uno se siente en casa.
-¿Qué espera encontrar cuando emprende una ascensión?
-Quizá conocerme a mí mismo. Y seguramente lo voy consiguiendo,
claro, son muchos años ya. Sobre todo cuando vas en solitario, no tienes
con quien compartir las alegrías de la cumbre o las penalidades de una
agonía, como en el Aconcagua, cuando me dieron por muerto y yo estaba,
realmente, en mis últimos minutos. Estar cerca de la muerte ayuda a ser
honesto con uno mismo. Cuando uno se define ante los demás puede poner
adjetivos para redondear; cuando está frente al espejo no tiene sentido
que se engañe.
-¿De qué le sirven esas situaciones límite?
-Se pasa mal, pero eso te hace consciente de que vives de propina.
Uno se da cuenta de lo afortunado que es, y que puede compartir la vida
con su familia, sus hijos, y tener trabajo, nuevos ideales y proyectos.
Y todo esto le es dado por gracia, no sé de quién, en cualquier caso de
la providencia que ha dado una prórroga a la vida. Esto permite
relativizar mucho las cosas, todo se suaviza y uno se limita a
prescindir de las mezquindades y centrarse en las cosas importantes de
la vida.
-La otra constante en su vida, además de la montaña, es
la medicina. ¿Por qué?
-Quizá porque yo fui un paciente involuntario, así que me di cuenta
de la importancia de que existieran médicos y personas que se dedicaban
a curar a otras. Igual que me fascinaba el Himalaya cuando leía las
aventuras de Tintín en el Tíbet, también tenía interés por conocer cómo
funcionaba el cuerpo humano, porque cuando no me fallaba el hígado era
el riñón o el corazón.
-¿Qué era lo que más le interesaba del cuerpo?
-El cerebro, el funcionamiento de la mente. Más adelante, de
adolescente, entré en contacto con culturas orientales, también
vinculadas al Himalaya, y de ahí al conocimiento budista. Paralelamente
empecé a estudiar medicina y psicología, hasta que me di cuenta de que
trabajar en el hospital, hacer guardias cada día y llevar dos carreras
era muy complicado y me centré en la medicina e hice neurocirugía.
-¿Y cómo dejó de ejercer para dedicarse a la gestión?
-Pues en un momento dado, después de haber operado muchísimos
cerebros, me di cuenta de la importancia de una buena gestión sanitaria.
Si operando podía salvar vidas de una en una, una buena gestión como
director del hospital podía salvar muchas vidas de una vez, así que
llegué a esta profesionalización como directivo. Sin dejar de amar la
vocación de neurocirugía.
-¿Qué aporta el alpinismo a la medicina y viceversa?
-Como médico, todo lo que he experimentado es mucho más útil que si
lo hubiera leído en libros o hubiera asistido a cientos de clases. Lo he
vivido, he podido publicarlo y darlo a conocer tanto a la opinión
pública general como a la comunidad médica.
Por otra parte, la ventaja de ser médico y alpinista en un solo kit
permite valorar y resolver situaciones difíciles, no hace falta esperar
al médico de la expedición. Aunque también tiene inconvenientes: si yo
no hubiera tenido conocimientos médicos morirme hubiera sido más fácil,
porque uno puede engañarse pensando que los síntomas mortales son
simples desarreglos. En el Aconcagua yo viví paso a paso lo que ya
sabía, no me podía engañar como el médico conforta al enfermo con
mentiras piadosas.
-En el Aconcagua le dieron por muerto. ¿Qué fue lo que
pasó?
-Al principio veía que podía tener congelaciones graves; pasaban las
horas y empecé a ver que podía haber amputaciones, que podía quedarme
sin manos o sin pies. Pero a medida que pasaban las horas aquello
derivaba hacia un deterioro general, entraba en un proceso de hipotermia
que acabaría en un paro cardíaco, pero que no se acababa de producir.
Eso es lo más angustioso, si uno se va a morir, que sea de un golpe seco
como me ocurrió en el Everest, pero no a cámara lenta, que cada diez
minutos uno nota que es menos ser vivo, con la circulación paralizándose
y el corazón alterando el ritmo. Por fin los esfínteres se relajan, se
escapa la orina y la materia fecal y claro, uno se da cuenta de que eso
es el final. Pero tampoco acaba de serlo, llega la noche, el frío, el
viento, y uno tiene plena conciencia de una agonía que parece que no va
a acabar. Así que el conocimiento médico aquí no ayuda nada, porque uno
ya sabe que va a morir, y que será largo. Desde luego, no sabía que
conseguiría sobrevivir.
-¿Y cómo salió con vida?
-Perdí el conocimiento y lo recuperé al cabo de unas cuantas horas.
Al abrir los ojos vi una luz extraña, difuminada y, aunque parezca
cómico, creí que estaba en el otro barrio. Pensé: "¿dónde estoy, si me
estaba muriendo ayer?" Pero luego fui conectando con el entorno y me
dije: "sigo donde estaba, sigo vivo, lo que me queda por sufrir". Es que
cuando uno ve que no hay salida sólo quiere morirse y que se acabe el
sufrimiento. Fue muy angustioso ver que todavía estaba vivo, no sentía
las manos ni los pies, no podía moverme, estaba cubierto por una capa de
nieve que se había helado. Y seguía la tormenta, aquella luz extraña era
porque era de día, pero todo era blanco y era imposible saber por dónde
andabas. Me llevó horas poder levantarme y tardé otro día más en llegar
al campamento base, en total estuve tres días perdido. Lo conseguí
porque cambió el tiempo, si hubiera durado un día más habría muerto
seguro. Pero la noche de agonía, de ir perdiendo poco a poco la
esperanza, no se la recomiendo a mi peor enemigo.
Cima del Monte Vinson |
-¿Dónde está el límite de la capacidad humana?
-Cada individuo tiene un umbral que probablemente no llegue a
traspasar nunca. Con o sin entrenamiento, uno resiste más de lo que en
su vida hubiera imaginado. Hay gente que hace yoga, que se prepara y que
puede estar más o menos predispuesta. Pero hay quien se encuentra de
repente en un medio hostil, y entonces aparece lo que lleva dentro, que
puede ser un héroe que supera a los de las películas. Individuos
anónimos que se encuentran en un incendio, como el de las torres
gemelas, un terremoto, una guerra; gente normal que de repente tiene
acciones heroicas, que aguanta días sin comer o semanas andando. Es
increíble hasta donde se puede llegar.
-Ha publicado diecisiete libros. ¿Por qué escribe?
-Porque hay mucho que contar. Me gustaría que otras generaciones
conocieran la montaña como yo la he vivido, con el conocimiento
histórico de los pioneros que, hace siglos, enseñaban a un espíritu
distinto al que hay ahora. Quiero transmitir esos valores intemporales
de ir a la montaña como una historia de amor, a sentirse en armonía con
la naturaleza, a superarse, a realizarse; disfrutas de un paisaje
privilegiado y convives con las culturas de la zona. Yo siempre digo que
subir montañas no es un acto deportivo, es cultura, es etnología, es
antropología, es ciencia, es religión, es muchas cosas. Si yo contara
por dónde subo escribiría libros de cinco páginas, pero esa visión
cultural hace que haya mucho que contar.
-Con todas esas actividades ¿se siente realizado?
-Sí, ahora me sabría mal morirme, porque tengo la vida comprometida.
No tengo tiempo para aburrirme, no me sobra y por tanto querría sacarle
partido. Pero creo también que si en cualquiera de esos momentos de
peligro hubiera muerto, el bagaje que he reunido de experiencias
satisfactorias ya es para morir con cierta sensación de placidez, de
haber aprovechado el tiempo. ∆ |