En un mundo en el que las mujeres
valemos tanto como nuestra apariencia física, no tener rostro es el peor
de los castigos. Y las jóvenes de Bangladesh marcadas por el ácido han
perdido precisamente eso, el rostro. |
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MUJERES CON SOMBRA (II)
POR MARTA F. MORALES
E l mes pasado les hablaba en esta
misma página del Proyecto Sombra, que el escritor Juan José Millás había
heredado de una novela inglesa cargada de ironía. Les contaba que mi
primera elección de un cuerpo y una mente a los que seguir calladamente
durante veinticuatro horas pasaría por una novelista que no me da más que
alegrías con su prosa. Después de haberlo pensado durante un tiempo más,
tengo una segunda opción por si la vida me vuelve sombra de repente:
acompañaría con gusto en un día normal de una vida nada ordinaria a una de
esas mujeres jóvenes de Bangladesh a las que un ácido mensajero de iras
patriarcales ha robado la cara para siempre.
En un país que no se encuentra precisamente entre "los 40 Principales" de
las agencias de viajes, pero que ofrece al visitante tanta hermosura
natural como miseria social, están pasándoles a las mujeres cosas
terribles que merecen una sombra entrometida que las denuncie. Desde hace
unos años se viene haciendo pública una práctica violenta que camina a la
par que la cultura, manteniéndose fuerte a pesar de la evolución del país
y de su pueblo: algunos hombres, amparándose en su superioridad social
como género, se creen con derecho a arrancarles la piel a las mujeres
(algunas casi niñas) que les dan disgustos. Y algunas de esas mujeres han
hecho cosas tan "terribles" como negarse a un matrimonio de conveniencia,
responder a un hombre como igual o incluso ser pariente de un enemigo en
los negocios. Y por estos crímenes se las condena a la invisibilidad
eterna.
Porque en un mundo en el que las mujeres valemos tanto como nuestra
apariencia física, no tener rostro es el peor de los castigos. Y las
jóvenes de Bangladesh marcadas por el ácido han perdido precisamente eso,
el rostro. Si una se convierte en sombra y las observa de cerca, verá que
lo que ocurre cuando la mano criminal arroja el ácido no es una simple
deformación de los rasgos o una cicatriz especialmente profunda: las zonas
del cuerpo tocadas por el líquido infernal literalmente se desvanecen.
Desaparecen labios, orejas, ojos... las mujeres castigadas por no haber
nacido macho ven ahogarse pedazos de su cuerpo en un brebaje de odio
desgarrador.
Hace un tiempo una de nuestras televisiones emitió un interesante
reportaje sobre las víctimas del ácido en Bangladesh. Un grupo de ellas,
apadrinado por una asociación solidaria de las que afortunadamente siempre
se abren camino entre el terror, venía a España en busca de una cura para
su dolor, y la encontraba. No porque el personal de la clínica que las
acogió fuera capaz de reconstruirles en parte las facciones, sino porque
la estancia lejos de su país les enseñaba que como mujeres también tienen
derecho a viajar, a ser amigas, a llorar y a reír en libertad. Las
enfermeras les explicaban como podían, salvando la tremenda barrera
idiomática, que no es verdad que ellas sean inferiores a los hombres de su
pueblo, las abrazaban como si su ausencia de belleza no importara, les
daban ánimos para someterse a decenas de operaciones... Al final de su
periplo, no todas habían recuperado sus ojos o sus orejas, pero sí algo de
su autoestima.
Habiendo visto a estas heroínas jovencísimas en la pantalla y habiendo
leído testimonios como el de Nurunnahar, una adolescente que cuenta que
"el episodio destrozó mis sueños", pienso que sería maravilloso ofrecerse
a ser su sombra por un día. Ver cómo regresan a sus casas, cómo se
enfrentan a las miradas curiosas de vecinos y parientes, cómo manejan el
miedo de tener a sus agresores en la puerta de al lado, impunes y
satisfechos. Sería para la sombra en que me convertiría una lección de
fortaleza y humildad. Sería sin duda una demostración práctica de cómo un
ser invisible lucha por hacerse ver y respetar. Sería, ante todo, un
homenaje silencioso de alguien que posee una cara y no teme que se la
arrebaten. Ser la sombra callada de una de estas mujeres cuya etnia las
dota de belleza y cuya cultura se la roba sería, en fin, para mí, un viaje
solidario al fondo del sufrimiento, de la discriminación, de la brutalidad
ancestral más reprobable. Y significaría una ida sin retorno, porque una
vez que se ha mirado a los ojos a una mujer así, la vida nunca vuelve a
ser igual. Ni siquiera para las que conservamos, por caprichos del
destino, intacta nuestra cara. A estas alturas, y habiendo en el mundo
mujeres como Nurunnahar, ya no hay que dar por hechos ni los párpados que
una cierra cada noche. Es posible que mañana no estén ahí cuando
despertemos. ∆
e-mail:
martafmorales@hotmail.com
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