Hay retrovisores asesinos,
escaleras vengativas, camas fascistas y mesillas de noche con frustraciones
personales por haberse quedado en mesilla y no haber logrado ascender a mesa
de comedor. |
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LA TRISTE VIDA DE UN RETROVISOR
POR CAROLINA FERNANDEZ
Hay que
ver el daño que se puede uno hacer con los objetos sencillos y
cotidianos. Esas cosillas con las que convivimos habitualmente y a las que
no damos ninguna importancia, nos observan desde la quietud de los
rincones de forma amenazante, esperando su oportunidad para asestarnos el
golpe de gracia. No les damos importancia. Las subestimamos. A veces
incluso las tratamos con desprecio, las golpeamos, o lo que es peor, las
castigamos con nuestra indiferencia. Por ejemplo: el retrovisor del coche.
Qué pieza tan importante en nuestras vidas. Yo no creo que pudiese
soportar esta existencia sin la reconfortante presencia del retrovisor del
coche, a mi lado, en mis pensamientos. Tanto los laterales como el
central, no hago discriminaciones estúpidas. Los tres son importantes, y
yo así se lo hago saber cada vez que nos encontramos. No quiero
imaginarme qué pasaría si un día, por despecho, los tres retrovisores
se hiciesen opacos y no nos devolviesen la imagen de la carretera que
vamos dejando atrás. Son fundamentales para que podamos tener una
perspectiva real de nuestra situación en el mundo. Sin ellos, sin su
labor callada, sin su presencia humilde, estaríamos perdidos en el
camino. No reflejarían la imagen de nuestro pasado y por lo tanto no
sabríamos situarnos en nuestro presente correctamente, para evitar los
peligros. Creo que queda claro que la dimensión existencial de los
espejos retrovisores es fundamental, y que en absoluto está siendo
suficientemente valorada. Así pasa lo que pasa. Cualquier día uno puede
salir de su casa, tranquilamente, y pegarse un buen golpetazo contra el
retrovisor que le deje el cuerpo con unos hermosos cardenales por una
temporada. Puede tener peor fortuna y golpearse en la nuca. Eso
explicaría el fallecimiento en el acto. También puede caer mal y
seccionarse la yugular, que cosas más raras se han visto, o morir de
asfixia si el retrovisor queda en una posición tal que obstruya las vías
respiratorias. Cualquier cosa puede suceder. Otra posibilidad es que el
individuo rebote una y otra vez de un retrovisor a otro provocándose
traumatismos de diversa consideración que pueden acabar incluso con la
vida. Claro, es muy difícil prever este tipo de situaciones. Una nunca
sabe cómo puede reaccionar un retrovisor que ha sido sometido un día
tras otro a situaciones de estrés, soportando humillaciones y tratos
vejatorios, aguantando que constantemente le hagan sentirse una minúscula
cagada de mosca en el universo. "Tú, vulgar retrovisor, no vales una
mierda". No es fácil vivir cuando los que tienes alrededor te
recuerdan constantemente que los retrovisores de los coches del norte son
mil veces mejores que los retrovisores de los coches del sur.
Casos similares se han visto con otros objetos cotidianos. Las
escaleras, tan pisoteadas, tan vilipendiadas, dejadas de lado con la
aparición del ascensor, son asesinas en potencia. Hacen que la gente se
caiga por ellas, se golpee contra los peldaños y muera en el acto. Algo
similar pasa con las camas, sobre todo las de matrimonio, que se
confabulan con las mesillas de noche para atacar con nocturnidad y
alevosía. Para entender este comportamiento anómalo hay que saber que
las camas son a menudo las que llevan el peso de la casa. No es el sofá,
ni la encimera. La cama es la que tiene que soportar las bajezas y las
ruindades que no salen a relucir en presencia de otros muebles. Así que a
veces se hartan, con razón, y reaccionan con una violencia callada, de
desgaste. Es curioso que en este caso se observa cierta saña con el
género femenino. Si por la mañana ella amanece con un ojo amoratado, es
el hombre quien responde: "Se cayó de la cama y se dio contra la
mesilla".
A veces suceden otro tipo de fenómenos, muy curiosos, dignos de ser
analizados en profundidad. Hay lugares, como las comisarías, donde los
objetos están sometidos permanentemente a un grado de estrés mayor del
que pueden soportar. Es fácil comprender que a veces tengan reacciones
desproporcionadas, extremadamente violentas. Sucede a veces que en cuanto
llega un detenido, los objetos ven en él una diana fácil y la hacen
víctima de sus propias miserias. Sacan a pasear los instintos más bajos
que el mobiliario puede acumular y se ensañan con él. A veces, claro, el
resultado es la muerte. El personal del Ministerio del Interior intenta
argumentar razonablemente los hechos, pero no lo consigue, porque habría
que explicar qué se cuece en esa comisaría concreta para que los objetos
que hay en ella acumulen tanta mala ostia. Entonces, hacen declaraciones
inverosímiles. Dicen, por ejemplo, que es normal que un detenido, en
cuanto llega a las dependencias policiales, sufre un raro síndrome, una
especie de crisis nerviosa que le hace perder el control y empezar a
golpearse violentamente contra las mesas, las sillas, contra el suelo,
contra los agentes incluso, que tratan de apartarse de su furia,
intentando sin éxito inmovilizarlo para que no se lesione. En algunos
casos ha habido gente más snob a la que le ha dado por lanzarse
compulsivamente contra las guías telefónicas, o moja toallas y se
flagela con ellas, que ya es el colmo de la pijería. Son sibaritas.
Claro, se producen situaciones un poco dantescas. El detenido lanzándose
de cabeza contra las paredes y los demás tratando por todos los medios de
que no se haga daño. Esfuerzo baldío, porque ya se sabe que cuando una
persona se empeña en embestir con la testuz contra un muro, no hay nada
que hacer.
Pero no nos engañan. Todos sabemos que eso no sucede así. En cambio
sí sabemos que hay retrovisores asesinos, escaleras vengativas, camas
fascistas y mesillas de noche con frustraciones personales por haberse
quedado en mesilla y no haber logrado ascender a mesa de comedor. Los
objetos que nos rodean son como esponjas que absorben toda la negatividad
que tienen alrededor, para luego soltarla en el momento menos esperado.
Vigilemos nuestras espaldas si no queremos llevarnos un susto.
Los agentes de la autoridad, pobres, cumplen con su deber lo mejor que
pueden. ∆ |