Y así, ciego y sordo,
caminó durante siglos por el mundo aplicando su propia justicia, doblegando
a aquella que un día trajo la desgracia, haciéndole pagar una y mil veces
por su descaro. |
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ADAN
POR CAROLINA FERNANDEZ
Adán
está cansado. Ha caminado mucho. Le parece que lleva siglos caminando.
¿Siglos? Miles de años caminando. Recorre los caminos sin pararse a
descansar un momento. Lleva sobre sus hombros el peso del mundo. Y el
mundo pesa mucho. Ultimamente sueña con sentarse a un lado del camino,
sacarse los zapatos, olvidarse de su carga y dormitar un rato al sol. Pero
no puede. No puede. No, no puede. ¿Por qué no puede? No lo sabe. Ya no
recuerda bien el principio de esta historia. Sabe que alguien le puso el
mundo sobre los hombros y le ordenó cargarlo él solo hasta el final.
Pero ¿cuándo será ese final? Le hicieron responsable. Le dieron la
potestad. Le dijeron: domínalo, condúcelo, gobiérnalo, adminístralo,
carga con él, soporta tú solo su peso porque sólo tú eres quien sabe
hacerlo.
Y colocaron el mundo sobre sus hombros. Y
él empezó a caminar.
Así lo hizo. Es noble. Obedeció. Cientos de años.
Miles de años. El mundo sobre sus hombros. Pero hace un tiempo empezó a
dudar. La duda es terrible. La duda empieza con un porqué. ¿Por qué? La
duda le llevó hacia atrás en el tiempo, hacia el recuerdo más lejano
que guarda su memoria. Todo había sucedido muy rápido. Vivía con ella
en aquel lugar. Lo recuerda como un sueño extraño y difuso. Era como un
jardín. Aquel día había amanecido radiante, exactamente como todos los
días. Radiante. Pero la expresión de ella era distinta. No conocía
aquel gesto -audaz, travieso, desafiante- pero por un momento le pareció
que podía presagiar cualquier cosa. Un milagro. Un desastre. No
sospechaba que ese día todo iba a llegar más lejos de lo que nunca se
hubiera imaginado. Ella se dirigió con paso seguro hacia el árbol que
tenía la fruta más apetecible y con un movimiento rápido, rapidísimo,
arrancó una pieza, la mordió y se la tendió a él. Entonces el tiempo
se detuvo. Los segundos se estiraron como siglos. Aquella cara le
hipnotizó. Recuerda perfectamente el instante, congelado en su memoria:
la respiración entrecortada, la mano tendida, la fruta abierta, y sobre
todo los ojos de ella, provocadores, profundos. En ese momento era
invencible. No se puede, recordó él. Por qué, contestó
ella. No era una pregunta. Era su respuesta. Continuó sin apartar la
mirada, sin pestañear, sin moverse un ápice. Por qué. Esos ojos
se le quedaron para siempre clavados en la conciencia. Los ojos que veía
en sueños. Confió en esos ojos, se abandonó en ellos, cogió la fruta y
mordió con ganas un pedazo de pulpa dulce y refrescante. Ella rio, feliz.
Le envolvió con una carcajada luminosa como los rayos del sol, y alegre
como un millón de pájaros. Rieron los dos, con una risa adolescente, y
en un instante fugaz de lucidez se asomaron al universo y vieron y
contemplaron unos instantes eternos lo que estaba reservado para ellos. Y
se asombraron.
No les dio tiempo a más. Los arrancaron de allí. A
ella la apartaron. A él le dijeron: Es ella la que ha traído la
desgracia. Ella nos desafió. Ella te traicionó. Ella es la culpable.
Ella es el error. Ella es el pecado.
Que pague.
El no podía creer que en aquellos ojos hubiese esa
negrura. No podía reconocer ese velo perverso en sus intenciones. No
veía la maldad, no entendía las razones. Pero las voces que rugían a su
alrededor, escupiendo culpas y pecados, recitando amenazas y castigos, lo
ensordecieron y nublaron sus ojos. Desde la confusión aprendió a ver
oscuridad donde antes sólo veía luz, a reconocer el pecado donde antes
reconocía el valor, a creer en las llamas del infierno en vez de creer en
sí.
Que pague.
Y así, ciego y sordo, caminó durante siglos por el
mundo aplicando su propia justicia, doblegando a aquella que un día trajo
la desgracia, haciéndole pagar una y mil veces por su descaro. Le cerró
las puertas, la dominó, la apartó, la recluyó, la despreció. Domó su
genio, arrodilló su orgullo, silenció su voz. Así son las cosas y así
deberán seguir.
¿O no?
Ha empezado a dudar.
Por qué, se dijo. Y sonó como una respuesta.
Adán se detiene. Sí, sin más, se para, deja de
caminar, y la tierra a sus pies se convulsiona. Ya demostró que es
fuerte. Ha vivido y ahora es más sabio. Sabe que no necesita seguir
caminando solo. Deja el mundo a su lado y se estira para relajar los
músculos, esperando que ella acuda, que le encuentre, que le reconozca
después de tanto tiempo, que le de la mano y que juntos continúen el
camino.
Se están buscando.
Se encontrarán. |