
Cientos
de complejos, miles de debilidades, millones de limitaciones nacen, crecen y
mueren en la mente de las personas. Nada tienen que ver con la realidad.
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ENFERMOS DE MENTIRA
POR CAROLINA FERNANDEZ
Existe una rara enfermedad, llamada dismorfia corporal,
que impide a los que la padecen llevar una vida normal. Sus síntomas son
verdaderamente curiosos: el paciente cree firmemente que padece un defecto
físico, y la visión de su cuerpo deforme le provoca un sufrimiento tal
que no le deja vivir. No es consciente de que en realidad la mente les
juega una mala pasada. El enfermo fabrica una imagen distorsionada, le da
tanta fuerza y la reafirma tanto que acaba sufriendo una angustia que le
puede llevar incluso al suicidio.
Naturalmente no existe tal
deformidad. El miembro que ellos perciben como retorcido y monstruoso es
en realidad completamente normal.
A los que, en un alarde, nos
consideramos mentalmente sanos, nos parece incomprensible que alguien
pueda tener semejante problema. Cómo es posible, nos preguntamos, que
alguien pueda ver un muñón deforme donde en realidad hay un brazo
perfecto. Cómo es posible que una mujer anoréxica, al límite de su
resistencia física, se mire al espejo y sólo vea michelines abultados
donde todos los demás vemos un cuerpo sostenido por dos alfileres. Cómo
es posible que un culturista vea brazos enclenques donde los demás vemos
músculos dolorosamente hinchados. Pues todo esto sucede. Son misterios de
la mente humana. Pero misterios cotidianos, no extraños. Misterios que
nos suceden todos los días. Quién no ha sufrido la amarga experiencia de
levantarse una mañana con un tremendo grano en la cara que de pronto se
convierte en el punto centro del universo: todo el mundo que pasa a
nuestro lado ve nuestro grano, es más, ve única y exclusivamente el
grano, que ya no es sólo un punto, sino que a medida que avanza el día
se va convirtiendo en un cráter de dimensiones descomunales, un coloso a
punto de estallar. O hay quien se ve feo, y se dedica a torturarse y a
amargarse la vida por culpa de su fealdad. Quizás es, ciertamente, poco
agraciado, pero en su mente su cara se convierte en un insulto a la
naturaleza. El presunto Frankenstein encuentra en su fealdad la madre de
todas las justificaciones: todo lo malo que le pueda suceder, le sucede
porque es feo. Ay si fuese un poco más guapo...
Cientos de complejos, miles de
debilidades, millones de limitaciones nacen, crecen y mueren en la mente
de las personas. Nada tienen que ver con la realidad.
En el caso de la dismorfia corporal,
el salto a los medios de comunicación lo provocó una fuerte polémica
entre médicos: unos cirujanos escoceses realizaron varias amputaciones a
dos enfermos que así lo solicitaron. Les acusan de cortar miembros sanos;
ellos dicen que lo que hicieron fue evitar suicidios. Los pacientes, una
vez librados de su carga -en este caso dos estupendas piernas sanas-
volvieron a sus respectivas casas y ahora llevan una vida normal.
Igual que estos enfermos, hay mucha
más gente que sufre estas jugarretas de la mente. Todos, en alguna
medida, vivimos bajo nuestro propio engaño. Hay quien, por ejemplo, va al
médico a quejarse de que le ha salido un negro en el vecindario, o un
moro, o un judío, o un gitano, y le cuenta al doctor que desde que se lo
ha descubierto no duerme por las noches, y que le molesta horrores al
cambiar de postura, y que le produce escozores constantes. Otros enfermos
se quejan de fuertes dolores abdominales desde que le han detectado un
campamento magrebí al lado del páncreas. Hay a quien se le altera la
bilis sólo de pensar que pudiera tener a un sudaca viviendo en los
arrabales del hígado. Otros sufren crisis asmáticas desde que han visto
una comunidad turca cerca de sus pulmones, porque dicen que los turcos
roban el aire de los españoles y que todos vamos a morir asfixiados si no
se los aísla en el laboratorio y se encuentra una vacuna. Así que estas
personas piden a los doctores que les amputen los turcos que les están
ahogando, que les extirpen los negros porque les provocan úlceras de estómago,
que exterminen a los moros antes de que se extiendan por todo el organismo
y lo contaminen. Piensan que sólo recuperarán la tranquilidad y podrán
volver a su vida normal cuando eliminen el problema. Pero el problema
nunca se elimina, porque para eso tendrían que pasarse a sí mismos por
la guillotina. La enfermedad sólo existe dentro de su propia cabeza, no
fuera de ella.
Poco a poco la dolencia se agrava.
Empiezan a sufrir accesos violentos, fruto de su desequilibrio mental y se
obsesionan con su enfermedad. No viven más que para compadecerse de sí
mismos y de su desgracia, no piensan más que en el odio que sienten. Se
convierten en personas hurañas y agresivas, que echan espuma por la boca
cada vez que se les nombra la causa de su enfermedad. No comen, no
duermen, no razonan, no son capaces de hilar sus pensamientos con
coherencia. Pierden progresivamente el contacto con la realidad. En grados
avanzados de la dolencia, la existencia de estas personas se convierte en
un auténtico infierno, ya que se dan cuenta de que son totalmente
incapaces de erradicar de la faz de la tierra el mal que les angustia,
esto es, a los moros, los gitanos, los negros, los judíos, los sudacas, y
en general, a todos los seres humanos que son distintos a él y su
familia.
Son personas tristes y descoloridas. Son enfermos.
Dan pena. |