Yo también tengo mi Gran
Hermano particular, y a mí nadie me paga. Tengo una vecina maruja que
sabe cuándo entro, cuándo salgo, a dónde voy y con quién vivo. |
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ESTOCOLMO
POR ELENA F. VISPO
Yo no he
estado nunca en Estocolmo, pero tengo entendido que es una ciudad muy
bonita donde, además del Premio Nobel, hay un montón de museos y unos
lagos limpísimos donde abundan los salmones. A esto hay que sumarle que
la renta per cápita de los países nórdicos suele ser de
agarrarse al bolso y que, si bien eso del carácter frío y reservado a
los latinos no nos convence mucho, a ellos no debe de irles del todo mal
(han tenido toda la vida para acostumbrarse). De todo lo anterior concluyo
que la emigración, con sus más y sus menos, debe de ser mínima. Ningún
estocolmés o estocolmesa quiere irse de Estocolmo; de ahí el Síndrome
de ídem. Claro que así nunca conocerán el placer de una buena siesta,
las playas del mediterráneo o mismamente la telebasura. Hay que ver lo
que se pierden estos estocolmeses.
Los españoles, en cambio, somos otro mundo. El otro día tuve yo un
contacto personal con uno de los temas que más nos preocupan en estos
momentos, cruciales en la historia del planeta. Estaba en una tienda
comprándome un pañuelo, cuando el chaval que me atendía se lanzó a una
disertación sobre la fragilidad de los sentimientos y lo mutable de la
condición humana. La otra dependienta le acusa de inmadurez amorosa y de
ignorante total en asuntos del corazón, y mientras ellos se enzarzan, yo
revuelvo discretamente en las camisetas, intentando que me trague la
tierra. Y héte aquí que él mira a su alrededor buscando apoyo y ¿a
quién encuentra? Efectivamente: a mí, que no tengo más remedio que
contar qué me parece lo de Israel y Silvia.
Estoy, por supuesto, hablando del Gran Hermano, el último engendro
televisivo. Y absténganse pedantes y culturetas, por favor, porque todos
sabemos que el 99% de los españoles lo han visto al menos una vez. Pero
para esa inmensa minoría que ha logrado la hazaña de no enterarse de lo
que se cuece, voy a hacer una pequeña parada en mi línea argumental y
explicar de qué se trata el invento en un párrafo.
Dedicado a ellos, con toda mi admiración, allá voy: érase una vez un
programa de televisión en el que escogieron a diez personas y las
encerraron por tres meses en una casa llena de cámaras. Y como no tenían
libros, ni tele, ni juegos de mesa, ni nada para entretenerse, les
quedaban dos opciones: enamorarse o pelearse. Y así va. Gana veinte kilos
el que mejor le caiga al público y consiga llegar vivo al final del
programa (si se matan los unos a los otros, también vende).
Después de todo lo que se ha dicho al respecto, no tengo mucho más
que añadir, excepto que yo también tengo mi Gran Hermano particular, y a
mí nadie me paga. Tengo una vecina maruja que sabe cuándo entro, cuándo
salgo, a dónde voy y con quién vivo. Y tengo, como todos tenemos, mis
propias cuatro paredes de las que no salgo. Pongamos un ejemplo
insustancial y culinario: yo, ahí donde me ven, aborrezco los
champiñones. Y ya sé que me estoy perdiendo un manjar de manjares, un
mundo de sensaciones saborísticas inimaginable, pero qué quieren que les
diga, por ahí no paso. Y por las aceitunas tampoco, que me dan arcadas.
De modo que, igual que los estocolmeses no han incluido la siesta en su
vida, yo tampoco he metido las setas en la mía. Lo que en sí no tiene
ninguna importancia pero imagínense la simetría del concepto aplicada a
cosas más gordas. Mis cuatro paredes no son buenas ni malas sino todo lo
contrario, pero desde luego son mías: mis ideas, mis gustos, mis valores.
En España, los secuestros etarras y algún que otro caso aislado nos
han familiarizado con el Síndrome de Estocolmo, que es ese fenómeno en
el cual el secuestrado le coge cariño al secuestrador. Normalmente en los
medios de comunicación se plantea como una enfermedad fruto de la
desorientación, lo cual deja de lado la parte más interesante del
asunto: el Síndrome de Estocolmo es una cuestión de supervivencia. Se
puede vivir en un zulo durante un tiempo inhumano, pero no se puede vivir
sin amar.
Sin embargo, en los últimos tiempos, el Síndrome de Estocolmo ha
mutado cual virus traicionero, extendiéndose por toda la población. Son
los síntomas que padecen fumadores, alcohólicos, yonkis, ludópatas, que
aman aquello que les encarcela. Es lo que experimentan los etarras
atrapados en su idea de pequeña patria, que no les deja vivir para nada
más (ni a ellos ni a tantos otros vascos). Lo que sienten muchos
socialistas ante el próximo Congreso. Síndrome de Estocolmo es lo que
tenían los del Atlético desde que se fue Gil, y no les cuento nada de lo
que le pasará al Barça d.n. (después de Núñez). Síndrome de
Estocolomo sufrimos todos, en fin, cada vez que algo o alguien traspasa
nuestras barreras y nos propone alternativas y cambios. Y como en el Gran
Hermano, nos creemos el ombligo del mundo en nuestras cuatro paredes, y no
lo somos. Eso sí, si la vida nos obliga a salir, montamos la gran crisis
aunque no nos escuche ni Mercedes Milá. En cualquier caso, es sólo
vértigo. Como el que hace puenting se agarra a la barandilla antes de
saltar, aunque vaya a vivir la experiencia de su vida. Como acto reflejo,
tira más lo malo conocido. Pero tengo entendido que a medida que se
salta, uno se acostumbra y le coge gusto a caminar sobre el vacío. El
resto es sólo eso, un acto reflejo. Un primer impulso. Y los impulsos se
pueden controlar.
Porque somos animales racionales, ¿no? |