Todos se lanzaron a las
calles para robar las mejores imágenes. La cacería. Las agencias pagan por
puntos y puntúan como un videojuego: en qué lugar de la escala se sitúa
la imagen, cuánta sangre, cuánto impacto, cuánta oportunidad. Ahí se
resume lo que vales. |
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LA VIDA COTIDIANA
POR CAROLINA FERNANDEZ
En recuerdo de Miguel Gil,
periodista español muerto en Sierra Leona
Cuando
estaba con la cara contra el suelo, el cuerpo semi enterrado en el barro,
con los proyectiles zumbando en algún lugar, no muy lejos de su cabeza, a
veces le daba por acordarse de los estupendos vermús que se tomaba los
domingos por la mañana en una terraza de la Plaza Mayor, con el sol de
primavera dándole en la cara. Y aquellos calamares fritos, recién
rebozados en la fragua que era la cocina de la Juana... Aquello debía ser
lo más parecido a la felicidad. Eran otros tiempos, tío, por ese
camino ibas a echar barriga en dos días. Así se consolaba, y aguzaba
el oído para arrastrarse un poco más allá, hasta un esqueleto que
recuerda a un coche, o al cascarón vacío de un insecto, pero que le
servirá para protegerse un rato. Es un cazador. Caza imágenes. Lleva la
la cámara adosada a su hombro derecho, como una extremidad más, pegada a
su cuerpo como un borracho a la botella. Lleva además una Pentax en la
bolsa, por si las moscas. Con ellas dos ha construido el muro que lo
separa del mundo, a la vez que son el medio para acercar a otros a esa
otra vida, la vida de los que no se duermen los viernes por la noche con
los concursos de televisión, pero a cambio tienen un sorteo diario de
balas de francotiradores. El azar, fiel amigo, no nos abandona nunca.
Aquí no hay vermús ni sol en primavera. Ni siquiera hay primavera, y
mucho menos calamares fritos. De qué cosas te acuerdas. Estás mal,
tío, desvarías.
Aprovechó unos segundos de silencio para echar una rápida carrera
hacia un portal, y de ahí pasó a guarecerse tras las columnas de un
antiguo centro comercial. Esta mañana estaba siendo agitada. A primera
hora se había corrido el rumor de que los independentistas estaban
cercando la ciudad, o lo que quedaba de ella, y que si lograban debilitar
la defensa hoy mismo intentarían tomarla. Sólo tenían que llegar hasta
el centro, porque el extrarradio ya era suyo. Del ejército nacional sólo
quedaban patrullas huérfanas que vagaban como fantasmas por las avenidas
desnudas. Podía ser un día decisivo, así que todos se lanzaron a las
calles para robar las mejores imágenes. La cacería. Las agencias pagan
por puntos y puntúan como un videojuego: en qué lugar de la escala se
sitúa la imagen, cuánta sangre, cuánto impacto, cuánta oportunidad.
Ahí se resume lo que vales.
Estás tarado, tío, te la juegas. Eso pensó cuando anunció la
locura, porque efectivamente, era una locura, para qué discutir. Pero una
locura en un mundo que ya está loco no desentona tanto, ¿no?
Tenía un agujero en el estómago, o en el pecho, o en la cabeza, un
agujero profundo que no se llenaba con nada. Hiciese lo que hiciese nunca
bastaba para disimular el hueco que se encontraba cuando volvía los ojos
hacia dentro. Cada uno debe encontrar su propio camino, que nunca está
lejos, ni tampoco cerca. Sólo hay que saber mirar. Bueno, y echarle
huevos, claro.
Corrió hacia el final de la calle. Se trataba de llegar al puente
antes de que empezase la fiesta. Hacia allí se dirigían decenas de
personas, desafiando a los francotiradores, apurando el paso para poder
atravesar el río antes de que fuese tarde. En cuanto lo volasen la ciudad
quedaría -aún más- aislada del mundo. Por ese puente pasaban, hasta
hace un par de meses, los camiones con la ayuda humanitaria. Pero todo se
había detenido hace tiempo. Es más, el tiempo mismo parecía haberse
detenido en este lugar.
Miró el reloj. A esa hora, en su cadena de televisión comenzaba a
sonar la musiquilla del noticiario. Mierda, no llegaría a tiempo. Si
de todas formas lo van a volar espero que se den prisa. Por la noche
ya sería tarde. Muchas familias tomaban la primera cucharada de sopa del
mediodía con un ojo distraídamente puesto en el televisor, pensando en
las mil y una cosas que uno puede pensar cuando deja la cabeza vagar a sus
anchas. A unos cientos de kilómetros, a esa misma hora, muchas familias
aceleraban el paso, sin pensar en nada, intuyendo sólo que lo que tenía
que suceder, iba a suceder pronto. Desde luego, la cotidianidad tiene
muchas caras.
Procuró situarse lo suficientemente cerca como para no perderse las
mejores tomas y lo suficientemente lejos como para tranquilizarse pensando
que no le alcanzaría nada.
Es curioso, pero lo que realmente anuncia que sobreviene un gran estruendo
es que viene precedido por un tremendo silencio, un silencio espeso, sin
tiempo, que congela los segundos y pone en marcha el piloto automático.
En ese instante la cámara empieza a funcionar sola, como si la poseyese
una especie de autoconciencia que asume el mando y maneja todos los
dispositivos. Las imágenes pasan por la retina, pero no se fijan. Alguna
vez había pensado que quizás si fuese consciente de esos momentos no
podría hacer este trabajo.
Imposible decir cuánto tiempo duró. El tiempo se mide de otra manera
en estos casos. Todo es más lento de lo que uno podría imaginarse. Todo
vuela por los aires -los hierros, la gente- a una velocidad irreal,
fotograma a fotograma, hasta que finalmente...
La imagen se nubla. El único color que ve es el negro. ¿Habrán
terminado ya las noticias? Debe de ser la hora del postre, del yogur con
azúcar, de los minutos de siesta antes de la jornada de la tarde. El
mundo sigue rodando, inconsciente de que el infierno está, a veces, a la
puerta de casa.
Habrá que esperar al informativo de la noche para que den la noticia:
"Tras la voladura del puente, una de las principales vías de
comunicación de la ciudad, seguimos a la espera de recibir noticias de
nuestro corresponsal en el lugar del conflicto..." |