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Aprendió a utilizar la brisa como carburante, el viento como fuerza motriz y sus criaturas, que se amamantaron con los jirones de huracanes que se colaban por las ventanillas, y se nutrieron con el recuelo de las ventiscas que entraban por la puerta principal.

breviario
ICARO
POR JOSE MANUEL VILABELLA

Don Timo, el sacristán, con un gesto ampuloso le señaló el mejor punto de observación.
-Tenga la bondad de acercarse hasta aquí y deléitese usted sin ningún pudor, amigo mío- le dijo mientras respiraba a pleno pulmón la suave brisa mañanera.
"Este es el lugar ideal. La plataforma de lanzamiento soñada", pensó don Icario cuando observó la ciudad que a sus pies se movía bulliciosa. Las personas, los coches y las casas parecían de juguete; eran minúsculas piececitas de un nacimiento articulado, diminutas hormiguillas que se movían nerviosamente de un lado para otro.
-Para que el encanto sea completo y el tiempo eche el freno y la marcha atrás, permítame usted que utilice este adminículo obsoleto -comentó el sacristán y desplegando un catalejo dorado se lo aplicó al ojo derecho y durante unos segundos observó en silencio la plaza del Ayuntamiento, los abigarrados puestos del Fontán y el ir y venir de los gitanos, menestrales, amas de casa y concejales, que desde la esbelta torre de la catedral perdían su importancia municipal y se quedaban en nada.
-Extraordinario, realmente extraordinario.
-E histórico -replicó el sacristán- porque desde este lugar y tal que así, don Fermín de Pas, magistral de la catedral de Oviedo, vigilaba las entradas y salidas de doña Ana Ozores, más conocida en los anales literarios por el nombre de la Regenta.

Don Icario se quitó el gabán y la chaqueta, se arremangó la camisa y musitando un "con permiso...", puso manos a la obra sin pronunciar palabra. El sacristán le dejó hacer sin interrumpirle. Vio como su docto amigo calculaba la dirección y la velocidad del viento chupándose un dedo y levantándolo con aire experto sobre su cabeza y como con cuidado exquisito extraía de una caja de zapatos una preciosa mariposa de papel.
Lo que va usted a contemplar ahora, amigo don Timoteo, es un experimento científico. Le ruego, pues, discreción y reserva absoluta, pues en esta ciudad hasta las paredes oyen.
El sacristán asintió y don Icario tomando con el índice y el pulgar la mariposa de papel, la depositó con cuidado en el vacío. Una ráfaga de viento la impulsó hacia arriba y cuando parecía que iba a emprender el vuelo majestuosamente, las alas se plegaron y se precipitó contra las losas de la plaza.
-¡No ha querido volar!... en fin qué le vamos a hacer. El fracaso es el yunque donde se templan los hombres de ciencia.

Don Icario, probo funcionario municipal y Licenciado en Derecho por la Universidad de Bolonia, ama a la papiroflexia con pasión. Y así, lo que empezó siendo un honesto divertimento realizado en horas laborables, se convirtió con el paso de los trienios en una vocación irreprimible. Don Icario no solamente hace pajaritas de papel como todos los jefes de negociado. Don Icario va mucho más allá y puede construir, con un máximo de treinta plegados, cualquier persona, animal o cosa que demande el respetable.
-Icario, majete, ¿a que no eres capaz de hacer un soldadito de Pavía?
Y el ejemplar burócrata confecciona en un periquete un apuesto militar, mientras el público, por las ventanillas abiertas, le observa anonadado.

La papiroflexia, arte de personas delicadas y de gentes bien nacidas, se convirtió en manos del ilustre funcionario en ciencia dinámica, en madre de móviles enloquecidos, en progenitor de juguetes articulados. Construyó locomotoras, cochecitos de inválidos, perros saltarines y verdaderos ejércitos de donnicanortocandoeltambor que le saludaban gozosos cuando regresaba a la oficina. Aprendió a utilizar la brisa como carburante, el viento como fuerza motriz y sus criaturas, que se amamantaron con los jirones de huracanes que se colaban por las ventanillas, y se nutrieron con el recuelo de las ventiscas que entraban por la puerta principal, se hicieron independientes y con el hálito de la vida en sus entrañas aprendieron a bailar el vals.

-Señores, en el viento está la solución -filosofaba don Icario en sus tertulias del Casino cuando surgía el tema de la escasez de energía.
-Ese remedio está periclitado, don Icario; que el otrora no regresa y hogaño lo que necesitamos es petróleo -argüían sus adversarios de dominó mientras le ahorcaban perversamente el seis doble.
-Colón fue hijo del viento y España un imperio ventoso además de ultramarino. Contamos con auténticos yacimientos todavía sin explotar. ¿Qué me dicen ustedes del viento galeno, del bonancible, del cardinal, del cascarrón, del de bolina y del viento de bordada? ¿Es que no se pueden llenar bombonas y mover émbolos con el botalones y el viento de juanetes? ¿Es que España puede despilfarrar alegremente fuentes energéticas tan importantes como el puntero, el forzado, el medio viento y el maestral?

Lo que empezó siendo conversación de café y chachara de desocupados, se convirtió, para el hidalgo burócrata, en ambicioso proyecto que liberaría a viudas desocupadas y desfacería entuertos sindicales. "El viento nutricio está siendo desaprovechado en este país de ignorantes. La energía, la vida, el movimiento continuo nos lo da Dios gratuitamente. Aprovechémoslo". Y soñó don Icario con fábricas movidas por el viento, con florecientes industrias sin problemas de energía. "Presiento que esto es como el huevo de Colón. Es necesario el testimonio concreto, el ejemplo contante y sonante, el verbigracia contundente. Es preciso crear algo que convenza a los escépticos, que cure a los descreídos de su ceguera, a los científicos de su atávica miopía.
Hay que volar y ellos tienen que verlo".

Don Icario liberó a los grises expedientes de su triste destino, a los dossieres de su inevitable periplo administrativo. Con los oficios, comunicaciones, cédulas, instancias y notas que llegaban al negociado de Asuntos Diversos, construyó mariposas multicolores, criaturas aladas, clavileños de cartulina. Utilizando papel y engrudo redimió expedientes de expropiación, agilizó recursos de alzada y resolvió engorrosos protocolos que sin su participación estarían condenados a dormir el sueño de los justos y desde la torre de la catedral dio salida, por riguroso orden alfabético, a todas las mariposas que pacientemente construyó en horas de oficina.
-Pues paréceme, don Icario, que el lepidóptero aquel, el de la póliza de tres pesetas, quería remontar el vuelo, pero después lo pensó mejor y dejose llevar por la ley de la gravedad dichosa -comentaba don Timo.
-Fue el céfiro traidor, dilecto amigo. Pero no desfallezcamos que el éxito está a la vuelta de la esquina.
Una y otra vez don Icario botó desde su elevado observatorio la flotilla de insectos, la escuadrilla de libélulas de papel de seda. Antes de depositarlas en el vacío les hablaba con amor, les aconsejaba para que no fuesen juguetes del viento enloquecido.
"Dejaos llevar, hijas mias, que los vientos son como los alcaldes: buenos pero un poco brutos. Volad siempre en la dirección que ellos indiquen; no les lleveis nunca la contraria, ni discutais a destiempo, que el poderoso no entiende de filosofías y el destino de los pobres no es el de abrir surcos propios sino el de trabajar los ajenos para que fructifique el grano del señorito. Si la galerna y el huracán se enzarzan en discusiones bizantinas, no tomeis partido por ninguno y seguid siempre al más fuerte, que en pleitos de poderosos el que paga es el tercero en discordia, el inferior que dice esta boca es mia. No os fieis de la brisa bonancible aunque parezca amable y parlanchina, que en su interior dormita el vendaval que es viento atrabiliario y violento que se encabrita sin ton ni son para jugar con las veletas. Cuidaos, hijas mias, de la ráfaga traicionera, del soplo tontorrón, de las corrientes inoportunas y de los tornados de primavera".

Insistentemente, las mariposas de don Icario daban con su débil arquitectura contra las losas de la plaza. Rotas, descoyuntadas, con las alas destrozadas y el cuerpo hecho jirones, las recogía su constructor muertas de miedo, con el viento bullando, todavía, en sus entrañas. Construyó nuevos modelos, modificó toberas, ideó nuevos fuelles, amplió el tamaño de las alas y estilizó las colas, con la sana intención de que el viento de popa las impulsase hacia arriba, camino de las estrellas.
-Fáltales la voluntad o el deseo de elevarse, don Icario; que sus criaturas no son mariposas, como dice vuesa merced, son oficios, comunicaciones, cédulas e instancias que demandan injusticias, piden favores, exigen prebendas y se ciscan en los nobles ideales. El volar es oficio de desocupados, quehacer de peregrinos, cualidad de ingenuos y la ingravidez, al final, es patrimonio de simples, de místicos y de poetas, o sea cosa de gorriones y de almadecantaros.

Algunas mariposas, sí, iniciaron un corto vuelo. Fue un proyecto frustrado, una intentona fugaz y repentina. Don Icario observó que la confeccionada con el oficio donde le apercibían por su falta de rentabilidad en el trabajo, había intentado mover las alas y de hecho se mantuvo durante unos segundos esquivando vientos, jugando con los remolinos. Con la comunicación en que le notificaban que por acumulación de faltas leves su dedicación a la papiroflexia era considerada como un delito de mayor cuantía, hizo don Icario una mariposa bellísima de color verde botella, que se mantuvo flotando en el aire durante un largo minuto, haciendo escorzos y brindando a su constructor una exhibición insólita. La mariposa tenía vida interior, palpitaba, movía sus frágiles alillas y se libraba de las tarascadas del viento cerril que quería estrecharla entre sus brazos. Fueron sesenta segundos gloriosos, inolvidables, únicos.

El ordenanza con semblante serio le entregó un sobre grisáceo y comentó: "Es personal, don Icario..." El funcionario ya lo esperaba. Palpitando de emoción rasgó el sobre y leyó por encima lo que decía la comunicación: "Por la presente y en vista de sus repetidas faltas de asistencia al trabajo, me veo en la obligación de notificarle que a partir de esta fecha queda usted suspendido de empleo y sueldo". Sintió una extraña alegría y ante el asombro de sus compañeros puso manos a la obra. Plegó la comunicación en cuatro partes iguales y sus dedos, ágilmente, fabricaron una mariposa blanca, un lepidóptero de alas articuladas, con sus antenas, sus patillas dobladas y una cola aerodinámica. "Lo que fallaba era el fuelle" -musitó-.
Con cuidado exquisito depositó a la mariposa en el vacío. El viento la acunó y durante unos segundos se quedó inmóvil, como suspendida por un hilo invisible. Una suave ráfaga la impulsó hacia arriba y don Icario la observó embelesado. Hizo un trompo, giró sobre sí misma e inició un suave planeo sobre la plaza de la catedral. Las golondrinas miraban extrañadas al nuevo pájaro, al intruso que les disputaba aquel trozo de cielo que durante siglos habían dominado sin competencia. La dejaron volar sólo unos instantes. Después defendieron su territorio. Las piadosas aves la atacaron ferozmente, la picotearon sin clemencia. "¡Mueve las alas! ¡Huye!, gritaba don Icario que observaba el drama horrorizado. La mariposa perdía altura perseguida por los depredadores que querían ajusticiarla. Don Icario, desde el mismo observatorio que utilizara en el pasado el magistral, gritaba enloquecido: "¡Mueve las alas! ¡Huye!

Fue un deseo repentino; irreprimible. Se lanzó al vacío moviendo los brazos mientras gritaba una y otra vez: "¡Huye, huye!"
Antes de que su cabeza se hiciese añicos, como un tomate maduro, contra las losas de la plaza, don Icario pudo ver como su criatura se libraba de sus perseguidores y emprendía un vuelo majestuoso hacia el norte. Movía las alas con parsimonia, acompasadamente, sin prisas. Se iba, ligera de equipaje, impulsada por el viento, en busca de los generosos, acogedores y hospitalarios espacios marinos. "Porque tal vez exista un lugar en este mundo, caballeros -hubiese dicho don Icario en el Casino- donde puedan volar impunemente las mariposas de papel".

 

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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