Sólo podía dejarme
absorber por aquellos ojos brillantes, vivos, expresivos, que reflejaban la
belleza, la juventud, la vida, la gratitud y un amor que yo jamás antes
había pensado que pudiera existir. |
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UN CUENTO MAS
POR CAROLINA FERNANDEZ
- Yo fui pastor en Belén.
La noche era especialmente fría. El aire estaba tan congelado que al
respirar, llegaba a los pulmones convertido en mil alfileres. Bajo los
arcos luminosos que adornaban la calle, cientos de personas se apresuraban
a hacer las últimas compras. La calle era una fiesta de luces,
villancicos, escaparates disfrazados con guirnaldas y espumillones, gentes
atiborradas de paquetes, lazos y papeles brillantes. Un Santa Claus con el
logotipo de unos grandes almacenes impreso en la grupa repartía caramelos
que los niños tiraban unos pasos más adelante. No hay que fiarse de
nadie hoy en día, ya se sabe. Todos iban abrigados hasta las orejas,
deseando llegar a casa para guarecerse al calor del radiador, del champán
y de la cena de Nochebuena.
-Yo fui pastor en Belén.
Oí las palabras por casualidad, mientras escudriñaba un escaparate
abigarrado buscando algo no demasiado vulgar para regalar. Sentados en el
escalón del portal contiguo, dos hombres seguían distraídamente con la
mirada el ir y venir de la gente. Por su aspecto diría que eran mendigos.
Indigentes, les llaman ahora. Creo que rondaban la treintena, aunque,
francamente, resultaba difícil calcularles la edad. El que habló
primero, tenía la vista perdida en el mar de piernas, abrigos, bolsos y
paquetes. Miraba sin ver. El otro no pudo evitar una risilla mientras
encendía un cigarro:
-Ya, y yo fui puta en Jericó. Cuando quieras te lo cuento.
Me pudo la curiosidad. Me arrimé con discreción para seguir escuchando.
-Ríete, capullo, yo sé lo que digo -respiró profundamente y tardó en
continuar lo que a mí me pareció una eternidad- ¿Ves esos belenes, con
su estrella y su ángel? Son una mierda. Te puedo decir que allí no
había nada, ni buey, ni mula, ni nada. Aquello era un cuchitril de mala
muerte donde se refugió esa pobre gente para que la mujer pudiera parir.
No era el mejor sitio, desde luego, un lugar de paso de pastores y
comerciantes, además de los salteadores de caminos. La noche era fría.
Es verdad que les ofrecimos lo que teníamos, un poco de queso, un poco de
pan, pero no porque un ángel nos iluminase y nos dijese que era el Hijo
de Dios, sino porque la mujer estaba débil, el hombre agotado y el niño
no paraba de llorar. Joder, ¿qué íbamos a hacer? Sólo queríamos echar
una mano. No hicimos nada que no hubiera hecho cualquiera.
Pareció reflexionar unos segundos antes de continuar:
-Lo que sí te puedo asegurar es que por allí no asomó la nariz nadie
más. Créeme si te digo que si hubiesen aparecido tres tíos vestidos de
lentejuelas y con un cofre lleno de oro y no sé qué más cosas, no
habrían salido vivos. No tío, pasamos la noche en vela, pero no adorando
a nadie, sino vigilando el fuego para que no se apagase. Aquella gente no
nos pidió nada, pero todos queríamos ayudar, así que hicimos lo que
estuvo en nuestra mano para que estuviesen cómodos. En cuanto amaneció,
recogieron sus cosas, nos dieron las gracias y se marcharon. Así fue,
como te lo cuento.
El otro, dio una calada larga y lenta antes de contestar:
-Lo que yo creo es que tanta Navidad te ha afectado al cerebro: deliras.
Con un pitillo encendió otro. La algarabía de la calle, el rugido de la
megafonía escupiendo villancicos se habían convertido para mí en un
rumor lejano y confuso.
-Y ya que estuviste presente en un acontecimiento tan cojonudo, señor
importante ¿podrías decirme cómo sabes que era El, y no otro
cualquiera?
-¿Cómo sabes que tú eres tú? ¿Cómo sabes que el mar es el mar? Dí,
¿cómo lo sabes? Eso no se explica. Se sabe y punto. Me quedé mudo. Me
di cuenta de que estaba ciego y sordo. Fui consciente de que nunca había
escuchado la voz del corazón, ni siquiera sabía que tenía corazón. E
inexplicablemente, tuve la absoluta certeza, la completa seguridad de que
a partir de aquella noche cambiaba el rumbo del mundo.
-Pues ya ves lo que ha cambiado. Si eso ocurriera hoy, el chaval de marras
nacería en una patera dando bandazos en el medio del mar. Y cuando
llegase a tierra la Guardia Civil estaría esperándolo para mandarlo de
vuelta al infierno. Así son las cosas.
-No dudes de la semilla que ya ha sido plantada. El trabajo está hecho.
Sólo tiene que germinar. ¿No lo crees así?
Se dio la vuelta y me miró directamente a la cara. Me estaba hablando a
mí. La verdad es que para escuchar mejor me había ido acercando un poco
más, y otro poco más, hasta quedar casi pegado. Estaba tan absorto que
no me había dado cuenta, y pensé que debía resultar bastante grosero
meterse de esa manera en una conversación. Me sentí un poco idiota, así
que intenté articular una disculpa. El hombre no me dejó hablar. Me
clavó la mirada, y al hacerlo sentí cómo me abría en dos, de arriba
abajo. Dejé de sentir el frío de la calle. Dejé de oír el ruido, la
gente, los villancicos. Dejó de haber mundo alrededor. Sólo podía
dejarme absorber por aquellos ojos brillantes, vivos, expresivos, que
reflejaban la belleza, la juventud, la vida, la gratitud y un amor que yo
jamás antes había pensado que pudiera existir. Rozó con su mano la
mía, no sé cuánto, un segundo supongo, pero un segundo que me
estremeció los huesos. La vista se me nubló. Perdí el norte y el sur,
el cielo y el suelo cambiaron de posición. No pude hacer nada más que
abandonarme. Empecé a ver imágenes y me di cuenta de que me estaba
dejando viajar a través de sus vidas hasta que llegué a ver reflejado en
sus ojos el desierto, las noches estrelladas de Galilea, el fuego
encendido, la madre y el niño, ya tranquilo; me permitió ver lo que
había dejado depositado en su corazón y ahora en el mío, la promesa de
otro mundo, de un nuevo cielo y una nueva tierra, y vi que estaban cerca.
Vi también la llama que está en el interior y comprendí que es lo que
nos mantiene vivos. Me quedé mudo. Me di cuenta de que estaba ciego y
sordo. Fui consciente de que nunca había escuchado la voz del corazón,
ni siquiera hasta ese momento había sabido que tenía corazón. Tuve la
absoluta certeza de que aquella noche, que no era tan lejana, había
cambiado el rumbo de todas las cosas. Estaba temblando de la cabeza a los
pies.
-Hace frío -dijo-, mejor váyase ahora a casa.
Me sonrió y me depositó con cuidado de nuevo en el mundo. Un mundo ciego
y sordo en el que ahora percibo la luz de la promesa: habrá un nuevo
cielo, habrá una nueva tierra... ∆ |