En Ermua se perdió una
oportunidad de oro porque nuestros políticos no supieron o no quisieron,
aprovechar la fuerza que toda España les puso en las manos. |
|
VERGÜENZA
POR ELENA F. VISPO
Un lunes
más me despierto con la noticia del tiro en la nuca. O quizás del coche
bomba, no sé, no importa. Varían los métodos, varía el lugar, pero la
sensación es la misma. Un dejà vu. El hecho es que ETA parece
empeñada en amenizarnos los telediarios mañaneros con un muerto más, un
herido más, un susto más en el mejor de los casos. No conozco las
estadísticas de los asesinatos de ETA, no me acuerdo, pero las leí hace
poco y me asusté. Como me asusto cada tres meses con las de tráfico.
Tantos muertos inútiles.
Ahora que parece claro que lo de la tregua fue jugar al despiste, ETA
tiene la baza más fuerte: el agotamiento. Cansa esta mezcla de
perplejidad y mala leche que nos asalta cuando el contador sube una, dos,
tres veces de un golpe. La rabia contenida nos consume, pero ¿qué hacer
con ella?
Vaya por delante que a mí nunca me han gustado las multitudes. Creo que
un gilipollas es un incordio pero dos gilipollas son un peligro. Ahí
están los skin heads, que de uno en uno no dejan de ser unos
pardillos, pero líbreme Dios de encontrarlos en manada. O un etarra
mismamente, que no haría lo que hace de no tener al mogollón detrás.
Por eso no me gustan las manifestaciones, pero cuando secuestraron a
Miguel Angel Blanco salí a la calle. Como hizo media España.
Aquello fue el colmo del colmo, y mucha gente se hartó, con razón. Fue
el momento de decir basta. Que ya estaba bien. Fueron tres días de
manifestaciones, de vivir en la calle; días de conmoción y de rabia pero
sobre todo de esperanza. Porque por increíble que parezca, hubo momentos
en que la esperanza -que es una loca y no atiende a razones- venció a la
lógica: hubo momentos en que creí que lo conseguiríamos. Que mi grito
con el de al lado con el de al lado con el de al lado haría que los
asesinos cambiaran de opinión. Cosa que, evidentemente, no ocurrió.
Y ni así acabó el sueño: cuando el famoso tiro en la nuca fue una
certeza, aún había reservas. La ilusión nos dio para más, las
manifestaciones siguieron. Pensé, pensamos todos, que quizás Miguel
Angel no había muerto en vano, y que podríamos terminar con todo el
asunto. Y aunque era pleno verano y hacía un calor de rajar las cebollas,
las buenas intenciones flotaban en el aire con más fuerza que en Navidad.
Somos un pueblo pasional. Así nos fue.
Sin embargo, no me arrepiento. Porque el espíritu de Ermua
-como luego se llamó- fue mi oportunidad de creer. Y aunque ahora me
maravillo de mi inocencia, qué bonito fue pensar que podíamos cambiar el
mundo. Que el pueblo decide el rumbo de la historia. Fue mi pequeño mayo
del 68, mi transición, mi Woodstock, gritando para poner fin a una guerra
absurda. Yo y tantos otros, la generación del desencanto, fuimos la
ilusión. Y las calles se llenaron con gritos de paz y libertad.
Por eso fue una vergüenza. Un desperdicio.
En esos días entendí también por qué habían fracasado todas aquellas
revoluciones, y por qué la nuestra correría la misma suerte: porque no
es suficiente. Aunque el pueblo es la fuerza de la historia, las buenas
intenciones tienen que llevarse a cabo. Por eso se perdió una oportunidad
de oro, porque nuestros políticos no supieron, o no quisieron, aprovechar
la fuerza que toda España les puso en las manos. Y ahora tenemos que
tragarnos en la tele sus peleas de niños de chupete -la culpa es tuya,
tuya más, tú eres bobo, pues anda que tú-. Qué vergüenza, Dios mío.
Lo que pudo haber sido y no es.
Aquello no fue irrepetible, porque de hecho las manifestaciones se
convocan cada vez que algo pasa. Pero será difícil que se vuelvan a dar
con la misma intensidad. Y mientras, nuestra élite política es incapaz
de protestar en la misma acera. Todos tienen su parte de razón y nadie
cede, y así los muertos suman y siguen. A los demás nos queda el
aguante, supongo. Como dijo un amigo mío, cuando hablar de Ermua no era
una sandez: no nos pueden matar a todos. Del mismo modo espero que no sean
capaces de matarnos la esperanza.
Y aún así: qué pena lo de Ermua, qué vergüenza. ∆
|