Los
miopes de hecho carecen de marcas externas, aunque sí hacen gala de
ciertos síntomas. Ese alejamiento de la realidad. Esa estrechez de miras. |
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MUNDO MIOPE
POR ELENA F. VISPO
Hay miopes funcionales y miopes de hecho.
Funcional soy yo, usuaria compulsiva
de lentillas y totalmente dependiente de las gafas. Imagínense una foto
desenfocada, pero muy desenfocada, y estarán viendo el mundo con mis
ojos. Desde mi ventano las formas se ven borrosas, los colores se
confunden y los contornos se difuminan. Y me da lo mismo hablar de las
armas en Estados Unidos que de los orfanatos rusos. Porque en el fondo,
según el cristal con que se mire (y su graduación), es todo lo
mismo.
Dicen que Monet y la mayoría de los impresionistas eran miopes, lo que
explica perfectamente esos amplios trazos, los juegos de luz y color y
sobre todo la reivindicación de la sensación -impresión- frente a la
realidad aparente. Porque un miope no puede fiarse de lo que ve y tiene
que echar mano de lo que intuye. Y luego podemos hablar de los ojos
entornados de James Dean, graciosillos de Woody Allen, hipnóticos de María
Callas. Son muchos los miopes que en el mundo han sido, y a la humanidad
no le ha ido tan mal.
Pero más allá del orgullo miope,
la realidad es mucho menos romántica que el mundo desenfocado. Porque un
vidente (en sentido literal) te mira tiernamente a los ojos hasta que
descubre la anomalía, ese circulito delator y minúsculo alrededor del
iris, y entonces se echa hacia atrás y sentencia prepotente: "usas
lentillas ¿verdad?". Yo, que las uso desde los trece años, llegué
a pensar en los años negros de mi adolescencia que era una cosa
vergonzosa que había que esconder, una tara que sólo los más listos son
capaces de identificar.
Con el tiempo descubrí: primero,
que siempre hay quien ve peor que uno; y segundo, que existe la
solidaridad, personificada en esa miope caritativa que te presta su bote
de lágrimas artificiales a las tres de la mañana, cuando tienes los ojos
casi en la mano de puro irritado por el humo y la falta de luz.
Y qué me dicen de las conversaciones entre miopes, competición entre a
ver quién es más bruto y quién tiene más suerte. -¿Y tú cuántas
dioptrías tienes? -Siete en el derecho y seis en el izquierdo. -Hala, cuánto.
Yo tres con cinco y tres. -Qué suerte, tía. -Ya, ya. Y entonces empiezas
a contar cuántas horas diarias te pones las lentillas, y tu última
conjuntivitis, y qué mal con las gafas, cuando se empañan al entrar
desde la calle -fría- a una cafetería -con calefacción- y entonces no
ves un pijo y haces los ojos chiquititos y frunces el ceño en un vano
intento por enfocar. Los miopes generalmente tenemos las arrugas del
entrecejo muy marcadas. No es mala leche, es síndrome de topo.
Los miopes de hecho, en cambio, son
los que ejercen. Carecen de marcas externas, aunque sí hacen gala de
ciertos síntomas. Pongamos por ejemplo al Ministro de Defensa. Ese
alejamiento de la realidad. Esa estrechez de miras. Esa incapacidad de ver
a largo plazo. Esa imposibilidad de asimilar lo que está dos metros más
allá de su ombligo. Lo dicho, síntomas. Inconfundibles.
Porque a ver qué futuro nos espera cuando el glorioso ejército español
pase la criba del famoso coeficiente intelectual en el límite de la
normalidad. Y que conste que no voy a ponerme a hablar de una tropa débil
mental, porque me parece cruel además de obvio: cualquiera que empuñe un
arma para defender chorradas como la patria carece de dos dedos de
frente.
Lo malo es que a los miopes funcionales se nos reconoce fácil por los
signos externos. Pero a los otros no hay Dios que los pille hasta que no
abren la boca, y entonces suele ser demasiado tarde. Normalmente van en
grupos, también es verdad, y si reconoces a uno ya te puedes poner en
guardia: generales, políticos, obispos... excepciones hay, pero pocas.
Deberíamos hacer un ejercicio de
clasismo sano, por una vez, y obligarlos a llevar, pongamos, un pin de la
señorita Pepis, un ojo pintado de azul, un piercing en el belfo. Lo que
sea, pero visible, para evitar que nos las den con queso. Por ejemplo, si
uno llega a su nuevo trabajo y advierte el pin de marras en la solapa del
jefe, pues ya sabe que es uno de esos cortos de vista que prefiere tener a
un chaval tres meses para cambiarlo luego, antes que contratar a alguien
con un sueldo decente y un mínimo de seguridad, para que trabaje contento
y tenga tiempo de hacerlo bien.
Bueno, en fin, que ejemplos tenemos
todos y a menudo cerca de casa. La cuestión es que los miopes funcionales
somos conscientes de lo que hay y nos ponemos gafas. Pero es que a estos
no hay forma de meterles en la cabeza que tienen un problema. ¿Alguien le
dijo a Straw que iba a quedar como un gilipollas cuando Pinochet volviese
a Chile y se viese que está perfectamente? Pues sí, más de uno le avisó.
Pero una característica de la miopía es que afecta psicológicamente al
oído. A mí también me pasa.
Como las ciencias adelantan que es una barbaridad, el fin de la miopía se
adivina en el horizonte: técnicas láser, anillos corneales, microchips,
ojos artificiales... Quizá dentro de poco se creen las hermandades de
ex-miopes y un montón de gente, entre nostálgicos y liberados se contarán
las batallitas de la mala visión. Estoy hablando de un futuro cercano.
Por lo demás, esperaremos el momento de reunirnos los supervivientes de
la miopía fáctica, para hablar de cómo era el fascismo, qué tiempos
aquellos; o del desastre de la inanición cuando no se repartía bien la
comida en el mundo. Igual que hablamos hoy de las cruzadas medievales, con
asepsia histórica.
Estoy haciendo cuentas para mi operación con láser
(escandalosamente cara, por cierto). Y mientras, contemplo a los cortos de
mente, vendiendo sus visiones de futuro miope. Si lo mío se arregla, ¿no
inventarán algo para ellos, por favor?. |