
Nada
de dietas, abajo la esclavitud de la cinta métrica: es una cuestión de
conciencia global. De solidaridad, vaya. Cada uno que se limite a su ración
y no se zampe la del vecino. |
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EL EQUILIBRIO
POR CAROLINA FERNANDEZ
Todas las mañanas, cuando me
despierto y recupero con esfuerzo sobrehumano la posición vertical, más
o menos perpendicular al suelo, me dirijo con pasos inseguros todavía a
tomar contacto con el mundo. Abro la puerta y, a una distancia de más o
menos doce pasos, que a veces recorro en un estado de semiinconsciencia y
palpando las paredes, se encuentra un aparatejo aparentemente inofensivo,
dócil, servicial, pero que en mi caso se ha convertido en un instrumento
que tiene la capacidad de despertarme de golpe y devolverme al planeta
Tierra, generalmente con brusquedad, a veces incluso con violencia. He
llegado en momentos a considerarlo un electrodoméstico impertinente y
hasta cruel, pero me he dado cuenta de que no es más que un vulgar
instrumento, una de tantas formas de aterrizar en la cruda realidad de una
forma sencilla, así, sin más, en casa y con estos pelos. A estas alturas
tengo que decir que estoy hablando, claro, de la báscula.
Estoy especialmente impactada porque
me he enterado el otro día, por la prensa -una siempre se entera de estas
cosas por la prensa- de que en el mundo ya hay el mismo número de gordos
que de hambrientos, todo un logro. Lo ha dicho el Worldwatch Institute,
que es una institución que se dedica a observar y escribir lo que pasa en
el mundo, así que generalmente sus informes son una lectura interesantísima
sobre la burrez humana y sus consecuencias. El caso es que el número de
personas que no comen lo suficiente ha descendido ligeramente, ya son sólo
1.200 millones de mortales, lo que podría con un poco de esfuerzo
considerarse como un signo de progreso, mientras que el número de
individuos a los que la comida les sale por las orejas y que avanzan con
paso firme hacia la estética del luchador de sumo, ha ascendido hasta
alcanzar la misma cantidad, lo cual no deberíamos interpretar como un
avance.
No deja de ser una bonita forma de
empezar el siglo. Podríamos decir que es hasta poético: el desequilibrio
alcanza a tales grados de virtuosismo que llega a parecer equilibrado. Y
para rizar el rizo, todos, gordos y flacos, sufren igualmente desnutrición.
Dice en este informe que unos y otros "comparten altos índices de
enfermedad e incapacidad, y expectativas reducidas de vida". No me
digan que no parece una mala broma. El caso es que aquí tienen a una
servidora que lleva media vida como una gilipollas, con perdón, peleándose
con la aguja de la báscula, que ya no es aguja, sino modernillos números
digitales que parpadean para llamar bien la atención. Claro que la otra
media vida me la he pasado más o menos entregada al libertinaje calórico,
intentando convencerme de que la vida son dos días, lo cual -aviso- es
una estrepitosa falacia. De todas formas no se me alarme nadie, que viendo
en la tele las imágenes de esas moles humanas, obesos
devoradores-de-hamburguesas americanos, no creo que esta estadística haya
contado con mi caso, ya que servidora se conformaría con una humilde
talla menos.
Así que en esas andaba yo, entre
lechuga y espinacas, con mono de glúcidos y batallando contra los lípidos
que se agarran a mis caderas con resistencia numantina, cuando de repente
me entero, ya digo, por la prensa, de que la solución para todo este
embrollo interminable está en un sencillo principio de física: lo que
uno tiene en exceso, otra persona en algún lugar del mundo lo tiene en
defecto. Los bombones que guardo en el rincón secreto del cajón para
momentos de hedonismo solitario, son calorías que se restan de la dieta
de otro ser humano. Es cuestión de unirse al orden natural de las cosas y
dejar actuar el principio de los vasos comunicantes: los que tienen de más
se libran de un problema y los que tienen de menos ganan años de vida.
Nada de dietas, abajo la esclavitud de la cinta métrica: es una cuestión
de conciencia global. De solidaridad, vaya. Cada uno que se limite a su
ración y no se zampe la del vecino.
Claro que sé que esta resolución
no va a acabar con el hambre en el mundo, ni mucho menos, porque eso no
está directamente en manos de ninguno de nosotros, ni tiene que ver con
esa reserva de chocolate que guardo para momentos de crisis -es una cuestión
de prioridades políticas, no de gula-, pero sí tiene que ver con la
responsabilidad individual de buscar el equilibrio en uno mismo y en lo
que tiene más cerca, por ejemplo, el propio cuerpo. No es decente comer
como un animal cuando hay quien no tiene donde hincar el diente, como
tampoco es decente volcar camiones de tomates ni vaciar cargamentos de plátanos
en el mar porque alguien se saca de la manga que hay exceso de producción
y que el mercado está saturado; ni gastar veinte litros de agua para
lavarse los dientes cuando hay millones de personas que tienen que caminar
kilómetros para conseguir la cuarta parte; ni perder el sentido en las
rebajas, ni gastarse cien mil pesetas en una correa de perro (lo he visto
en una revista, lo juro). El mundo desarrollado, en el que parece que
estamos nosotros, tiene una sobredosis de soberbia que se refleja en
cientos de actitudes individuales, que si bien una a una no cambian el
devenir del mundo, sí construyen una cultura basada en el exceso: cuanto
más, mejor. Esta premisa se aplica en todos los terrenos, desde los ceros
de la cuenta bancaria hasta las dimensiones del pene: mejor que sobre y no
que falte. La sociedad nos educa para celebrar la abundancia, y mira con
lupa a ese especímen extraño que procura ceñirse a sus necesidades.
Yo al menos, prefiero apostar por el
equilibrio en general antes que sufrir el "síndrome del
bikini", ese estrés primaveral que impone la publicidad para
obligarnos a las féminas a llegar a junio convertidas en walkirias.
Y reconciliarme con mi pobre báscula. |