
Desde el principio de los tiempos,
el mundo está regido por el aparato reproductor de los líderes mundiales |
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ENVIDIA DEL PENE
POR ELENA F. VISPO
Los hombres tienen una
cosa entre las piernas que rige los destinos humanos. Ese pequeño apéndice colgante y
sus dos anexos son la fuerza motriz que toma las decisiones mundiales. Son la explicación
oculta a todo lo que nos pasa. Dicen que Hitler tenía un sólo testículo y una
malformación en el pene, lo cual le provocaba dolores, incontinencia, y una mala leche
permanente. De ahí todo lo demás; no hay nada peor que un dolor de huevos.
Desde el principio de los tiempos, el mundo está regido por el aparato
reproductor de los líderes mundiales. Por ejemplo, el penúltimo show de Clinton (de
Kosovo para qué voy a decir nada), que en el fondo no fue más que mear fuera del tiesto
y que también tuvo que ver con el apéndice en cuestión. Por eso las mujeres pintamos
tan poco en el mundo, porque sólo tenemos ovarios: órganos ocultos, abstractos,
esotéricos, que no se ven y no se tocan. No es lo mismo echarle huevos a la vida que
echarle ovarios.
En un conflicto bélico, o sea, en una guerra de las de mucha sangre, lo primero que hacen
los soldados en cuanto tienen cinco minutillos libres, es irse por ahí a violar a la
primera mujer que se encuentren. Tiene una explicación psicológica: es la alegría
consecuente porque ellos están vivos y el de al lado no lo consiguió, la celebración a
la vida, tralará, con dos cojones. Y en vez de abrir una botella de champán pues se
cepillan a la que se les pone a tiro, si me disculpan la grosería y el mosqueo. A lo
mejor habría que incluir champán en los envíos de ayuda humanitaria y se acababa el
problema.
Hace años una mujer llamada Irene Bobbit se hartó de su marido y, en
vez de abandonarlo, decidió atacar donde más duele. La famosa amputación de pene tuvo
cola (no pretendía hacer un juego de palabras), con toda la policía de la zona buscando
el aparatillo por las cunetas y con una operación quirúrgica que hubiese hecho las
delicias de Médico de Familia. El mundo entero se escandalizó y yo saqué dos
conclusiones. Primera, que la entrepierna de un hombre es asunto delicado. Y segunda, que
las ciencias avanzan que es una barbaridad. Según tengo entendido, John Bobbit se dedicó
a hacer películas porno durante una temporada, así que la cosa no le fue mal del todo.
Cuando los humanos venimos al mundo adjuntamos en algún lugar de
nuestro ADN un libro de instrucciones sobre el sexo. No es algo que uno tenga que
aprenderse chapando, sino una especie de memoria genética que hace que perpetuemos unos
roles más viejos que nuestros tatarabuelos. Unos roles tan arraigados que no nos llaman
la atención excepto cuando alguien los desafía. La literatura y el cine se nutren de
estos ejemplos: desde Marlene Dietrich hasta Mulan las mujeres se visten de hombre para
disfrutar de los mismos privilegios. Alguna vez se ha dado el efecto contrario, con
efectos mucho más inquietantes: Paco Martínez Soria con un vestido de flores resulta
más bien apocalíptico. En cualquier caso, al final el/la protagonista descubre que se ha
portado muy mal, aprende la moraleja y las cosas vuelven a su cauce: ella con vestido, él
con pantalón. The End sin mariconadas. La ficción nos recuerda que mentir no es bueno
(sólo en estos casos), y que por muy incómodos que estemos en nuestros respectivos
papeles, cambiarlos nunca saldrá bien.
Freud decía que las niñas tienen envidia de los niños; envidia del pene. A mí nunca me
pasó eso, ya ven, pero ahora que soy un poco más mayor me está empezando el complejo de
psicoanálisis. Cuanto más lo pienso más claro lo tengo: yo quiero un pene. Sobre todo
si el psicoanalista es moreno y argentino, que entonces empezaría a desear ese
pene en concreto.
La cuestión es que quiero un pene. No tiene que ser muy grande ni muy
espectacular, no, me vale con un pene normalillo, manejable, que me quepa en los
pantalones sin tener que sentirme torero. Quiero ponerle un nombre ridículo para que
coja, aún más, entidad propia. Quiero cuidarlo, mimarlo y tenerlo bien puesto, en el
sentido figurado y literal; poner los cojones encima de la mesa siempre que sea necesario.
O me lo pida el cuerpo.
Quiero un pene. Quiero dejarme bigote y olvidarme de la depilación. Quiero rascarme
siempre que me apetezca, en privado o en público. Quiero dejar de hacer colas en el
lavabo. Quiero tener la razón en todo lo que hago, el argumento mágico (porque me sale
de los cojones), la explicación inapelable. Quiero solucionar las cosas con un par de
puñetazos. No quiero llorar nunca más.
Quiero un pene, en definitiva, para poder descubrir sus múltiples aplicaciones y
ventajas, y para llegar a ser, con un poco de constancia, uno de los pocos hombres que
entiende a la mujer. Ser el eslabón perdido entre el macho man y el hombre de
verdad, ése que no tiene miedo a desnudarse delante de una mujer. Quizá el siglo XXI me
cure la envidia del pene y me nazca la nostalgia de la igualdad, que no de lo idéntico.
Ojalá. |