uelven a casa los
kosovares, eso dicen, si es que a Milosevc no le da el siroco y volvemos a empezar. En
cualquier caso, algún día volverán. El retorno está marcado por la desconfianza, el
miedo y, supongo, la pereza de saber que hay que rehacer la casa desde los cimientos.
Milosevic y la OTAN tienen un acuerdo, eso dicen, y todos han salido
ganando con esta historia. La OTAN ha demostrado que sirve para algo, y Milosevic convence
a sus soldados (¿cómo lo hace?) de que la retirada es una victoria moral. Y los
refugiados pueden empezar a empaquetar sus cosas de vuelta, que aquí no ha pasado nada.
La pequeña noticia detrás del despliegue militar y el cachondeo de la
operación de paz es que los serbios no se atreven a volver a Kosovo. Me refiero a los que
vivían allí antes, no a los que fueron a tocar las narices en nombre de la sublime raza
aria. El ELK (Ejército de Liberación de Kosovo) ha dicho que va a haber venganza y la
OTAN ha dicho que sí. Que sí, han leído bien, que es inevitable y hasta normal que
estén cabreados y busquen resarcirse. Que va a haber revancha, y eso no lo evita ni
Solana ni Annan ni Clinton ni sus madres. Follón va a haber, y en esta operación retorno
los muertos se contarán por docenas. O por cientos.
Dicen que se acaba la guerra, pero yo creo que acaba de empezar. Queda
juntar los pedacitos y pelear por la reconstrucción. Parece increíble saber que antes en
Yugoslavia vivían todos más o menos tranquilamente. Que si a un kosovar se le acababa la
sal para el estofado, iba a la vecina serbia y le pedía una tacita. Y la vecina serbia se
la daba, hoy por ti y mañana por mí, y a lo mejor le invitaba a un café.
Pero un buen día llega un fanático mamón y te cambia a los vecinos.
En la mejor tradición de la Ciencia-Ficción Serie B, oiga. Que un día cinco serbios
violan a una musulmana, y ella reconoce a uno como su compañero de juegos infantiles.
Quizá es el mismo cuerpo con un trasplante de cerebro. Quizá es un clon. Como el
zapatero de la esquina, que le transmutan la personalidad por la de un francotirador
carnicero. Te cambian a los vecinos y ni te enteras.
No es un hecho aislado. Si no padeciéramos amnesia histórica,
recordaríamos que no hace mucho España era Kosovo. Y vale que en vez de campos de
concentración había cárceles inmundas; vale que no era una cuestión religiosa, sino
política; vale que no había matanzas sino paseos; y vale que Franco no tenía la mente
criminal de Milosevic, por mucho que hizo méritos, el hombre. Pero más de uno podría
hablar de esas extrañas transformaciones, de cómo terminó con sus huesos en la cárcel
porque le delató un amigo, un vecino, un hermano.
Pues esto pasaba en este país hace menos de treinta años, que es un
suspiro teniendo en cuenta que el conflicto kosovar viene de principios de siglo. En
España, muerto el perro se acabó la rabia, y se pactó una transición que fue un modelo
de pacifismo e hipocresía. Como con las leyes de punto final en Sudamérica, se decretó
el olvido colectivo. Y la gente obedeció, porque hay cosas que duele recordar. Por eso en
los libros de historia se explica una dictadura aséptica, políticamente correcta, con
Manolete y el Nodo y un Franco pescando salmones en el Sella, que más que miedo da una
ternura agridulce.
Pinochet está en Londres porque hay gente que no olvida. Quizá venga
a España para ser juzgado y pregunte, como han hecho sus abogados, con qué derecho
opinamos sobre él cuando tenemos nuestros propios trapos sucios que lavar. Y no dejará
de tener razón: también existe una fosa común para los recuerdos. En Latinoamérica
desentierran a sus muertos periódicamente y los sacan a pasear en las Plazas de Mayo. En
España los tenemos guardados debajo de la cama, mientras los fósiles franquistas ocupan
su sitio en nuestro gobierno. Allí hay quien se desvela buceando en los Archivos del
Terror, reclamando una justicia que se demora décadas. Aquí, en cambio, dormitamos
satisfechos en nuestro estado de bienestar.
Cuenta Bennedetti la historia de un hombre que, años después de su
detención, sale del trabajo y se encuentra con su torturador en el autobús. Con la
sorpresa se le borran todos los insultos guardados y sólo alcanza a decir
"holaquétal". El torturador, igual de pasmado, responde "pues nada, estoy
en paro". Cada uno se baja en su parada y fin.
Quizá sea el mejor final posible. Que olvidemos lo suficiente para que
el rencor no nos coma la vida. Que recordemos lo suficiente para reconocer al enemigo. Y
que, si nos lo cruzamos de nuevo, ya no pueda hacernos daño.
Siempre es difícil curar las heridas, retornar a la vida después del
horror, pero espero que en Kosovo lo consigan. Que se arreglen. Que no olviden. Que no
odien.