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El Ventano

 

A veces veo en la tele a los médicos en Zaire hacer milagros con betadine y aspirinas, y me parece que sólo les falta la capa para volar. Veo a las madres de la Plaza de Mayo y se asemejan a la Mujer Maravilla.

EL VENTANO
MI HEROE
POR ELENA F. VISPO

Yo aprendí a leer, como casi toda mi generación, gracias a los tebeos. Mortadelo y Filemón eran los reyes, seguidos muy de cerca por Zipi y Zape, pero también estaban Pepe Gotera y Otilio, 13 Rue del Percebe, Carpanta... Sólo años más tarde descubrí las excelencias de Super López, y por su culpa me siento para siempre deudora de Ibáñez, que estoy segura de que ha sido más leído que el Quijote, sin faltarle a don Miguel. Un día me lo encontré (a Ibáñez) en el Corte Inglés firmando libros, y allá me fui. El tío me hizo en medio minuto un dibujo del Botones Sacarino al que no le faltaba ni la colilla en el suelo. El sello del artista.
El caso es que el dibujo se me perdió en algún armario, y no me importa porque el Botones Sacarino, aparte de despertarme una vaga ternura, siempre me dio un poco igual. Otra cosa es si hablamos de Super López. Super López era un honrado oficinista, que tenía que lidiar con un jefe que no atendía a razones, con unos compañeros cotillas y con el metro, la casera y los engorros cotidianos de cualquier españolito medio. Pero él tenía un secreto: poseía superpoderes, y gracias a ellos combinaba el trabajo en la oficina con la ingrata tarea de salvar el mundo. Era un héroe chapucerillo, un Supermán de andar por casa. Como aquella serie de la tele en la que los extraterrestres le daban a un tipo un traje mágico y se olvidaban de dejarle el manual de instrucciones. Y allá iba el pobre hombre a trompicones con el traje, que estornudaba y se le escapaba un rayo láser que dejaba tieso al vecino de enfrente. La serie se llamaba El Gran Héroe Americano y era la coña. Pues Super López era parecido pero era nuestro, con nuestros defectos y virtudes; los superpoderes no le cambiaban el carácter, el ingenio, la mala leche ni la inocencia de sorprenderse cuando descubría que el villano más villano trabajaba, también de incógnito, en la oficina de al lado.
Super López salía a veces en una revista que se llamaba primero Olé y luego Super Olé, y recogía historietas de los mejores dibujantes del momento, chistes, entrevistas, y secciones varias. Mi preferida con diferencia era la última página, donde se contaban las trolas más alucinantes que jamás me eché a la cara: Increíble pero Mentira. En ella se narraba como en un pueblo perdido del Canadá habían llovido cámaras fotográficas, o como a un agricultor de La Puebla de Aquí le había salido un tomate de trescientas toneladas. Eran mentiras inocentes, de las que te abren la boca hasta el suelo, de las que sólo le hacen gracia a un niño. Yo me despepitaba leyéndolas, y luego los amigos las comentábamos con la misma pasión que poníamos en dilucidar el mejor modo de que Pedro se camelase a Heidi.
Con el tiempo me pasé a los libros y además dejaron de editar el Super Olé, o sea que ya no era lo mismo. Aquel Increíble pero Mentira se me viene de vez en cuando a la cabeza, para recordarme que mi capacidad de sorpresa, aunque un poco maleada, todavía me acompaña. No llueven cámaras fotográficas, pero sí se han visto lluvias de ranas. Y lo del tomate de trescientas toneladas no es muy descabellado en tiempos de manipulaciones genéticas y demás.
La novela Clones, de Michael Marshall Smith, habla de un futuro hipotético en el que los ricos podrán clonar a sus hijos, para garantizar repuestos en caso de accidente. ¿Necesitan un pulmón, un ojo, un hígado? Pues lo tienen sin riesgo de rechazo, de su propio material genético. Así, se narra cómo los clones crecen hacinados en granjas, esperando a que vayan a quitarles alguna parte de su cuerpo. Un horror. Una asfixia. Increíble, pero mentira.
Pues el otro día explican en el telediario, con toda la naturalidad del mundo, un proyecto para clonar embriones y así tener material humano para medicina (y cosmética, supongo, aunque eso no lo dicen). De ahí a clonar seres humanos hay un paso que se me antoja mínimo, e incluso en mis horas más paranoicas me da por pensar que en algún lugar del planeta ya hay quien los está fabricando.
La noticia abre campos inesperados, no sólo para la ciencia, que esto es inacabable; ni para Marshall Smith, que supongo que se hinchará a vender libros. Digo yo que si un libro de pesadilla se convierte en realidad, a ver por qué no va a pasar lo mismo con otros. Entonces me acuerdo de mi héroe, y se me ocurre la loca idea de que por ahí, en algún sitio, alguien tiene el poder de salvar al mundo. Y salgo a la calle y me quedo mirando al panadero, al funcionario de hacienda, al paisano que me vende el periódico, a ver si le tienen un aire. De momento no lo he encontrado, porque al único al que le veo parecido con Super López, narizón y bigotudo como él, es a Jose Mari, y me niego a hablar de Super Aznar. Rotundamente no.
Pero a veces veo en la tele a los médicos en Zaire hacer milagros con betadine y aspirinas, y me parece que sólo les falta la capa para volar. Veo a las madres de la Plaza de Mayo y se asemejan a la Mujer Maravilla. Veo al parado que se busca la vida; al ex-yonki que lleva tres meses limpio; al que duerme tres horas diarias porque estudia y trabaja; al que lleva un día de perros pero te sonríe por la calle. Por mucho que nos lo vendan Clinton no es Superman, Hillary no es Lois Lane y Sadam no es Lex Luthor; en cambio creo que Super López somos todos, cuando nos ponemos. Quién nos lo iba a decir.

 

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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