
Una última cosa acerca de los
españoles: nos gusta el riesgo. Nadie como nosotros baila en la cuerda floja que separa
la chapuza del desastre. |
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EL
VENTANO
FACHADAS
POR ELENA F. VISPO
No sé si sabrán
ustedes que Barcelona se está cayendo a trozos. Yo lo sé porque me paso por allí de vez
en cuando y veo los andamios, pero no estoy muy segura de que la noticia haya trascendido
al interés nacional. Recuerdo que hace un par de años vi como la multitud abucheaba a
Manuel Fraga y a lo más selecto del PP gallego en precampaña autonómica; la noticia
consiguió medio minuto en el Telexornal y uno de silencio en los telediarios nacionales.
Así que por si no se han enterado, yo les informo: Barcelona se nos cae a trozos. La gran
urbe cosmopolita, la puerta de Europa, la ciudad de los prodigios, se está yendo al tacho
porque llueven baldosas. Y adoquines y ladrillos, y si me apuran y por hacer un alarde,
algún balcón que otro. Lo cual no dejaría de ser una anécdota si no fuese porque las
baldositas de marras no miran antes de saltar, y a veces les da por romperle la cabeza a
uno que pasaba por allí.
Y no. No es culpa de los propietarios que dejan que los edificios se
pudran, ni de los politiquillos que no ayudan a los propietarios a pagar la restauración,
ni del inepto de turno que no hizo caso de los avisos (porque estoy segura de que alguien
avisó, siempre hay alguien que avisa) y tuvo que esperar a que se mataran un par de
turistas para hacer algo. Y desde luego no es culpa de la campaña de imagen que se está
haciendo (Barcelona, ponte guapa), porque bastante prisa que se han dado en ponerle los
puntos suspensivos (...y segura). Que luego no digamos que no hacen nada, con lo que ellos
se preocupan. No se nota, no se mueve, no traspasa.
Lo que pasa es que la gente tiene una manía de buscar responsables que yo no sé a dónde
vamos a parar. En estos casos la culpa es como la falsa moneda, que de mano en mano va y
ninguno se la queda. En la mejor tradición televisiva, la cosa se nos pierde en el
agujero negro de los Expedientes X españoles, la dimensión desconocida de los misterios
sin resolver. Y aquí no tenemos a Mulder y Scully. Tenemos a Nacho Martín y Alicia, para
qué vamos a dar más explicaciones.
Y usted, lector de Riosa o de Vigo, se preguntará qué narices le
importa todo eso. Pues bien. Debería importarle por dos motivos. El primero porque
Barcelona es una de las ciudades más impresionantes que tenemos en España. Y el segundo
porque cada vez es más evidente no sólo que las fachadas se desploman, sino que además
se pueden cargar al que pillen por delante. Si Barcelona, baluarte de la modernidad
europea, se hunde delante de nuestros ojos, qué no nos podrá pasar.
Saquen ustedes los paralelismos. La mujer que se casa con su novio de toda la vida, y un
día cualquiera al hombre se le desmonta la fachada de buena persona y se le caen un par
de puñaladas. Y eso que avisó antes, insisto, siempre hay algo que avisa, y
probablemente ya le había rodado algo de arenilla en forma de bofetadas. Pero igual que
la gente no deja de caminar por el Paseo de Gracia, aunque haya habido muertos, tampoco va
una a separarse por un par de puñetazos. Al fin y al cabo, Barcelona es bona y mi
marido me quiere.
Otra. A nuestro flamante gobierno se le desmorona la fachada de centro y a la policía,
por poner un ejemplo, se le escapan un par de golpes, como en los mejores tiempos. Y aquí
no podemos decir que no estábamos advertidos. Lo que ocurre es que en estos casos las
labores de restauración se hacen en un visto y no visto, plis plas carrasclás, Jose Mari
se echa unas risas en el telediario de las tres, y aquí no ha pasado nada. Los
españoles, tan agudos a la hora de buscar culpables, padecemos un curioso caso de memoria
selectiva. Guardamos como oro en paño los agravios de la guerra de Cuba y olvidamos lo
que nos prometieron anteayer.
Lo peor es que nos estamos acostumbrando, y la rutina indiferente del
periódico nos informa de que las fachadas, las privadas y las públicas, tienen grietas
cada vez mayores. Como anestesiados observamos el agujero de la capa de ozono mientras
todos los gobiernos se declaran ecologistas. Y que cada vez hay más mendigos en la calle
aunque las cifras del paro bajan. Y que Europa somos todos mientras Bruselas nos exprime
como a la vaca que ríe. Etcétera.
Somos así de chulos. Se nos cae la casa encima y tiramos piedras
contra nuestro propio tejado. En vez de aprovechar lo que hay y empezar a colocar puntales
firmes, ponemos un parche por aquí, un parche por allá y una velita a Nuestra Señora
del Airbag de Serie, a ver cuánto aguanta el carro. Y miramos a otro lado, por aquello de
los ojos que no ven.
Una última cosa acerca de los españoles: nos gusta el riesgo. Nadie
como nosotros baila en la cuerda floja que separa la chapuza del desastre. Y nos gusta,
nos pone a prueba la capacidad de aguante, nos atrae descubrir las grietas del vecino
antes que nuestros propios precipicios, nos encanta el trapicheo, el compadreo, el apaño,
la picaresca, nos gusta como somos, los españolitos, las españoladas, el latin lover, la
España cañí, preferimos mil veces lo malo conocido, el vuelva usted mañana, adoramos
la mediocridad, nos gusta el riesgo, en fin, con dos cojones. De otro modo, no se explica.
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