
La cajera se quedó mirando el
artículo que tenía entre las manos con asombro, incredulidad y estupefacción, y
seguidamente levantó la cabeza hacia la mujer que esperaba con impaciencia, descaro e
impertinencia. |
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EL ROLLO DE NOCHEVIEJA
POR CAROLINA FERNANDEZ
Cogió el abrigo con naturalidad estudiada, comprobó que llevaba la cartera, las
llaves, el sombrero, la bufanda, los guantes. Oh, dios, cómo es posible, salir, salir a
la calle tal día como hoy, un endemoniado, terrible, apocalíptico 31 de diciembre. Sin
llegar a bajar del todo los escalones del portal se zambulló de cabeza en la marea humana
que desde primeras horas de la tarde recorría las aceras en todas direcciones. Navegó
como pudo por entre los brazos, bolsos, globos, abrigos y paraguas, sorteó con ligereza
al Papa Noel que zarandeaba salvajemente una campanilla a la altura de las sienes de los
viandantes y les disparaba caramelos con violencia, saltó por encima de las jardineras de
forja del ayuntamiento para esquivar transeúntes indecisos, buscando inútilmente vías
menos transitadas. A la media hora estaba agotada, sudaba como en un día de agosto,
había perdido el sombrero, tenía el pelo pegajoso y encima de la cara y le dolían
horrores las espinillas porque en el trayecto se le habían clavado las esquinas de
cientos de paquetes de regalos y había pisado y sido pisada por cientos de zapatos de
consumidores anónimos. Por fin, ante ella se erguía imponente la entrada de los grandes
almacenes. Miró hacia el cielo y contempló boquiabierta la impresionante fachada que se
elevaba hasta las nubes, convertida en una catedral de luces parpadeantes. Miles de
bombillas verdes y rojas se encendían y apagaban por oleadas, acompañando el gracioso
trotar de una manada de renos gigantes que tiraban de un trineo, por supuesto también
descomunal, en el que viajaba el papa noel más grande que jamás vieron ojos humanos.
Todo ese montaje de dimensiones bestiales pendía milagrosamente de la fachada de los
grandes almacenes. La grotesca carcajada artificial del muñeco apenas sobresalía por
encima de la chirriante megafonía de la calle, que ahora mismo escupía un terrible
Jingle Bells que se mezclaba a la puerta de los almacenes con el estribillo más
terrorífico de toda la Navidad: "I wanna wish you a Merry Christmas..."
Antes de que al Papa Noel con su trineo con sus renos y con sus
bombillas se le ocurriese desplomarse en el suelo, echó a correr hacia el interior de los
grandes almacenes y no paró hasta alcanzar las escaleras mecánicas. Procuró dominarse.
Con la vista fija al frente atravesó pasillos y avenidas, vadeó rotondas y aguardó
pacientemente en los pasos a nivel a que cruzasen manadas de consumidores en dirección
transversal, hábilmente pastoreados por señoritas mecánicas de sobrio traje azul marino
y sonrisa de oferta.
Aceleró el paso, embistiendo sin disimulo a la muchedumbre que
desordenadamente entraba y salía de los probadores. A la derecha, una señorita de traje
azul y sonrisa bovina daba vueltas mecánicamente a un expositor con una bandeja en la
mano, como las bailarinas en las cajas de música. Ofrecía a los clientes probar el
exquisito turrón de yemas de huevo de codorniz elaborado artesanalmente por unas monjitas
de Avila, a la venta en el supermercado. Cruzaban por delante de ella los clientes que en
fila de a uno se dirigían a la sección de body-building, donde tendrían el privilegio
de probar en exclusiva el nuevo masajeador de glúteos avalado por Sindy Crowford. En una
tremenda pancarta luminosa, el eslogan millonario: Glúteos de cemento en un momento,
ilustrado con una muestra ampliada de las posaderas de Sindy en tres dimensiones. La
megafonía alternaba machaconamente los villancicos con las ofertas de pescadería. Les
recordamos que durante los próximos cinco minutos por la compra de dos kilos de salmón
noruego les regalamos un yogur desnatado. En ese momento se encendieron decenas de
carteles luminosos ¡oferta! ¡oferta! ¡oferta! Al segundo siguiente surgió de la nada
un rumor sordo que comenzó a crecer con rapidez. El suelo tembló casi imperceptiblemente
primero, algo más fuerte después, hasta alcanzar en la escala Richter el grado de
ofertón-histórico-sin-precedentes. En pocos segundos, una multitud enardecida se
apareció en el horizonte, dirigiéndose con el ímpetu de una manada de búfalos hacia la
sección de pescadería, empujados por un ansia repentina e irrefrenable de comprarse dos
kilos de salmón noruego y conseguir su yogur gratis.
Sin dejarse tentar por las señoritas de traje azul y sonrisa
surrealista, ni por la posibilidad de lograr unos glúteos de cine, ni por la urgencia
compulsiva de comerse dos kilos de salmón noruego, se dirigió a su objetivo, ya a la
vista, allá, al fondo, en una sección olvidada en fechas tan señaladas.
En una estantería solitaria, abandonado por los cazadores de ofertas,
brillaba como un faro en la noche...
Lo puso en la cinta transportadora, preludio del escáner que lee el
precio del artículo en cuestión. La cajera de traje azul y sonrisa frigorífica la miró
sin verla y le dijo canturreando y casi sin despegar los labios: Buenas noches, le
atiende Marilú Pérez, gracias por comprar en nuestro supermercad... La sonrisa se le
congeló en los labios. Se quedó mirando el artículo que tenía entre las manos con
asombro, incredulidad y estupefacción, y seguidamente levantó la cabeza hacia la mujer
que esperaba con impaciencia, descaro e impertinencia. Se estableció entre ambas hembras
un duelo tácito que atrajo la atención de otros clientes. Por primera vez en toda su
vida laboral, la muchacha se atrevió a romper el protocolo de la empresa y preguntó
desafiante: "Pero... ¿nada más que esto?". El rugido de la mujer la hizo
reaccionar: "¿Pasa algo?". Cabizbaja, la cajera pasó por el escáner el pack
de doce rollos de papel higiénico, doble hoja, extra suave, farfulló el precio, cogió
el dinero. Al devolver el ticket se acercó a la mujer y le murmuró al oído: "Es
que no estamos acostumbrados ¿comprende?, no es lo habitual que la gente sólo se
lleve lo que necesita".
La mujer sonrió para sí y metió en una bolsa su compra, su desafío.
Util, imprescindible, fiel compañero, indiferente a las ofertas, inalterable frente a
los vaivenes del mercado, libre del efecto 2000, pero a pesar de eso relegado a un rincón
de la cesta de la compra y considerado como un artículo de segunda por una sociedad de
consumo, que sin embargo, por fuerza tiene que seguir apoyándose en lo más sencillo.
Así es el papel higiénico, incluso en un apocalíptico 31 de diciembre de 1999. Que no
nos falle, por dios. ¿Se lo imaginan? |