
Quizá la
castidad sea cierta en los retorcidos pasillos vaticanos -habría que verlo-, pero es un
chiste en la vida real, que es la de la calle, no la de los monasterios. |
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EL CONDON
POR CAROLINA FERNANDEZ
En una
medida éste sigue siendo el planeta de los simios. No sé si en otros mundos será igual,
pero aquí convive todo mezclado, todo a la vez, todas las épocas, todas las especies,
todos los tiempos. Me explico: una va tranquilamente por la calle y sospecha que alguno de
los individuos que ve por el rabillo del ojo y que van con chaqueta, corbata, pantalón de
pinzas y teléfono móvil son en realidad hombres de Cro-Magnon adaptados a las exigencias
del mercado. En el super se tropieza una con señoras neandhertales cargadas de pan de
molde y nocilla para la merienda de los niños, y en el parque, delante de un armatoste de
esos que se llaman mobiliario urbano que dice que mantengas limpias las aceras de tu
ciudad, una anciana pasea a un tiranosaurus doméstico que defeca sin pudor al pie de los
magnolios del señor alcalde.
¿Cómo es posible, en la era de la
Coca-Cola, el CD Rom y la conquista del espacio, que convivan tantas etapas evolutivas del
ser humano? Ay amigo, porque aquí es posible todo lo que nos podamos imaginar y mucho
más. Podría seguir enumerando: asirios belicosos transformados en hinchada futbolera;
romanos que chulean de su habilidad militar, siempre empeñados en velar por el orden
mundial y en exportar su way of life por las buenas o por las malas; Isabel y Fernando
viven en la Moncloa y siguen erre que erre empeñados en cristianizar a todos los infieles
del reino, que cada vez son más... En fin, el circo cotidiano. ¿Cómo distinguirlos?
¿Cómo saber con quién estás hablando, si el raterillo que te ha sisado la cartera es
un vikingo camuflado o ese vendedor de enciclopedias un fenicio a comisión o ese
columnista del domingo el último hombre de la ilustración? ¿Cómo saber si tú mismo no
tienes ramalazos de bárbaro, aires faraónicos, o contrato de sufrido proletario de la
revolución industrial? Todo lo hace la práctica y la observación. Hete aquí que me
hallaba yo en semejantes disquisiciones cuando un amigo, sin quererlo, me dio una clave
interesantísima para rastrear especímenes medievales. Eureka. Por fin un poco de luz
sobre una época oscura y terrible plagada de interrogantes y de mugre que, como todas, se
proyecta en nuestro presente supercibernético y megainternáutico. Por fin un método
científico para escarbar los restos arqueológicos de la Santa Inquisición, los
descendientes de Torquemada, los discípulos del Cardenal Cisneros. Pero ¿cómo?, me dije
con los ojillos brillantes de aficionada a la antropología, ¿cómo seguirles el rastro a
los esquivos funcionarios del Santo Oficio? Pues bien, el condón es la clave. El condón.
Esta palabra bisílaba, aguda, rotunda y eficaz tiene múltiples aplicaciones. La primera,
la evidente, no la explico porque no viene al caso. La segunda, sirve como contenedor de
líquidos: en los manuales de supervivencia recomiendan llevar uno en la mochila para
utilizarlo como recipiente para transportar agua, llegado el caso. La tercera, como broma
pesada: se llena con un poco de agua y se lanza desde un cuarto piso a la acera. Sienta
fatal. La cuarta, como recurso desesperado para mantener a los niños ocupados: se infla
uno y se les pone a jugar al voley-condón. Les hace mucha gracia y entretiene una
barbaridad. La quinta, como detector de fósiles, que es la que a mí me llamó la
atención. Seguidamente, unas sencillas instrucciones para que el aficionado pueda
comenzar su trabajo de campo: introdúzcase oportunamente la palabra 'condón' en la
conversación con el sujeto a analizar. Puede hacerse de manera discreta, con disimulo,
dejándolo caer como por descuido ("...y debió ser cuando saqué la cartera para
pagar el café con churros, cuando perdí el condón que llevo siempre...".
Obsérvese la reacción); o bien atacando sin preámbulos, disparando a bocajarro y sin
contemplaciones la palabreja maldita directamente a la sien del interlocutor: ¡Condón,
condón, condooooo ón! No falla. Si por las venas del individuo en cuestión corre sangre
inquisitorial, si tiene ínfulas del Santo Oficio, se pondrá inmediatamente verde de
rabia, aunque tratará de esconder el tinte con una sonrisilla condescendiente. Adoptará
primero una actitud amable de catequista ofendido que se ve en la obligación de dar una
reprimenda. Luego, si el investigador insiste tercamente en su bombardeo (¡condón,
condón, condón!), querrá razonar con la oveja descarriada, por ver si entra en razones
y regresa al redil. Si el investigador es un perfeccionista recalcitrante que quiere hacer
un trabajo impecable, intensificará el asedio: "Más de 33 millones de personas en
el mundo están infectadas con el virus del Sida, muchas por no usar un... CONDON".
Ahí se acabó la conversación. Punto muerto. La receta para todo es: contra el sida
castidad. Se pregunta el señor Carlés, Arzobispo de Barcelona, buen ejemplo de esto que
estamos hablando -y que no pasa ni de coña nuestra sencilla prueba del condón-, por qué
a los jóvenes no se les explica que la única forma segura de evitar el contagio es la
abstención o la fidelidad a una pareja "limpia". Para complementar, una cita
textual del Pontificio Consejo para la Familia, disponible en la red: "Los padres
deben rechazar la promoción del llamado safe sex, una política peligrosa e
inmoral basada en la teoría ilusoria de que el preservativo pueda dar una protección
adecuada contra el Sida. Los padres deben insistir en la continencia fuera del matrimonio
y en la fidelidad en en matrimonio como única, verdadera y segura educación para la
prevención del contagio".
Mire, arzobispo, déjeme que yo se lo explico lo más sencillo que se
me ocurra: la castidad no existe y la fidelidad por decreto es una aberración. Son
conceptos imposibles. Son desvaríos de Alicia en el país de las Maravillas. Las
verdades, cuando son verdades, son universales. Quizá la castidad sea cierta en los
retorcidos pasillos vaticanos -habría que verlo-, pero es un chiste en la vida real, que
es la de la calle, no la de los monasterios. Y es más: vistas las cifras del Sida, que se
está llevando por delante tanta gente como la peste negra en la época de la
Inquisición, prohibir, anatematizar o incluso incordiar en la promoción del condón, me
atrevo a decir que es un crimen contra la humanidad. Miren los estragos que está causando
la enfermedad en Africa y muérdanse la lengua si les queda una pizca de humanidad. Qué
más da un polvo más o menos cuando se trata de la vida y de la muerte. Es más, yo
diría que un polvo, con o sin condón, tiene más que ver con la vida que con la muerte.
Nada, lo que decía: fósiles. Que se los lleven a un museo. |