
No se había dado cuenta de
lo altísimo que estaba el volumen del televisor hasta que se hizo el silencio. La imagen
se esfumó con un latigazo seco. Un punto luminoso en la pantalla y luego nada. Oscuridad. |
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CONTRAPUNTO
EL APAGON
POR CAROLINA FERNANDEZ
La última uva se le
atascó. Como siempre. Tuvo que empujarla para que entrase en la boca, donde todavía
intentaba dominar un mar de pulpa, pieles y pepitas que amenazaban con hacer una barricada
de camino al esófago. ¡Será posible que siempre tenga que comenzar el año con
principios de asfixia y babeando jugo de uva! "Venga hombre, no seas borde -se dijo a
sí mismo mientras se servía un vaso de bourbon para ayudarse con las uvas. Estaba solo-.
Pide un deseo, que es lo que hay que hacer en estos casos". Dio un trago, manteniendo
el líquido unos segundos en la boca para apreciar el sabor mientras reflexionaba.
"Vale, ahí va, uno bueno y otro malo: que se acabe el hambre en el mundo y que yo me
tire a la Cameron Díaz antes de que acabe el año. ¡Jua! Vaya chorrada". Le hizo
muchísima gracia su propia tontería. La nube del bourbon le estaba llegando al centro
neurálgico de la risa floja.
La tele estaba puesta. Presentador y presentadora. El es un joven
fichaje de los programas concurso, de pelo engominado, esmoquin y sonrisa de anuncio. Ella
es la de todos los años, es decir, la misma que lleva brindando por las campanadas al
menos los últimos veinte años. Entre el fragor de los petardos, los cohetes y el
griterío general, se abren paso los grititos de júbilo de él y las risotadas equinas de
ella, que aplaude y salta, dentro de las escasas posibilidades motrices que le permite el
ajustadísimo vestido brillante, decididamente escaso para la abundancia de la mujer.
Tanto es así, que el excedente amenaza con desbordársele por el filo del escote si sigue
dando botes con esa alegría.
Iba a servirse el tercer vaso de bourbon para concentrarse mejor en las
alteraciones sísmicas del escote de la presentadora, cuando sucedió. No se había dado
cuenta de lo altísimo que estaba el volumen del televisor hasta que se hizo el silencio.
La imagen se esfumó con un latigazo seco. Un punto luminoso en la pantalla y luego nada.
Oscuridad. Se le erizó el pelo. Se quedó hundido en el sofá, con los ojos muy abiertos,
intentando encontrar una referencia en la negrura espesa en que se había convertido su
apartamento, esperando que después de unos segundos el mundo real volviese a aparecer
delante de él, justo donde se suponía que tenía que estar. Coño, es Fin de Año. No
pasan estas cosas en Fin de Año. Después de varios minutos, no sabría decir cuántos,
tanteó la mesa en busca del mechero y aprovechó para encender un pitillo, luz al fin.
Estaba intentando pensar, rescatando sus neuronas sobrias de entre los vapores del
bourbon. No sabría decir en el fondo de qué maldito armario vio por última vez aquella
linterna que andaba rodando por la casa, pero en el recibidor recuerda haber visto una
vela pequeña con forma de pato que hoy va a hacer su servicio a la patria. ¿Qué habrá
pasado?
Se asomó a la terraza y lo que vio le bajó a los pies la borrachera
en un segundo: nada. No vio nada de nada. Fue como asomarse a un lienzo negro, a un muro,
a un abismo. La noche era cerrada y sin luna. Cuando sus ojos se acostumbraron pudo
percibir algunas formas, irreales, de líneas difusas. La débil claridad sólo le dejó
distinguir los fantasmagóricos perfiles de los edificios, los mismos que hasta hace unos
minutos eran una familiar panorámica urbana, el escenario de todos los días. Pero ahora,
hasta donde le alcanzaba la vista no había un solo punto de luz a excepción de su
cigarro. Jamás había visto una cosa igual. No había farolas, no se veían los luminosos
de Coca-Cola que señalaban, como una estrella polar, la ruta hacia el centro de la
ciudad, hacia donde hasta hace un rato estaban el presentador engominado, la presentadora
de escote desbordante y varios miles de personas bebiendo champán y celebrando el Año
Nuevo. Desde luego a la compañía de la luz se le va a caer el pelo. Precisamente hoy.
Sea como sea no debería durar mucho. No puede durar mucho.
Hace un frío del carajo en el balcón. Mejor será esperar dentro.
Espera. Espera. Sólo quedan dos pitillos. Espera. Cero pitillos. Las dos de la mañana.
No funciona la tele, no funciona la radio, no funciona Internet, no funciona la estufa; no
funciona la cadena de música, ni la cafetera para hacer un maldito café, ni la vitro, ni
el microondas, ni las máquinas de tabaco ni los cajeros automáticos. No se puede ni
sacar el coche del garaje porque no funciona la puerta automática... Además ¿moverse de
casa? Ni loco. Por su mente pasan imágenes de alguna película: escaparates rotos y
pandillas de chorizos sacando televisores y vídeos de los grandes almacenes, sirenas de
polícía, bomberos, crímenes por triplicado y, pasados nueve meses, un baby-boom como no
se recuerda...
Despertó con el cuerpo entumecido. No sabría decir cuánto tiempo
llevaba durmiendo. Por alguna razón, la calefacción había dejado de funcionar por la
noche, y el frío y la extraña postura en el sofá le han dejado las extremidades como un
acordeón. Se incorporó lentamente, sujetándose la cabeza con una mano para que no se le
cayese rodando por la alfombra. Tremenda resaca. Claro, ahora recuerda: se bajó él
solito una botella de bourbon. Fue una noche de perros. Salió al balcón esperando que la
bofetada del frío matinal del día 1 de enero le hiciese tomar contacto definitivo con la
realidad. La ciudad había amanecido bañada por un tenue sol de invierno. Hay un extraño
silencio, un silencio que hiere los oídos, un silencio que le hace entrar en la vivienda
corriendo, dando traspiés, chocando con las sillas, con las esquinas de los muebles, en
una carrera loca hacia los interruptores.
No funciona la tele, no funciona la radio, no funciona Internet... |