| |
Foto:ACNUR
|
REFUGIADOS
LA BOMBA DEL SIGLO XXI
TEXTO: MARILÓ
HIDALGO Y MARTA IGLESIAS FOTOS:REMCO BOHLE.MSF
Se oye el retumbar de sus pies sobre
la tierra. Son más de cien millones de personas desarraigadas, que vagan a la deriva sin
un lugar a donde ir.
Se oyen sus llantos. Son hombres, mujeres y ni-os víctimas del terror político, de la
violencia social o de los conflictos armados, que han perdido su casa, su familia y sus
raíces.
Llaman a la puerta. Son los refugiados que piden permiso para cruzar nuestras fronteras. |
(extractos...)
El 2% de la población
mundial, denominada refugiados que viven en estas lamentables condiciones. La represión
de las minorías, los conflictos internos que ensangrientan los países y las
persecuciones, son las causas por las que estas personas se han visto obligadas a dejar su
lugar de origen. Una Yugoslavia desaparecida, una URSS debatiéndose entre sus propias
cenizas, un continente asiático sumido en continuas represiones políticas y las guerras
tribales de Africa han disparado el número de personas refugiadas en otros países o
desplazadas dentro de su mismo Estado. Nos encontramos ante un colectivo del que se conoce
muy poco y sobre el que además existe un alto grado de desinformación.
Nuestra Constitución señala en su art. 13.4 que "La Ley establecerá los
términos en que los ciudadanos de otros países y los apátridas podrán gozar del
derecho de asilo en España". El pasado año la Comisión Interministerial de Asilo y
Refugio (CIAR) de nuestro país, concedió 156 estatutos de refugiados, cuando encima de
su mesa tenía 4.975 solicitudes de asilo. Es una muestra de los porcentajes en los que se
mueve, no sólo España sino el mundo occidental cada vez más cerrado a la llegada de
refugiados y emigrantes. El paro y la falta de expectativas laborales han generado en la
población un gran descontento y crispación que a la larga ha sido sabiamente utilizado
por grupos de ideología xenófoba para filtrar sus discursos y culpar a los inmigrantes
de tal situación.
No dejan de ser paradójicas las expresiones o pintadas como ¡Fuera extranjeros!,
¡Africanos para Africa!, ¡Francia para los franceses!, cuando precisamente Francia,
Inglaterra, Irlanda, Bélgica, Alemania, España y otros muchos países -hoy acomodados-,
ocuparon, se adueñaron y explotaron muchas de las tierras de donde proceden estos
refugiados que hoy llaman a nuestra puerta.
La vida en un campo de refugiados
EL ETERNO PRESENTE
Veníamos caminando
desde Ruanda, escapando de la guerra en un largo éxodo que nos llevaría a la paz. Nunca
antes había visto una guerra, sus efectos. Los rebeldes entraban en las casas, se
llevaban a los hombres, torturaban a las mujeres. El eco de sus gritos de ciudad en ciudad
nos hizo marcharnos a toda prisa. Era una tarde calurosa y regresaba a casa después de
clase; la ciudad estaba efervescente, los rumores en el aire aseguraban que los rebeldes
se acercaban y con ellos la tortura y el dolor. En las calles las familias cargaban con lo
que podían y se iban. Cuando llegué a casa ya se habían ido todos, siguiendo la
dirección de la riada humana. Yo tomé el mismo rumbo. Encontrar a los míos me iba a
costar trabajo con la cantidad de gente que había. En el camino algunos murieron
extenuados, pero la mayoría llegamos. Selección natural, dirían algunos. Volví a
reunirme con mi familia a la entrada de lo que parecía una enorme aldea con chozas y
plásticos azules. Estábamos en otro país, y éramos refugiados.
En el lugar donde estábamos había cerca de 20.000 personas, para mí toda una ciudad de
cartón. Con el tiempo me enteré de que un organismo internacional (ACNUR) era el padre
que delegaba la titularidad del campo en una ong que se encargaba de coordinarlo todo,
incluidas otras organizaciones que participaban. Después de tan larga caminata, hacerme
al campo se me antojó una aventura. Al llegar nos entregaron una cartilla de reparto por
familia y comenzó un ritual que pronto se convirtió en una sofocante rutina. Nada más
comenzar el día, las mujeres nos organizábamos para ir a buscar agua. Al principio la
traíamos del lago, pero pronto brotó el cólera y la recogida se convirtió en una gran
cola para llenar los bidones del tanque del camión. Mientras, los hombres se dedicaban a
buscar leña, pero cada vez había que ir más lejos. Los responsables del campo de
refugiados repartían la comida semanal o quincenalmente por familias y esporádicamente
nos traían mantas, plásticos o ropa. La vida en el campo de refugiados se convirtió en
una sucesión de colas inmensas, interminables, eternas. Colas para beber, colas para
comer, colas para ir al baño... En campos mayores que cobijan hasta a 400.000 personas,
los repartos se hacen por barrios o grupos de cien personas. Yo tuve suerte y pude escapar
de la rutina, ya que por mis estudios de enfermería me contrataron para ayudar en el
centro de salud que una ong había montado en el centro del recinto. Pero a mi alrededor
todo se repetía en ciclos dentro del campo, que generalmente no se puede abandonar. Los
días se sucedían largos o cortos pero repetidos, uno tras otro, sin nada que hacer más
que recoger lo que te daban. No había futuro porque el mañana era igual que ayer. La
vida en el campo de refugiados era un eterno presente./ Simone Ndadaye(*)
(*) Refugiada ruandesa en Burundi, 1994.
|
| |
|