
En cuanto hubo oportunidad, ya saben, el ejército en pleno se
revolvió, puso el país patas arriba, barrió el gobierno y, adivinen, puso al arcángel
Gabriel, recién ascendido a general, a cargo de nuestros destinos. Esa parte de la
historia ya la conocen. O deberían. No ocurrió tan lejos de ustedes.
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CONTRAPUNTO
LA MEMORIA
POR CAROLINA FERNANDEZ
Así te pudras en el infierno, hijo de mala madre!".
La fila entera de viejos que veían la televisión giró la cabeza con sorpresa y
curiosidad. Al fondo del saloncito, una mujer encogida y arrugada como un higo blandía el
puño cerrado en dirección al televisor. "¡Satanás! -gritaba la anciana- ¡Hijo de
la gran puta!". Los viejos no salían de su asombro. Aquella anciana silenciosa y
solitaria, a la que no habían sido capaces de arrancarle más que un escueto buenos días
de vez en cuando, no sólo había despertado de su autismo, sino que blasfemaba como un
camionero y despotricaba con la energía de una chiquilla de veinte años. El revuelo fue
monumental. En pocos segundos se habían arremolinado en la salita de la tele todos los
inquilinos del geriátrico, al calor de los exabruptos y atraídos por los juramentos. Una
mano amable tuvo la feliz idea de apagar la televisión, y la anciana comenzó a calmarse,
justo cuando entraba el celador, la cocinera, el médico y la enfermera, siempre la
última, con un sedante y un vaso de agua por si las moscas. La vieja había vuelto a
sentarse. El pasmo general dio paso a un silencio sepulcral alrededor de la silla, desde
donde la anciana desafiaba aún al mundo con una fiereza inusitada. El celador, con
brillantez exquisita, tradujo el estupor en palabras: "¿Pero qué coño le pasa,
señora?".
La mujer todavía bufaba como un becerro a causa del
esfuerzo y la excitación. Levantó la cabeza y miró alrededor con sorpresa, como si en
ese mismo instante se hubiese dado cuenta de que en pocos segundos una pequeña multitud
se había reunido allí, en torno a su silla, esperando quién sabe qué. Dejó vagar los
ojos por la pared, que es una forma de volver la vista al pasado, y comenzó a hablar:
"Sepan que yo sólo tenía diecisiete años cuando entré a trabajar en aquella casa,
que por aquel entonces era del terrateniente más rico de la provincia. Cualquier cabeza
de ganado que se pudiese encontrar en muchos kilómetros a la redonda llevaba el sello de
la casa en los cuartos traseros, y casi todos los de allí trabajaban para él. Y el que
no, le debía algo. Lo menos un favor. Era lo más parecido a dios que habían visto
muchos. Dicen además que tenía la comarca sembrada de bastardos: mala sangre para el
país. A los pocos meses de entrar yo en su casa, su esposa dio a luz un bebé rubio y
rosado como un cochinillo. Le pusieron Gabriel, como el arcángel. Gabrielito, Gabriel,
don Gabriel, y finalmente Mi General. Nunca más le oí el nombre. Digo yo que lo perdió
cuando dejó de ser humano. El niño Gabrielito era un rapaz intratable. No estaba la casa
tranquila mas que los tres meses de verano, cuando lo mandaban a la hacienda de la abuela,
que vivía a la orilla del mar. Así fue unos años, hasta que la buena señora dijo que
hiciesen el favor de no volver a enviarle al niño, que no se podía ocupar de él. Como
entre el servicio todo se sabe, puedo contarles que Gabrielito, en plena llantera por una
bicicleta, lanzó a su prima por un terraplén, le partió la crisma contra unos
peñascos, y aún corrió detrás para rematarla. Lo pararon antes, afortunadamente. Su
madre, que para eso era su madre, enseguida se dio cuenta de que había parido un
monstruo, y se deshizo de él en cuanto pudo. Lo envío a la capital, que era lo que se
hacía por entonces con los niños ricos, a coger cultura y buenas maneras, al estilo
europeo. Ya los curas se encargarían de domarlo. Ni por esas. De la capital llegaban
noticias deshilvanadas del joven Gabriel juerguista, pendenciero y poco dado a los libros.
Por aquel entonces su madre ya padecía esa enfermedad mezcla de soledad y locura que se
la llevó a la tumba. El padre había dejado hace tiempo de preocuparse de las reses, y
como el cuerpo ya no estaba para cacerías decidió meterse en politiqueos para matar el
tiempo. Al chico le firmaba los cheques y poco más. Un día se presentó en casa un
jefazo del Cuerpo Nacional de Policía para solucionar personalmente y con discrección
ciertos asuntos que concernían al joven Gabriel, varias denuncias por agresión y
escándalo público y una última por violación. No fue difícil echar tierra sobre el
asunto. Unas recomendaciones para cerrarle la boca a los agredidos y a la señorita en
cuestión, un apretón de manos y el expediente limpio como un espejo. Las siguientes
noticias que tuvimos de él fue cuando dejó preñada a la hija de un capitán de fragata
y tuvo que llevarla al altar. El suegro era perro viejo, muy perro, que se había arrimado
al gobierno de entonces. Vio enseguida en don Gabriel un alma gemela, perro joven, con
ambición, mirada turbia y mucha labia: un líder en potencia. Lo metió en el ejército
de cabeza y en dos años lo colocó en la cima. Ahí se cagó todo. El país estaba por
entonces sumido en esta crisis profundísima, en esta pobreza que parece que nos corroe
por los siglos de los siglos. En cuanto hubo oportunidad, ya saben, el ejército en pleno
se revolvió, puso el país patas arriba, barrió el gobierno y, adivinen, puso al
arcángel Gabriel, recién ascendido a general, a cargo de nuestros destinos. Esa parte de
la historia ya la conocen. O deberían. No ocurrió tan lejos de ustedes. Al principio
creímos que nada podía doler más que el terror que vivimos los años que siguieron,
más que los golpes, más que los amigos que nunca aparecieron, ni las violaciones, ni las
uñas arrancadas para hacernos cantar un nombre o una dirección. El miedo es terrible,
pero el miedo nos hizo fuertes al fin y al cabo. Más terrible es aún el olvido; que en
la televisión aparezca sonriendo ese cabrón, que lo nombre doctor honoris causa alguna
institución ignorante por la hazaña de levantar la economía, y que no tengan estómago
siquiera para torcer el gesto por la ironía, y pensar que cualquiera lo hace, llevándose
por delante a la mitad del país. Ya les digo, lo peor no es lo que ya pasamos. Jode más
la desmemoria". |