urante dos semanas fui testigo en Kuito
(Angola) de las gravísimas secuelas que provocan las minas antipersonas entre la
población civil.
Ejércitos de mutilados formados por hombres, mujeres y niños se paseaban por un enclave
de ruinas modernas. Su población había sobrevivido a un cerco aún más brutal que el de
Sarajevo.
Ahora morían o eran mutilados por diminutos "guerreros" ocultos, que no tienen
corazón ni sentimientos, pero que pueden ser letales a la más leve presión.
"La crónica de la humanidad es una lista de violencias", dice el gran escritor
portugués Miguel Torga en "La creación del mundo".
Mi personal lista continuó en Camboya, Bosnia, Afganistán, Mozambique, El Salvador y
Nicaragua.
Durante estos dos años he regresado una y otra vez a estos países obsesionado por
reflejar las horribles condiciones de vida a las que son sometidas sus poblaciones por
culpa de estos asesinos de plástico.
La idea era preparar un armazón gráfico que sirviese de denuncia de la cruda realidad a
las organizaciones humanitarias que luchan desde hace varios años por la prohibición
total de las minas antipersonas.
Con gran justicia, la Campaña Internacional para la Prohibición de las Minas que
aglutina a más de mil organizaciones humanitarias fue recompensada el mes de diciembre
pasado con el Premio Nobel de la Paz.
"Mi intención no es sólo ilustrar e informar sino
provocar incluso remordimiento. Este libro es un alegato contra el cinismo y la desidia de
la clase política"
He intentado evitar que se viese como un problema de
"negritos" de Africa o de niños de ojos rasgados del sureste asiático. Quería
que todo el mundo se sintiese reflejado en este "ESPEJO CRUEL DE LA VERDAD".
La elección de los protagonistas de las historias personalizadas fue siempre casual. La
historia de Sokheum Man en Camboya se inicia en la primera fotografía que le hice en el
hospital. Sufrí con sus padres la amputación de su pierna.
Sólo por lo que aprendí con esta familia humilde y también con las familias de Joaquina
en Angola, Sofía en Mozambique y Manuel en El Salvador, valió la pena hacer este libro.
Ellos me enseñaron tanto sobre la belleza del mundo de los campesinos y sus valores más
íntegros como los libros de John Berger.
A Adis lo fotografié, y entrevisté, en Sarajevo tres días después del accidente.
Quedé impresionado por la valentía y el coraje de este niño sin niñez por culpa de la
brutal guerra. Ahora que se firmaba la paz, una mina destrozaba su adolescencia.
Señores y señoras, la principal cicatriz de Adis no es visible:
atraviesa su alma hasta los vericuetos más recónditos del ser humano.
Mi pena más grande fue regresar a Afganistán y ser obligado a no ver a Wahida. La
ocupación de Kabul por los talibanes ha convertido a las mujeres afganas en sombras
furtivas que se pasean por las calles como si fueran fantasmas.
Yo la había fotografiado por primera vez y con relativa facilidad en agosto de 1996 en su
casa, en su trabajo, en el hospital. En junio de este año, sólo la pude ver durante
cinco minutos a dos metros de distancia y vigilados por varios hombres muy nerviosos.
¿Cómo pretender fotografiar a una mujer joven en un mundo de prohibiciones absolutas? Su
mutilación y el fin de mi trabajo son razones secundarias que no cuentan para las
autoridades afganas.
Justina llevaba tres años esperando una prótesis. Después de buscar
durante cuatro días en los archivos del centro ortopédico de Managua una historia de un
mutilado civil que viviera en un lugar asequible, alguien me habló de este joven
campesino que trabajaba de pinchadiscos en una radio musical.
Nuestro encuentro fue fructífero para ambos: yo hice una buena historia fotográfica,
conocí el mundo en que nació, que visitamos a caballo durante un fin de semana. El
consiguió una prótesis gratis en apenas unos días. Hubiera necesitado los ahorros de
años para pagarla de su bolsillo.
Este proyecto ha coincidido con una nueva etapa de mi vida profesional. Estaba cansado de
fotografiar a moribundos anónimos a los que ni siquiera se les pregunta su nombre. Porque
a nadie le importa.
La muerte de un ciudadano occidental repercute más que la de miles de
africanos, asiáticos o latinomaericanos. Alguien de aquí muere allí y no sólo pasa a
la posteridad sino que llegamos a saber hasta el color de los ojos de su hijo más
pequeño.
Alguien de allí muere aquí y se convierte en un número más. Y si muere allí ni entra
en las estadísticas. Porque ni siquiera hay una numeración ordenada y correlativa de
esos muertos. Todos sabemos que las víctimas del Tercer Mundo siempre se suman de miles
en miles.
Mi intención no es sólo ilustrar e informar sino provocar incluso remordimiento. Este
libro es un alegato contra el cinismo y la desidia de la clase política.
"Esos niños y jóvenes que se pasean ante ustedes
con sus brazos y piernas taladas se llaman Kosol, Ahmed, Nakublla, Fátima...
Ustedes señores políticos siempre se muestran impasibles. Ustedes
necesitan del abucheo de la sociedad civil para presentar propuestas, acordar leyes,
asistir a las víctimas. Es un hecho generalizado que ustedes siempre van detrás de los
problemas, que resuelven cuando ya no hay remedio o cuando se les cae la cara de
vergüenza.
Ustedes son "okupas" del espacio público que utilizan de forma permanente para
desviar la atención de los problemas fundamentales o en su propio beneficio. Viven en una
urna de cristal para evitar que les salpique la sangre de las víctimas que ustedes crean
por su inoperancia.
Minas españolas han minado el porvenir de miles de personas, pero ustedes han escudado su
fabricación en que hay que mantener la seguridad de Ceuta y Melilla. Sería un mal chiste
si no fuera por lo macabro del asunto.
Esos niños y jóvenes que se pasean ante ustedes con sus brazos y piernas taladas se
llaman Kosol, Ahmed, Nakibulla, Fátima, Tha Rin, Sofía, Adis, Manuel, Justino, Alberto,
Narciso, Antonio Marcelino, Julio Evangelista, Rosita, Sara, Marciana, Augusta.
Esos niños y jóvenes se llamaban Mir Agha, un niño huérfano de trece años que
pastoreaba con sus raquíticas ovejas al norte de Kabul cuando el 1 de agosto de 1996
pisó una mina que le destrozó ambas piernas y le produjo desgarros incurables en el
estómago y los intestinos.
Que vivió para sufrir un brutal asedio médico a su cuerpo por parte de los enfermeros
del hospital Kartese en pro de salvarle la vida. Que finalmente murió mes y medio
después; incluso su hermano gemelo, más huérfano que nunca, se alegró del desenlace
después de ser testigo de una agonía desesperante e insoportable.
Se llaman con estos nombres algunos difíciles de pronunciar, otros
fáciles de olvidar.
Pero podrían llamarse José María, Ana y Alonso, como los hijos del señor José María
Aznar, presidente del gobierno. Podrían llamarse Pablo, David y María, como los hijos
del señor Felipe González, ex-presidente del gobierno. Podrían llamarse Gela, Ana o
Rodrigo, como los hijos del señor Rodrigo Rato o Alfonso y Alma, como los hijos del
señor Alfonso Guerra.
Podrían llamarse María José, Federico, Marta, Mercedes y Santiago, como los hijos del
señor Federico Trillo, presidente del Congreso o Julio, Ana María, Juan Antonio y
Carmen, como los hijos del señor Julio Anguita. Podrían llamarse Joaquín, Ana,
Nicolás, Montserrat y Claudia, hijos del señor Joaquín Molins, o Iker y Naiara, como
los hijos del señor Iñaki Anasagasti.
Sí señores políticos, podrían llamarse como sus hijos. Porque la única diferencia
entre estos niños y jóvenes mutilados y sus hijos es que unos han nacido en un mundo
bochornosamente privilegiado y los otros han sido condenados a la más descarnada de las
brutalidades.
Señores políticos, se es culpable no sólo por acción sino también
por omisión. Cuando ustedes permiten que el secretismo sea la norma en los negocios de
las armas y no escuchan a las organizaciones humanitarias que demandan desde hace años
mayor transparencia informativa están participando en el asesinato de niños y jóvenes
que podrían ser sus hijos. Y no se refugien en que España exporta menos minas o menos
armas que nuestros países vecinos porque quien busca una excusa de esa calaña es
culpable de esa lesa humanidad.
Países como España han explotado la muerte durante muchos años en forma de unos
peculiares guerreros llamados minas antipersonas.
Ahora, ratificando el Tratado de Otawa sin vacilaciones de ningún tipo, ustedes señores
políticos están obligados a exportar la vida.
Y no se trata de donar unos cuantos millones a la ONU, como si se tratara de financiar un
castillo de fuegos artificiales la víspera de una boda real, para pagar una partida de
prótesis. ¡NO!. Se trata de abanderar intervenciones humanitarias en gran escala,
ayudando a desminar, EVITANDO, y lo digo con mayúsculas, que el desminaje se convierta en
un negocio como ya está ocurriendo. Se trata de asistir a las víctimas con programas de
recuperación física y psíquica. En definitiva, se trata de pedir PERDON.
Este trabajo también intenta huir de la superficialidad con que son
presentados los problemas que afectan al Tercer Mundo por la mayoría de los medios de
comunicación, especialmente por la televisión. Y también quiere ser una llamada de
atención en un final de milenio enquistado en un proceso de deshumanización muy
preocupante.
Hace 25 años, la ensayista norteamericana Susan Sontag decía en su clásico ensayo
"Sobre la fotografía" que "las sociedades industriales transforman a sus
ciudadanos en vaciaderos de imágenes, que es la forma más irresistible de contaminación
mental".
Este discurso es aterradoramente actual. No se puede rechazar lo que no nos afecta
directamente. No podemos vivir en una cultura de la banalidad que diluye cualquier toma de
conciencia.
No podemos salir de ver una exposición sobre los refugiados, la muerte en directo en
Ruanda o el SIDA en Africa y meternos en una burbuja de mediocridad, en una sociedad
repleta de burdeles del consumo.
Como si no fuera con nosotros. ¡NO!
Hay que creer a Albert Camus cuando dice: "Debemos comprender que
no podemos escapar del dolor común, y que nuestra justificación, si hay alguna, es
hablar mientras podamos, en nombre de los que no pueden".
(*) Fotógrafo