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CONTRAPUNTO

 

Era un mensajero admitido en todas las casas, desde el Pentágono hasta el Vaticano, una alcahueta que traficaba con dimes y diretes, con faroles y machadas, amenazas, cambalaches y hasta secretos de alcoba que en más de una ocasión estuvieron a punto de romper el débil equilibrio internacional.

 

CONTRAPUNTO
DIPLOMACIA
POR CAROLINA FERNANDEZ

Agosto es un domingo de treinta días. El señor Cavalho resoplaba como una bestia. Sudaba. El señor Cavalho aparcó el coche al pie de una cuesta como ya quedan pocas: hecha a traición. En agosto las cuestas son más largas y más empinadas que el resto del año. Se dilatan. En agosto conducir es un infierno. Se bajó de un coche negro mate con sarampiones de oxido. Cavalho abrió el maletero y sacó de él un bulto envuelto en papel de periódico y una botella de agua mineral. Alzó la vista hacia la callejuela cuya cumbre se disponía a conquistar, buscando el final del empedrado. El sol de mediodía estaba justo en línea recta. El sol no le dejó abrir los ojos. Resignado, comenzó a subir sin prisa. En la cima le esperaba un pequeño parque olvidado por los especuladores de terreno. Un parque pobre de bancos de piedra y plátanos espesos. Un parque capaz de arrastrar cuesta arriba los ciento cinco kilos del señor Cavalho a las tres de la tarde de un soleadísimo día de agosto.

Al menos la piedra estaría fresca.

La piedra no estaba fresca. La piedra estaba a punto de fundirse, como Cavalho. El vapor, o lo que el creyó que era vapor, al posar sus cuartos traseros en el banco le hizo sudar aún más. Aquello era el infierno.
Se quitó la camisa. La extendió en el banco, a su lado. Le sobraban unos minutos. Abrió el agua mineral, a temperatura de sopa de pollo, y dio un sorbo. Mientras, se entretenía observando las carreras de los reguerillos de sudor que correteaban alegremente por sus redondeces abdominales.

Un reloj cercano proclamó con furia que ya eran las tres y media de la tarde. El eco de las campanadas retumbaba todavía en su cabeza cuando se puso la camisa, seca y tiesa como un esparto, y se levantó. Es la hora, Cavalho. Respiró profundamente y enfiló una callejuela escondida. Alcanzó el número 33. Puerta de madera repintada con los bajos nevados de azufre, dos pisos sin balcón, griterío de vecinas, aceras enfangadas de agua de fregar. No había timbre, de modo que agarró la aldaba y golpeó tres veces con garbo de campanero de barrio. Un segundo tardó en abrir la puerta una mujer de unos treinta. "¿Cavalho?", dijo ella. "Cavalho", dijo él. Ella se hizo a un lado para dejarlo entrar y luego cerró. Con un único gesto, imperceptible, le indicó que la siguiera y que se sentase. Cavalho se dejó caer en un anticuado sofá de terciopelo rojo, duro y deforme como una pila de adoquines. La estancia estaba en silencio. Ni vecinas ni griterío, ni siquiera pasos o puertas. Nada de nada. Cavalho empezó a frotarse las manos.

La mujer reapareció en unos minutos. Cavalho se levantó. "¿Lo tiene?" Cavalho asintió y le tendió el bulto envuelto en hojas de papel de periódico. La mujer esbozó una sonrisa gélida mientras desenvolvía el paquete con agilidad. "¿Sabe lo que hay aquí, Cavalho?". La mujer le clavó los ojos, dos alfileres. "No, señora" respondió. "Lo imaginará, al menos". La mujer lo miraba insistentemente. "No hay más que ver las noticias, señora". "Y ya que todavía imagina, cosa que, créame, no es algo habitual, dígame ¿qué le parece?". Mientras hablaba, la mujer sostenía en las manos una caja pequeña cuyo contenido extendió sobre la mesa. "A mí no me parece nada, señora. Hago mi parte y cobro. Y luego me largo, ya sabe". "Lo sé, Cavalho, lo sabemos. Su trabajo es muy valioso."

Armas. Por supuesto que Cavalho sabía de qué se trataba. Faltaría. La información más valiosa siempre estaba relacionada con las armas. Sabía que llevaban meses presionando de mil y una formas para hacerse con los últimos descubrimientos de la guerra química. La guerra no se produce sólo cuando estalla, sino mucho antes y mucho después. La guerra es constante, diaria, latente. Aquel grupillo de países, aparentemente inofensivos, estaba haciendo grandes inversiones en investigación. Nuevas fórmulas para matar mejor. Por eso estaban siendo asediados a base de embargos y comisiones de investigación de las Naciones Unidas. Decían que para salvaguardar la seguridad internacional. Cavalho y los que como él trabajaban en las tripas del sistema sabían que la guerra nunca cesa. Todo es cuestión de tener la sartén por el mango. Todo es cuestión de información.

Cavalho taconeaba nerviosamente. Esos asuntos no le hacían pizca de gracia. Parece mentira que lo dijera él, que llevaba toda la vida moviéndose con soltura por las alcantarillas de las casas presidenciales. Cavalho sólo conocía las puertas de atrás. Para el mundo Cavalho no existía. Era una sombra que se adivinaba detrás de los grandes acontecimientos, los pactos, los tira y afloja. Era un mensajero admitido en todas las casas, desde el Pentágono hasta el Vaticano, una alcahueta que traficaba con dimes y diretes, con faroles y machadas, amenazas, cambalaches y hasta secretos de alcoba que en más de una ocasión estuvieron a punto de romper el débil equilibrio internacional.

Ahora sólo quería retirarse. Cuarenta años de historia resultan agotadores para cualquiera, de modo que este era realmente el último trabajo. Lo aceptó, no porque el mismísimo presidente americano, ese lechón imberbe que no hacía más que meterse en problemas, hubiese solicitado personalmente sus servicios, sino como una última concesión, un gesto sentimental antes de abandonar el nomadismo que exige la diplomacia extraoficial y convertirse en un jubilado rechoncho y feliz.

"Todo en orden", dijo la mujer. A Cavalho las mujeres le daban pánico. Sobre todo las que manejaban información. Le parecía ver en ellas un destello diabólico, un aura de maldad sofisticada que por ejemplo él, pese a su experiencia en el gremio, no logró tener jamás.
"Tengo entendido que se retira, ¿es eso cierto?" "Ya ve, uno está viejo para la profesión". Cavalho le estrechó la mano, fría y seca como una piedra, y cerró la puerta tras de sí con un suspiro de alivio. De vuelta en la calle, aspiró el aire impregnado del olor de las cocinas, la jarana de las porteras y los juegos de los niños. "Perro mundo -pensó-, vamos directos al infierno."

A la mañana siguiente, el Secretario General de las Naciones Unidas convocaría una rueda de prensa para informar sobre el éxito de las negociaciones. Tranquilizó al mundo anunciando que tras un esfuerzo diplomático sin precedentes con el único objetivo de mantener la paz, la amenaza, de momento, se había desvanecido.

 

   

   
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Última revisión: abril 07, 2011. 
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