gosto es un domingo de treinta días. El señor Cavalho resoplaba
como una bestia. Sudaba. El señor Cavalho aparcó el coche al pie de una cuesta como ya
quedan pocas: hecha a traición. En agosto las cuestas son más largas y más empinadas
que el resto del año. Se dilatan. En agosto conducir es un infierno. Se bajó de un coche
negro mate con sarampiones de oxido. Cavalho abrió el maletero y sacó de él un bulto
envuelto en papel de periódico y una botella de agua mineral. Alzó la vista hacia la
callejuela cuya cumbre se disponía a conquistar, buscando el final del empedrado. El sol
de mediodía estaba justo en línea recta. El sol no le dejó abrir los ojos. Resignado,
comenzó a subir sin prisa. En la cima le esperaba un pequeño parque olvidado por los
especuladores de terreno. Un parque pobre de bancos de piedra y plátanos espesos. Un
parque capaz de arrastrar cuesta arriba los ciento cinco kilos del señor Cavalho a las
tres de la tarde de un soleadísimo día de agosto.
Al menos la piedra estaría fresca.
La piedra no estaba fresca. La piedra estaba a punto de fundirse, como
Cavalho. El vapor, o lo que el creyó que era vapor, al posar sus cuartos traseros en el
banco le hizo sudar aún más. Aquello era el infierno.
Se quitó la camisa. La extendió en el banco, a su lado. Le sobraban unos minutos. Abrió
el agua mineral, a temperatura de sopa de pollo, y dio un sorbo. Mientras, se entretenía
observando las carreras de los reguerillos de sudor que correteaban alegremente por sus
redondeces abdominales.
Un reloj cercano proclamó con furia que ya eran las tres y media de la
tarde. El eco de las campanadas retumbaba todavía en su cabeza cuando se puso la camisa,
seca y tiesa como un esparto, y se levantó. Es la hora, Cavalho. Respiró profundamente y
enfiló una callejuela escondida. Alcanzó el número 33. Puerta de madera repintada con
los bajos nevados de azufre, dos pisos sin balcón, griterío de vecinas, aceras
enfangadas de agua de fregar. No había timbre, de modo que agarró la aldaba y golpeó
tres veces con garbo de campanero de barrio. Un segundo tardó en abrir la puerta una
mujer de unos treinta. "¿Cavalho?", dijo ella. "Cavalho", dijo él.
Ella se hizo a un lado para dejarlo entrar y luego cerró. Con un único gesto,
imperceptible, le indicó que la siguiera y que se sentase. Cavalho se dejó caer en un
anticuado sofá de terciopelo rojo, duro y deforme como una pila de adoquines. La estancia
estaba en silencio. Ni vecinas ni griterío, ni siquiera pasos o puertas. Nada de nada.
Cavalho empezó a frotarse las manos.
La mujer reapareció en unos minutos. Cavalho se levantó. "¿Lo
tiene?" Cavalho asintió y le tendió el bulto envuelto en hojas de papel de
periódico. La mujer esbozó una sonrisa gélida mientras desenvolvía el paquete con
agilidad. "¿Sabe lo que hay aquí, Cavalho?". La mujer le clavó los ojos, dos
alfileres. "No, señora" respondió. "Lo imaginará, al menos". La
mujer lo miraba insistentemente. "No hay más que ver las noticias, señora".
"Y ya que todavía imagina, cosa que, créame, no es algo habitual, dígame ¿qué le
parece?". Mientras hablaba, la mujer sostenía en las manos una caja pequeña cuyo
contenido extendió sobre la mesa. "A mí no me parece nada, señora. Hago mi parte y
cobro. Y luego me largo, ya sabe". "Lo sé, Cavalho, lo sabemos. Su trabajo es
muy valioso."
Armas. Por supuesto que Cavalho sabía de qué se trataba. Faltaría.
La información más valiosa siempre estaba relacionada con las armas. Sabía que llevaban
meses presionando de mil y una formas para hacerse con los últimos descubrimientos de la
guerra química. La guerra no se produce sólo cuando estalla, sino mucho antes y mucho
después. La guerra es constante, diaria, latente. Aquel grupillo de países,
aparentemente inofensivos, estaba haciendo grandes inversiones en investigación. Nuevas
fórmulas para matar mejor. Por eso estaban siendo asediados a base de embargos y
comisiones de investigación de las Naciones Unidas. Decían que para salvaguardar la
seguridad internacional. Cavalho y los que como él trabajaban en las tripas del sistema
sabían que la guerra nunca cesa. Todo es cuestión de tener la sartén por el mango. Todo
es cuestión de información.
Cavalho taconeaba nerviosamente. Esos asuntos no le hacían pizca de
gracia. Parece mentira que lo dijera él, que llevaba toda la vida moviéndose con soltura
por las alcantarillas de las casas presidenciales. Cavalho sólo conocía las puertas de
atrás. Para el mundo Cavalho no existía. Era una sombra que se adivinaba detrás de los
grandes acontecimientos, los pactos, los tira y afloja. Era un mensajero admitido en todas
las casas, desde el Pentágono hasta el Vaticano, una alcahueta que traficaba con dimes y
diretes, con faroles y machadas, amenazas, cambalaches y hasta secretos de alcoba que en
más de una ocasión estuvieron a punto de romper el débil equilibrio internacional.
Ahora sólo quería retirarse. Cuarenta años de historia resultan
agotadores para cualquiera, de modo que este era realmente el último trabajo. Lo aceptó,
no porque el mismísimo presidente americano, ese lechón imberbe que no hacía más que
meterse en problemas, hubiese solicitado personalmente sus servicios, sino como una
última concesión, un gesto sentimental antes de abandonar el nomadismo que exige la
diplomacia extraoficial y convertirse en un jubilado rechoncho y feliz.
"Todo en orden", dijo la mujer. A Cavalho las mujeres le
daban pánico. Sobre todo las que manejaban información. Le parecía ver en ellas un
destello diabólico, un aura de maldad sofisticada que por ejemplo él, pese a su
experiencia en el gremio, no logró tener jamás.
"Tengo entendido que se retira, ¿es eso cierto?" "Ya ve, uno está viejo
para la profesión". Cavalho le estrechó la mano, fría y seca como una piedra, y
cerró la puerta tras de sí con un suspiro de alivio. De vuelta en la calle, aspiró el
aire impregnado del olor de las cocinas, la jarana de las porteras y los juegos de los
niños. "Perro mundo -pensó-, vamos directos al infierno."
A la mañana siguiente, el Secretario General de las Naciones Unidas convocaría una
rueda de prensa para informar sobre el éxito de las negociaciones. Tranquilizó al mundo
anunciando que tras un esfuerzo diplomático sin precedentes con el único objetivo de
mantener la paz, la amenaza, de momento, se había desvanecido.