Cuando hablamos del tiempo de paz en
realidad nos referimos a un tiempo de entreguerras, porque los conflictos siguen todos en
su sitio, latentes. De vez en cuando se reavivan, porque la máquina de la guerra es como
las panaderías, trabaja de día y de noche. |
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CONTRAPUNTO
LAS ARMAS
POR CAROLINA FERNANDEZ
N os hemos pasado el
siglo XX acumulando armas, no tanto para guerrear, que también de eso ha habido bastante,
como para impresionar al posible contrincante. La llamada política de defensa está
basada mayormente en la técnica del pavo real, o sea pasear por delante del contrario
fardando de la exhuberancia de nuestros tanques, la tersura de nuestros misiles y lo firme
del paquete de nuestros soldados. Cuanto más y más grande, mejor. Esto es lo que
entendemos por tiempo de paz: un chulear continuo, un juego de alianzas, a ver quién es
el más fuerte. En realidad no existe tal paz, porque todo es esperar y prepararse para la
próxima contienda. Cuando hablamos del tiempo de paz en realidad nos referimos a un
tiempo de entreguerras, porque los conflictos siguen todos en su sitio, latentes. De vez
en cuando se reavivan, intermitentemente, porque la máquina de la guerra es como las
panaderías, trabaja de día y de noche. Hay que fabricar. Y para fabricar tiene que haber
mercado. Y si no hay mercado hay que crearlo, porque por encima de todo la máquina no
puede parar.
El caso es que ahora esa gula de armamento, esa obsesión con la
defensa del territorio nos ha llevado a un problema bien simple, que no tiene que ver en
principio con la cuestión bélica, pero que amenaza con ser un apuro urgente a muy corto
plazo. Se trata de una pura y simple cuestión de almacenamiento: dónde demonios meter
toda la metralla que se ha fabricado durante décadas. Tal que así: problemas de espacio.
No se puede fabricar eternamente porque no hay dónde meter tanto material. El armamento
enseguida se queda anticuado y hay que sustituirlo por otro más sofisticado. Por lo tanto
hay que buscar la forma de darle salida al stock. Pero con moderación, que no se puede
esquilmar la población terrestre. Sea como sea, y pese a los denodados esfuerzos del
Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas por buscarle destino al armamento acumulado,
la chatarra se amontona.
En ese contexto sale a la palestra un señor que se llama Vladislav
Petrov, que es especialista del Ministerio ruso de Energía Nuclear, y que explica que a
su país le desborda la porquería nuclear, y que no tienen dinero para hacerse cargo de
ella. En esa línea, el ex candidato presidencial, Alexandr Lébed, reconoció que hay
atracados en los muelles del pacífico 132 submarinos nucleares jubilados, pero que sólo
se han desmantelado los reactores de 25 de ellos. Y que se han extraviado unos cien
maletines atómicos, con material cada uno de ellos con capacidad para volar una ciudad de
100.000 habitantes. Y que quedan en Rusia 15 centrales hermanas de Chernóbil, en las
mismas condiciones que la que provocó el accidente. Y que les sale por las orejas la
basura radiactiva, tanto de los más de 100 submarinos atómicos con reactores anticuados
que están parados en puertos del este y del norte del país, como de los depósitos de
desechos nucleares, que están por encima de su capacidad. Claro, Rusia es un país que se
cae a pedazos, como sus submarinos, como sus centrales nucleares y como el hígado
cirrótico de su presidente. Por eso están saltando a la prensa internacional un montón
de fregados a los que no pueden hacer frente. Son los restos de un pasado glorioso, cuando
jugaba al lado de los grandes por ver quién era más macho y quién tensaba más la
cuerda, esa cuerda que ahora nos va a dar a todos en las narices. Y entre tanta
decadencia, de vez en cuando alguien se acuerda de toda la mierda nuclear que está
perdida en los confines de Siberia. Pero tanto como éstos tienen los otros. Nadie sabe lo
que esconden otros gigantes mundiales. Nadie sabe lo que han acumulado otros países más
pequeños. Nadie sabe cuántas facturas atrasadas vamos a tener que pagar.
Otra cuenta pendiente que nos ha sorprendido recientemente viene de la
Segunda Guerra Mundial. En el Báltico, o sea ahí al lado, rozando con Alemania, Suecia,
Polonia y Rusia, hay en el fondo del mar una bomba de relojería que tiene los días
contados antes de estallar. Ahí descansan desde hace cincuenta años centenares de miles
de toneladas de gas mostaza y otras sustancias tóxicas que constituían la mayor parte
del arsenal químico de Alemania incautado al terminar la guerra. A los aliados, para no
meterse en gastos, y haciendo gala de una nula capacidad de previsión, no se les ocurrió
mejor cosa que meter la carga en un barco viejo y mandarlo todo al fondo del mar, barco
incluido. La maniobra ha resultado ser de ida y vuelta. El agua salada erosiona los
recipientes un poco cada año, y a los expertos les ha resultado fácil calcular que la
mayoría de ellos estallarán entre los años 2002 y 2005. O sea ya mismo. Se dice que el
resultado sería una catástrofe que superaría la de Chernóbil, que es la madre de todas
las catástrofes. Se calcula además que tendría efectos sobre 250 millones de personas
en Europa y fuera de ella. El gas mostaza, que constituye el 50% del 'tesoro' hundido,
provoca cáncer y afecta a las estructuras hereditarias, a saber: deformidades y
mutaciones. Los barcos hundidos no se pueden mover, ya que es demasiado grande el riesgo
de que salte todo por los aires, de modo que la opción con más posibilidades es cubrirlo
todo con hormigón. Otra chapuza. Otro regalo para los que vienen detrás.
De todo esto se saca una conclusión: a la raza humana le falta un
hervor. Aún no hemos entendido que el odio es un búmeran y que no hay futuro en esa
dirección. Lo peor es que dudo que lo comprendamos antes de que nos reviente todo lo que
hemos sembrado en las narices.
Y que nadie me hable de catastrofismos ni otras zarandajas. Gracias. |