Ahora no había ningún joven sentado
junto a la anciana y sabía que cuando cerrase por última vez los ojos, se cerraría una
parte de la historia de su pueblo. |
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EL
ARBOL DEL BUHO
LA ULTIMA ANCIANA
POR ELENA G. GOMEZ
Se sentó
delante del fuego y con sus temblorosas manos extendió la gastada piel de búfalo.
Del saco que siempre llevaba colgado del cuello, donde guardaba sus más preciosos
recuerdos, sacó las 4 piedras sagradas, las piedras que durante toda su vida le habían
acompañado, aquellas que le habían servido para hablar con los antepasados, para
encontrar el árbol medicina y, sobre todo, para comprender el significado del sueño.
Hacía mucho tiempo que se había retirado a lo alto de la montaña. Había encontrado un
lugar perfecto desde el cual podía contemplar, en las claras noches de verano, la gran
red que formaban las almas de sus antepasados, la gran red que giraba y se movía en la
sagrada espiral.
"Círculos dentro de círculos -se decía, como los círculos que dibuja la piedra en
el estanque, como los anillos del tronco de un viejo árbol, eso es la vida, círculos
dentro de círculos, actos de hoy que forman la base de mañana".
La anciana nunca se sentía sola porque hacía mucho tiempo que había descubierto que
todo cuanto le rodeaba estaba vivo. Había aprendido a escuchar el aire, que como un
mensajero le traía las noticias de la destrucción que el hombre blanco cometía en
aquellas, para ella ya lejanas tierras. Además, junto a su refugio había una manada de
lobos que, como ella, habían huido del fuego del hombre blanco y se habían convertido
en su auténtica familia.
Pero sobre todo la anciana tenía recuerdos, recuerdos vivos que le acompañaban...
recordó cuando de niña su padre le había enseñado a unirse al bosque, a ser una con
él, parte de él.
Recordó que había sido una joven y valiente guerrera que había guiado a su tribu por
las tierras fértiles de las montañas y había descubierto con ellos los secretos de la
vida, la sabiduría de la naturaleza y lo mucho que de ella tenían que aprender.
Por un momento le pareció escuchar el retumbar de los tambores, y las risas de los
jóvenes que celebraban su primera cacería.
Aquellos habían sido días felices, días en los que los ancianos enseñaban a los
jóvenes el arte de la caza, el respeto a la vida y la fuerza que había en su interior.
Aquellos eran hombres y mujeres de mirada limpia, que no tenían temor a nada, que amaban
y vivían en libertad.
Ahora no había ningún joven sentado junto a la anciana y sabía que cuando cerrase por
última vez los ojos, se cerraría una parte de la historia de su pueblo. Sabía que
tendrían que pasar muchas lunas antes de que su pueblo volviese a despertar.
Ella lo vio en el sueño y el sueño nunca se equivoca. Vio que del cielo descendían sus
antepasados y que estos volvían para enseñar a los hombres a escuchar la voz de la madre
tierra.
Los había visto, eran hombres y mujeres valientes que estaban dispuestos a luchar por su
dignidad.
¿Dignidad?, de pronto la anciana lo comprendió todo, comprendió lo último que le
quedaba por hacer antes de partir junto a los suyos.
Tomó las 4 piedras sagradas entre sus manos, sintió su calor, sintió como tomaban vida
y cada una se convertía en una palabra: Dignidad, Honor, Lealtad y Sagrado. Esos eran los
4 valores que habían estado vivos generación tras generación en los hombres y las
mujeres de su tribu.
Ahora ellos habían desaparecido pero las piedras permanecían y poseían lo que el hombre
del futuro tenía que recobrar.
Enterró las 4 piedras en la roja tierra y dibujó sobre ellas un círculo. Ahora todo
estaba cumplido.
La anciana cerró los ojos, sabía que su tiempo había llegado. Ahora todo estaba claro
dentro de sí. El sueño se lo había mostrado: volveré en el futuro cuando los jóvenes
estén dispuestos a escuchar. |